II. Los regímenes de realidad y el gobierno de la desmesura humana
La constitución de cada uno de estos regímenes de realidad articula tres grandes elementos. En primer lugar, cada uno de ellos invoca una experiencia inmediata, directa e irrevocable, del mundo. Los invoca, a menudo, a través de una apelación al sentido común que dicta lo real como una evidencia irrefutable, y cuyo necesario respeto se asegura a través de grandes representaciones del miedo. En segundo lugar, supone una producción simbólica que apoya y refuerza –en verdad, elabora– esta experiencia primera; en otras palabras, un importante trabajo de construcción cultural de un mundo sin el cual no hay realidad. Por último, cada cual reposa sobre una serie de pruebas (en verdad, ideales de choques con la realidad), cuyo papel es recordar a los actores, en caso de desviación, la validez de los límites del mundo –una creencia que, en cada período, un grupo de clérigos se encarga de apuntalar.
Como se verá, la sucesión de estos regímenes no traza ningún progreso y mucho menos una teleología. No lo hace porque el advenimiento de un nuevo régimen hegemónico de realidad no borra radicalmente al precedente, el que a menudo sigue estando activo, aunque con una función y un alcance menor20.
1. El régimen religioso de la realidad
En el corazón de este régimen, el límite de la realidad se constituye alrededor de un mundo sujeto a la acción de diferentes entidades invisibles que actúan más o menos frecuentemente en la vida social ordinaria. Esta representación del mundo, y de sus límites, ha tenido una muy larga presencia hegemónica en muchas civilizaciones. Su secreto: compensar un relativamente débil dominio técnico del entorno natural y social gracias a una poderosa capacidad interpretativa. Todos los fenómenos naturales o sociales pudieron explicarse por los caprichos de un dios, una ofrenda mal realizada, un espíritu mal intencionado. Durante mucho tiempo, fue en la religión, y en la voluntad de las diversas entidades invisibles en donde se depositó en último análisis la mayor resistencia a los designios humanos. Esta interpretación al volverse una creencia dominante, apoyada en sólidas jerarquías, impuso un conjunto de evidencias sensibles desde las cuales se ejerció un innegable control sobre la desmesura humana trazando una fuerte división entre lo sagrado y lo profano, lo puro y lo impuro, la licencia y lo prohibido. Cada vez, a pesar de las diferencias obvias existentes entre distintas formas religiosas (animismo, monoteísmo), la idea central es que los dos universos (el sagrado y el profano) deben mantenerse a distancia, incluso si, en los hechos, estos dos mundos no cesan de interpenetrarse. En la medida en que estas transgresiones se representaron como poniendo en peligro el orden del mundo, se instituyó una visión particular de los choques con la realidad como un proceso necesario de restauración de la intangibilidad de la frontera entre lo sagrado y lo profano gracias a la ineluctable sanción de los dioses –ya sea con la aparición de monstruos cuando no se respetaba la frontera entre los dos mundos, ya sea por una sanción moral ineludible incluso en el más allá como en el caso del pecado.
La efectividad institucional e histórica de este régimen de realidad no puede subestimarse. La desmesura humana logró más o menos durablemente ser canalizada, e incluso yugulada, a partir de una representación que otorgó un papel decisivo a las entidades invisibles y que construyó el choque con la realidad sobre la base de consideraciones morales. Se instituyó lo imposible sobre lo prohibido.
En tanto que régimen hegemónico de realidad, la religión ha conocido un largo proceso de desinversión imaginaria. Este se dio a medida que se debilitaron las creencias en el encantamiento ordinario del mundo y que las anomalías fueron cada vez más ampliamente reconocidas (ya sea porque los individuos terminaron aceptando que los dioses no actuaban de manera ordinaria en sus vidas, ya sea porque en la estela del desencantamiento las sociedades aceptaron la necesidad de otras formas de regulación intramundanas de la desmesura). En cualquier caso, ello se expresó en el deseo propiamente moderno de instituir el dominio político y las normas sociales sobre la base de la autonomía y a distancia de la heteronomía religiosa. En breve, este régimen dejó de ser hegemónico cuando la prohibición propiamente moral, que en él se basaba, perdió su capacidad de regulación de la desmesura merced al temor al castigo eterno y se reveló progresivamente incapaz de contrarrestar los deseos de la ilimitación humana. Cuando las entidades invisibles y la moral, como choque con la realidad, ya no logran más instituir lo imposible, aparece el vértigo de un mundo desgobernado. Dostoievski expresó mejor que nadie el fin de este régimen de realidad: «si Dios ha muerto, todo está permitido».
2. El régimen político de realidad
Desde un punto de vista analítico, más que estrictamente histórico, incluso porque se dio a través de una inextricable y durable articulación con la religión, este vacío fue llenado por el ámbito político y las jerarquías en el sentido más fuerte del término. Fue a través de la naturalización de las jerarquías sociales y políticas como se construyó un nuevo imaginario de la realidad. En cuanto régimen de realidad, el imaginario político se estableció, como Hobbes lo expresó mejor que muchos otros, alrededor de la evidencia primera de la guerra de todos contra todos, y el miedo a una muerte violenta en manos de otros. Para yugular este miedo y esta desmesura, se impusieron distintas representaciones de jerarquías naturales, la idea de una Gran cadena del Ser: un universo holista en el cual cada actor ocupa un lugar y debe respetar las obligaciones que le dicta su posición.
O sea, incluso si se apoyó durante mucho tiempo en representaciones religiosas y en la legitimidad que éstas le transmitieron, el régimen político de realidad propuso otra versión de lo imposible. El miedo original se desplazó de los fenómenos naturales y sociales hacia el temor a una muerta violenta dentro de las sociedades humanas. Fue para contener este miedo que se erigieron nuevos límites en la vida social. El Estado y el orden social se asentaron en torno a una jerarquía social naturalizada: en este nuevo régimen de realidad las posiciones sociales mundanas reproducían y respetaban la jerarquía natural de los seres. Cada cual tenía imperativamente un lugar en la sociedad (los que rezaban, los que luchaban, los que trabajaban) y todos debían respetar su lugar, y las obligaciones y derechos aferentes a cada uno de ellos. La razón era profunda: las posiciones y las jerarquías sociales eran concebidas como un calco del orden cósmico.
El escrupuloso respeto de las jerarquías marca la diferencia con el régimen anterior. El choque con la realidad ya no está más refrendado por la intervención de las entidades invisibles, sino que debe ser garantizado por los castigos efectivos que la política y los gobiernos (reinos, imperios, Estados) son capaces de imponer con el fin de hacer respetar el orden social naturalizado. Nada de extraño por ello que este régimen se haya apuntalado a través de la progresiva expansión de las capacidades coercitivas de los Estados y su durable fortalecimiento histórico a través de los impuestos, la administración, pero, también, mediante diversas tecnologías de vigilancia por las que se aumentó la capacidad de control sobre la población. O sea, en el momento de su máxima vigencia, el régimen político de realidad articuló estrechamente la representación de un orden social basado en la legitimidad naturalizada de las jerarquías con una creciente capacidad de castigo a las conductas transgresoras. En este régimen de realidad, el castigo no es pues simplemente una cuestión de reparación entre actores. De manera infinitamente más consistente, es una forma necesaria de restauración del orden social y de los límites imprescriptibles de la realidad.
Sin embargo, como en el régimen anterior, el régimen político de realidad también ha conocido un largo proceso de desinversión histórica que ha terminado por socavar su papel hegemónico. En primer lugar, como en el caso anterior, a medida que se debilitaron las creencias, las anomalías se volvieron cada vez más visibles. Regresaremos sobre esto en el próximo capítulo,