– Uno de los agentes de la Policía. Estoy seguro que pesa más de cien kilos. Esta suela de goma con un parche es de Craikes. Se encuentra por todas partes. Esta es de míster Arbuthnot en zapatillas y estas otras de goma son de míster Pettigrew-Robinson. Todas estas podemos descartarlas. Pero mira ahora aquí: tenemos el pie de una mujer con zapato grueso que franquea el umbral para entrar. Reconozco el pie de lady Mary. Aquí la tenemos otra vez, al lado del pozo. Ella salió para examinar el cadáver.
– Exactamente – dijo Peter —, y a continuación volvió a entrar, con unos cuantos granos de grava roja en sus zapatos. Bien, eso está claro… ¡Hola!
En el invernadero, del lado de la fachada, bajo las estanterías para las plantas menores, cactus fibrosos y culantrillos de pozo se extendían sobre un macizo de tierra húmeda y sombría que disimulaban grandes macetas de crisantemos.
– ¿Qué has encontrado? – preguntó Parker, al ver que su amigo escrutaba con detenimiento aquel nido de verdor.
Lord Peter, que había deslizado su larga nariz entre dos macetas, la retiró y dijo:
– ¿Quién ha puesto “yo no sé qué” en este lugar?
Parker se acercó de prisa. En medio de los cactus se veía claramente la marca dejada sobre el terreno por un objeto rectangular provisto de cantoneras que habían escondido detrás de las macetas.
– El jardinero de Gerald no es, afortunadamente, demasiado concienzudo para dejar un cactus solo durante el invierno – dijo Lord Peter – o hubiera arrancado estas plantas que son dañinas… Pero, mira, esta planta es un verdadero puerco espín… ¡Mide eso!
Parker lo midió.
– Setenta y cinco centímetros por quince – dijo —. Ya es bastante pesado. Se hundió en la tierra, destruyendo las plantas. ¿Acaso una barra de hierro?
– No lo creo – respondió lord Peter —. La marca es más profunda en la parte más alejada de nosotros. Me da la impresión de que se trataba de un objeto voluminoso posado en el suelo y apoyado contra el cristal. Si me pides mi opinión particular, te diría que era una maleta.
– ¡Una maleta! – exclamó Parker —. ¿Por qué una maleta?
– Sí, ¿por qué? Creo que podemos asegurar que no permaneció aquí mucho tiempo. Hubiera sido excesivamente visible a la luz del día. Pero alguien pudo muy bien ponerla aquí… hacia las tres de la mañana, por ejemplo. Alguien que la llevaba en la mano… y que prefería que no la viesen.
– ¿Cuándo se la llevó, entonces?
– Casi inmediatamente, sin duda. Desde luego, antes de salir el sol, porque, si no, la hubiera visto el inspector Craikes seguramente.
– Supongo que no sería el maletín del doctor, ¿eh?
– No…, a menos que el médico estuviera loco. ¿Por qué iba a dejar su maletín en un lugar incómodo, húmedo y sucio, cuando el buen sentido y la comodidad exigían que lo colocase cerca del cadáver, bien a mano? No. A menos que Craikes o el jardinero la trajesen con sus cosas, este objeto lo colocó aquí, la noche del miércoles al jueves, Gerald, Cathcart… o, tal vez, Mary. Nadie más, a mi parecer tenía nada que ocultar.
– Una persona, sí – dijo Parker.
– ¿Quién?
– ¡El desconocido!
– ¿Quién es?
Por toda respuesta, míster Parker se acercó orgullosamente a una hilera de cercos de madera cubiertos con una estera. Alzándola con el mismo ademán de un personaje importante al descubrir una lápida conmemorativa, dejó ver huellas de pisadas alineadas en forma de V.
– Estas no son pisadas de nadie…, de nadie que yo conozca, por lo menos – dijo Parker.
– ¡Hurra! – exclamó Peter.
Al bajar por el sendero de la montaña
descubrieran las diminutas huellas…
Claro que aquí son más grandes.
– No somos tan afortunados como eso – dijo Parker —. Es más bien un caso de:
Siguieron desde el bancal de tierra
estas huellas, una por una,
hasta el centro del entablado;
más allá no había ninguna.
– Gran poeta Wordsworth – comentó lord Peter —. ¡Con cuánta frecuencia he experimentado esa sensación!.. Continuemos, pues: estas son las huellas… de un hombre, zapatos del cuarenta y dos, con tacones desgastados y una pieza en la parte izquierda del zapato del pie derecho. Proceden de la parte dura del sendero, donde no se notan las pisadas, y se detienen junto al cadáver, en este charco de sangre. Dime, ¿no lo encuentras extraño?.. ¿No?.. Tal vez no lo sea… ¿Había huellas de pisadas debajo del cadáver?.. Imposible saberlo con tal desorden. Bien. Él desconocido se para aquí… porque tenemos una pisada más profunda… ¿Se disponía a arrojar a Cathcart al pozo?.. Oye un ruido, se sobresalta, se vuelve, corre de puntillas… y se mete en el macizo de arbustos, ¡por Júpiter!
– Sí – dijo Parker —, y sale de allí, porque se encuentran las huellas de sus pisadas en el bosquecillo.
– Bien. Las seguiremos después. Veamos ahora de dónde proceden.
Los dos amigos se alejaron de la casa siguiendo el sendero. Solamente el espacio situado delante del invernadero se hallaba en mal estado; en todos los demás sitios la grava era dura. Se veían menos huellas, porque había llovido durante varios días. No obstante, Parker aseguró a Wimsey que allí había señales muy claras de haber sido arrastrado un cuerpo, así como visibles manchas de sangre.
– ¿Qué clase de manchas de sangre?.. ¿Esparcidas?
– Sí, la mayoría de ellas. También se veían guijarros desplazados a todo lo largo del sendero… Y, ahora, aquí tienes algo especial.
Era la huella muy clara de la palma de una mano de hombre que se había apoyado pesadamente sobre la tierra de un bordillo de hierba, con los dedos apuntando hacia la casa. La grava del sendero presentaba dos profundos rasguños. Había sangre en el bordillo de hierba, entre el sendero y el macizo, y el filo de hierba estaba destrozado y pisoteado.
– No me gusta eso – dijo lord Peter.
– Feo, ¿verdad?
– ¡Pobre diablo! – exclamó Peter —. Hizo un esfuerzo desesperado por agarrarse aquí. Eso explica la sangre que hay delante de la puerta del invernadero. Pero, ¿quién demonios es capaz de arrastrar un cuerpo que no está muerto?
Algunos metros más lejos el sendero desembocada en la gran avenida. Esta estaba bordeada de arbustos, tras los cuales se extendía un bosquecillo. En el punto de intersección de sendero y avenida se veían algunas huellas más claras, y a unos veinte metros más allá los dos hombres se internaron en el bosquecillo. Un gran árbol, al caerse en tiempos remotos, había abierto un pequeño claro, en el centro del cual se hallaba extendida y sujetada con cuidado una lona.
– La escena de la tragedia – dijo Parker, enrollando la lona.
Lord Peter miraba tristemente el suelo. Enfundado en un abrigo y embozado en una gruesa bufanda color gris, se asemejaba, con su larga nariz y su afilada cara, a una melancólica cigüeña. El cuerpo crispado del hombre que había caído allí levantó las hojas secas y dejó una depresión en el empapado suelo. En un sitio, la tierra más oscura mostraba donde un gran charco de sangre había sido embebido por ella, y las hojas amarillentas de un álamo español no estaban enmohecidas con manchas otoñales.
– Aquí es donde encontraron el pañuelo y el revólver – dijo Parker —. Busqué huellas dactilares, pero la lluvia y el barro las hicieron desaparecer.
Wimsey sacó la lupa, se tumbó boca abajo en tierra