– ¡Tonterías, tonterías! – exclamó el veterano militar de excelente humor —. Juega usted tan bien como yo.
Cuando se retiró míster Murbles, Wimsey y Parker quedaron sentados frente a frente en la mesa, con los restos del desayuno ante ellos.
– Peter, no sé si he hecho bien en venir – dijo el detective —. Si tú crees que…
– Amigo mío – le interrumpió Wimsey —, nada de escrúpulos. Vamos a trabajar en este caso como en cualquier otro. Si surge algo desagradable, prefiero que seas tú y no otro el que esté colaborando conmigo. Se trata de un caso extraordinario y voy a dedicarme a él muy en serio.
– Si tú estás seguro de que es así…
– Mi querido amigo, si tú no estuvieras aquí, ya te habría mandado venir. Y, ahora, manos a la obra. Por supuesto, parto de la hipótesis de que Gerald no cometió el crimen.
– Yo estoy seguro de eso.
– No, no – dijo Wimsey —. Tú no debes de actuar así. Nada de palabras inconsideradas, nada de confianza excesiva. Cuento contigo para poner en duda todas mis conclusiones.
– ¡De acuerdo! – respondió Parker —. ¿Por dónde quieres empezar?
Peter reflexionó unos instantes.
– Creo que debemos empezar por el dormitorio de Cathcart – respondió.
El dormitorio era una habitación de proporciones moderadas, con una sola ventana que se abría sobre la puerta principal del edificio. La cama estaba a la derecha, el tocador delante de la ventana. A la izquierda se hallaba la chimenea, con un sillón y una mesita escritorio delante.
– Todo está como estaba – dijo Parker —. En eso tuvo muy buen sentido Craikes.
– Sí – respondió lord Peter —. Bien. Gerald dice que cuando acusó a Cathcart de ser una mala persona, este se levantó bruscamente y estuvo a punto de tirar la mesa. Se trata de la mesita escritorio; por tanto, Cathcart estaba sentado en el sillón. Sí, eso…, y lo empujó hacia atrás con tal violencia que levantó la alfombra. Mira. Hasta aquí todo va bien. ¿Qué hacía? No leía, porque no hay libro a la vista, y sabemos que salió precipitadamente de la habitación y no regresó. Perfectamente. ¿Escribía? No, el secante está inmaculado.
– Podía estar escribiendo con lápiz – observó Parker.
– Cierto, mi querido aguafiestas; pudo ser eso. En tal caso, se guardó el papel en el bolsillo cuando Gerald entró, porque no está aquí; pero no se lo pudo guardar en el bolsillo porque no se encontró en el cadáver. Por tanto, no escribía.
– Pudo tirarlo en alguna parte – dijo Parker —. No he registrado todo el parque… y si aceptamos que el disparo oído por Hardraw a las doce menos diez fue el disparo… tenemos hora y media en blanco.
– Bien. Digamos que no hay nada aquí que nos demuestre que escribía. ¿De acuerdo? Bien, entonces…
Lord Peter sacó una lupa del bolsillo y examinó la superficie del sillón con todo cuidado antes de sentarse en él.
– Nada interesante aquí – dijo —. Continuemos: Cathcart se sentó donde yo estoy sentado. No escribía; él… ¿Estás seguro de que a esta habitación no la han tocado?
– Completamente seguro.
– Entonces, no fumaba.
– ¿Por qué no? Pudo arrojar la colilla del cigarro o del cigarrillo a la chimenea cuando entró Denver.
– Un cigarrillo, no – dijo Peter —, porque encontraríamos señales en alguna parte… en el suelo o en la chimenea. La ceniza de los cigarrillos es muy ligera y se esparce por doquier. Pero un cigarro… Bien, pudo estar fumando un cigarro sin dejar señal, quizá. Pero yo espero que no.
– ¿Por qué?
– Porque, hijo mío, yo quiero que lo contado por Gerald sea verdad, al menos en parte. Un hombre que tiene los nervios de punta no se sienta a gozar de las delicias de un cigarro antes de acostarse ni se preocupa de que la ceniza no caiga en ninguna parte. Por otro lado, si Freddy dice la verdad y Cathcart se mostraba inusitadamente tranquilo y contento de vivir, eso es lo que hubiera hecho.
– ¿Crees tú que Arbuthnot ha podido inventar eso? – preguntó Parker, pensativo —. No lo considero hombre de esa clase. Tendría que ser muy imaginativo y de una malicia que, seguramente, no tiene.
– Lo sé – respondió lord Peter —. Conozco a Freddy de toda mi vida y es incapaz de hacer daño a una mosca. Además, es incapaz también de forjar cualquier clase de historia. No tiene cerebro para eso. Pero lo que me desconcierta es que Gerald tampoco tiene seso suficiente para inventar un drama como el de su riña con Cathcart.
– Por otra parte – dijo Parker —, si admitimos por un momento que mató a Cathcart, tenía con qué estimular su imaginación. Se trataba de salvar su cabeza… Quiero decir que cuando está en juego algo tan importante, es maravilloso cómo se agudiza nuestro ingenio. Y su relato está tan traído por los pelos que casi se está tentado de atribuirlo a un embustero sin experiencia.
– Cierto. Hasta el momento has echado por tierra todos mis descubrimientos. No importa. No me doy por vencido. Cathcart se hallaba sentado aquí…
– Por lo menos, eso dijo tu hermano.
– ¡Déjame en paz! Digo que estaba sentado aquí; por lo menos, alguien lo estuvo, porque dejó la impresión de sus posaderas en el almohadón.
– Eso pudo ser antes.
– ¡Vamos! Estuvieron fuera todo el día. Bien está que me contradigas, pero no fuerces la nota, Charles. Digo que Cathcart estaba sentado aquí y… ¡Hola, hola!
Se inclinó hacia adelante, con los ojos fijos en la chimenea.
– Charles, ahí dentro se han quemado papeles.
– Lo sé. Eso me produjo ayer fuerte excitación, pero me di cuenta que se había hecho lo mismo en la chimenea de algunas habitaciones. Corrientemente, se deja extinguir el fuego y se le vuelve a encender una hora antes de la cena aproximadamente. Aquí no hay más servidumbre que la cocinera, la doncella y Fleming, y tienen un trabajo enorme con tantos invitados.
Lord Peter extraía los trozos de papel carbonizado.
– No encuentro nada que contradiga tu hipótesis – dijo tristemente —, y este fragmento del Morning Post parece confirmarlo. Por tanto, solo podemos suponer que Cathcart se sentó aquí a soñar y no hizo nada. Me temo que eso no nos lleva muy lejos.
Se levantó del sillón y se dirigió al tocador.
– Estos objetos de tocador de concha me gustan mucho – dijo —, y el perfume es Baiser du soir… estupendo también. Nuevo para mí. Debo llamar la atención de Bunter sobre ello. Un magnífico estuche de manicura, ¿eh? Oye: a mí me gustan las cosas limpias y ordenadas, pero Cathcart me gana por la mano. ¡Pobre diablo! Y, después de todo, para terminar enterrado en Golders Green. Solo le vi una o dos veces. Me impresionó como hombre que sabía todo cuanto había que saber. Siempre me sorprendió los sentimientos que inspiró a Mary. Claro que yo sé muy poco de Mary. Tiene cinco años menos que yo. Cuando estalló la guerra, mi hermana acababa de salir del colegio y partió para París. Yo me alisté en el ejército, y cuando ella regresó, se puso a trabajar en un hospital y en el servicio social, así que apenas la veía alguna que otra vez. En esa época Mary tenía la cabeza llena de ideas nuevas. Quería reformar el mundo y no encontraba grandes cosas que decirme. Conoció a una especie de pacifista que debía de ser un fracasado, me figuro. Caí enfermo. Después tuve el fracaso de Bárbara y no me sentía con mucho ánimo de hablar con nadie. A continuación, me vi envuelto en el caso de los brillantes de lord Attenbury… y como resultado de todo es que conozco muy poco a mi hermana… Pero se diría que sus gustos han cambiado en lo que