Miss Lydia Cathcart, a la que habían hecho venir de Londres a toda prisa, prestó declaración a continuación. Dijo al coroner que era tía del capitán y su única pariente viva. Le había visto muy poco desde que el muchacho entró en posesión de la herencia de su padre. Cathcart había vivido siempre con sus amigos en París, personas a las que ella no estimaba.
– Mi hermano y yo no nos entendimos nunca muy bien – dijo miss Cathcart —, y tuvo a su hijo educándose en el extranjero hasta que cumplió los dieciocho años. Temo que Denis no haya tenido siempre más que una noción muy francesa de todas las cosas. Después de la muerte de mi hermano, Denis fue a Cambridge, por deseo de su padre. Este me había dejado como albacea testamentario y como tutora de Denis hasta su mayoría de edad. Yo no sé por qué, después de haberme despreciado toda su vida, me eligió mi hermano para imponerme una responsabilidad semejante a su muerte, pero no quise negarme a aceptarla. Mi casa estuvo abierta a Denis durante sus vacaciones escolares, pero él prefirió, como regla, ir a pasarlas con sus amigos ricos. No puedo recordar ahora ninguno de sus nombres. Cuando Denis cumplió los veintiún años entró en posesión de sus rentas, que se elevaban a diez mil libras al año. Ignoro lo que hizo del dinero. Tal vez lo invirtiera en alguna propiedad extranjera. Como albacea, heredé cierta cantidad y me apresuré a comprarme buenas acciones británicas. No puedo decir qué hizo Denis con su herencia. No me ha sorprendido en absoluto oír que hacía trampas a las cartas. Sabía que las personas con quienes se reunía en París eran de lo más indeseable. Nunca conocí a ninguna de ellas. Ni nunca estuve en Francia.
John Hardraw, el guardabosque, fue el testigo siguiente. Su esposa y él habitaban en un pequeño cottage situado justamente al lado de la verja de Riddlesdale Lodge. El parque, que mide alrededor de ocho hectáreas aproximadamente, se halla rodeado en este lugar por una sólida empalizada. Por la noche, la verja se cierra con llave. Hardraw declaró que había oído, el miércoles hacia medianoche, un tiro, teniendo la impresión de que había sido disparado cerca del cottage. Serían exactamente las doce menos diez. Detrás de la casa hay una plantación de árboles de cuatro hectáreas, en donde está prohibida la caza. Supuso que había cazadores furtivos por los alrededores, los cuales se meten, a veces, en el terreno vedado para coger liebres. Salió provisto de su fusil en esa dirección, pero no vio a nadie. Regresó a su casa a la una, según su reloj.
EL CORONER. – ¿Disparó su fusil en algún momento?
HARDRAW. – No.
EL CORONER. – ¿Volvió usted a salir?
HARDRAW. – No.
EL CORONER. – ¿Oyó otros disparos?
HARDRAW. – Únicamente ese. En cuanto regresé a mi casa me acosté y me dormí, y no me desperté hasta que el chófer fue en busca del médico. Eso sería a las tres y cuarto aproximadamente.
EL CORONER. – ¿No es desacostumbrado en los cazadores furtivos que disparen tan próximos al cottage?
HARDRAW. – Sí, más bien. Los cazadores furtivos prefieren la otra parte del terreno acotado, la que da a la landa.
El doctor Thorpe declaró que le habían llamado para que examinara al muerto. Vivía en Stapley, a casi veinticinco kilómetros de Riddlesdale. En este pueblecito no había médicos. El chófer fue a buscarle a eso de las cuatro menos cuarto de la madrugada, y se vistió en seguida y se fue con él. Llegaron a Riddlesdale Lodge a las cuatro y media. El difunto, cuando él lo vio, debería llevar muerto unas tres o cuatro horas. Una bala le había atravesado un pulmón, y la muerte fue consecuencia de una hemorragia interna, y a la asfixia. La muerte no fue instantánea…, quizá viviera algún tiempo. El doctor le había hecho la autopsia y comprobado que la bala fue desviada por una costilla. Era imposible decir si el difunto se había suicidado o habían disparado contra él a quemarropa.
Tampoco presentaba ninguna señal de violencia.
El inspector Craikes, de Stapley, llegó en el mismo coche que el doctor Thorpe. Vio el cadáver, que aún se hallaba tendido de espaldas entre la puerta del invernadero y el pozo cubierto. Tan pronto como se hizo de día, el inspector Craikes examinó la casa y el parque. Encontró manchas de sangre a lo largo del sendero que terminaba en el invernadero y señales como si hubiesen arrastrado un cuerpo. Este sendero desemboca en la gran avenida que va desde la verja a la entrada principal. (Se entregó un croquis al jurado). Donde confluyen sendero y avenida empieza un macizo de arbustos que se extiende a ambos lados de la gran avenida hasta la verja y el cottage del guardabosque. El rastro de sangre condujo a un pequeño calvero en el centro del macizo aproximadamente a mitad de camino entre la casa y la verja. El inspector encontró allí un gran charco de sangre, un pañuelo lleno de sangre y un revólver. El pañuelo llevaba las iniciales D. C., y el revólver era un arma pequeña de modelo americano, sin marca de ninguna clase. La puerta del invernadero estaba abierta, cuando llegó el inspector, con la llave por la parte de dentro.
El muerto, cuando él lo vio, vestía esmoquin y zapatos, sin sombrero ni abrigo. Estaba completamente empapado de agua, y su ropa, además de estar muy manchada de sangre, se hallaba llena de barro y en completo desorden, debido a haber sido arrastrado el cuerpo. El bolsillo contenía una pitillera y una navajita. El dormitorio del difunto fue registrado en busca de documentos, papeles, etc., pero el inspector no encontró nada que le pusiera al tanto de su situación económica.
El duque de Denver fue llamado de nuevo a declarar.
EL CORONER. – Me gustaría preguntar a su gracia si alguna vez vio un revólver en poder del muerto.
DUQUE DE D. – Desde la guerra, no.
EL CORONER. – ¿Sabe usted si llevaba alguno encima?
DUQUE DE D. – No tengo ni idea.
EL CORONER. – Supongo que le será imposible adivinar a quién pertenece este revólver.
DUQUE DE D. – (Muy sorprendido). ¡Si este revólver es mío!.. Se hallaba en un cajón de mi mesa de despacho, en la sala de estudio. ¿Cómo es posible que esté en su poder? (Sensación en el público).
EL CORONER. – ¿Está usted seguro de que es de su gracia?
DUQUE DE D. – Completamente. Lo vi el otro día allí, cuando buscaba unas fotografías de Mary para Cathcart, y recuerdo haber dicho entonces que empezaba a enmohecerse de estar sin usar. Aquí tiene usted la mancha de moho.
EL CORONER. – ¿Estaba cargado?
DUQUE DE D. – Nunca. En realidad, no sé por qué lo tenía allí. Supongo que debí sacarlo algún día con algunos antiguos recuerdos militares, y me lo encontré entre mis cosas de caza cuando vine a Riddlesdale en agosto. Creo que los cartuchos también estaban.
EL CORONER. – ¿Se hallaba cerrado el cajón?
DUQUE DE D. – Sí, pero con la llave en la cerradura. Mi esposa me dice siempre que soy un descuidado.
EL CORONER. – ¿Sabía alguien más que el revólver se encontraba allí?
DUQUE DE D. – Fleming, creo. No sé si alguien más.
Al detective inspector Parker, de Scotland