En el fondo, esta tensión refleja en mucho la oposición ideológica entre conservadores y progresistas en el mundo de hoy: los primeros, adeptos de las jerarquías, siguen siendo partidarios de prescripciones normativas obligatorias; los segundos son partidarios de prescripciones sujetas a evaluación individual. Para los primeros, en todos los ámbitos, la Sociedad tiene que fijar y definir el Bien. Para los segundos, a nivel de todas las conductas, el Individuo tiene que elegir reflexivamente su línea de acción.
Lo importante es comprender tendencialmente la evolución en curso. En claro contraste con lo que fue habitual hasta hace medio siglo, ha habido una profunda transformación en el trabajo de prescripción institucional a causa de las convulsiones que se han producido a nivel de las jerarquías. En muchos ámbitos sociales ya no se trata más de prohibir conductas o de imponer comportamientos que se juzgan buenos, sino de informar al ciudadano para que éste, con conocimiento informado (y no ya con consentimiento conciliado) decida. Esto es muy visible, por ejemplo, a nivel del consumo del tabaco (en donde a pesar de los riesgos de salud de los que se le informa, el individuo es dueño de su decisión), a nivel del consumo de alcohol, cada vez más a nivel de la alimentación en el sentido más amplio, y también lo es a nivel de la prevención del Sida (en donde se aconsejan prácticas de protección, pero no modelos de sexualidad) o incluso en ciertas prácticas de substitución de drogas. Si es cierto que muchas veces ciertas líneas de conducta terminan por ser institucionalmente recomendadas e incitadas, idealmente lo importante es la decisión de los individuos y la gestión de los riesgos (Castel, 1981).
El proceso es tanto más corrosivo subjetivamente que no se espera que el actor se pliegue a un contenido normativo, sino que está puesto en la situación de tener que afrontar lo que le es presentado exclusivamente como una consecuencia de sus actos pasados. En este juego, por distintas vías, la responsabilización termina por establecer la culpabilidad del individuo. En realidad, el individuo responsabilizado a nivel de las causas de su situación es culpabilizado bajo la forma de una sanción a nivel de las consecuencias. Con la responsabilización no se asiste a una restauración de las jerarquías. Se está delante de un proceso inédito y distinto. Se impone una nueva experiencia de gobierno que al confrontar al actor con lo que le es presentado como las meras consecuencias de sus actos, lleva a una forma inédita de interiorización de las categorías del fracaso. Delante de «su» fracaso, el individuo está obligado a asumir una responsabilidad total. Y mientras más se lo conmina a asumir sus responsabilidades, más se destruye. Resultado: esto se convierte en una razón moral legítima que permite a una colectividad liberarse de su responsabilidad y solidaridad ante la suerte de sus miembros más frágiles.
En algunos aspectos este fenómeno parece ir en contra de la expansión de los controles. Sin embargo, las cosas son más complicadas: la crisis de la autoridad es tal que toda prohibición está bajo sospecha, lo que hace necesario o bien maquillar las interdicciones bajo la forma justamente de una pura coerción fáctica o bien gobernar las conductas como una mera gestión de los efectos inducidos por las decisiones individuales tomadas. Esto no elimina del todo la tensión entre el gobierno de los individuos por controles o por conminación a la reflexividad. Tratándose, por ejemplo, de la prohibición de conducir más allá de ciertos índices etílicos, si el dispositivo técnico existe (un automóvil solo se pondría en marcha luego de un alcotest negativo), por el momento, en este ámbito, el gobierno se sigue haciendo menos desde el control fáctico y más apelando a la responsabilidad de los individuos.
Insistamos: en muchos ámbitos se siguen in fine prescribiendo reglas, pero desde una modalidad muy distinta. Puede así pensarse, por ejemplo, que los libros de autoayuda, desarrollo personal, consejos a los padres, etc., son los herederos de las antiguas prescripciones éticas y de los libros de moral. Pero, y aquí está lo fundamental, muchos de estos soportes de prescripción (sobre todo los que conciernen a la vida personal y la organización de la vida familiar) se dirigen explícitamente a la reflexividad crítica de los individuos (Giddens, 1991 y 2004; Beck y Beck-Gernsheim, 2002; Papalini, 2014). O sea, incluso cuando el mensaje es enunciado por un experto, con el fin de suscitar un tipo de conducta, lo que se invoca no es el peritaje sino la reflexión y el discernimiento de cada cual. La prescripción se impone porque el individuo elige qué tipo de consejo (o fuente de información, influencia) decide seguir o acatar (con amplias posibilidades de bricolaje individual). Si ningún individuo inventa normativamente su estilo de vida, se encuentra en la posición de tener que decidir qué tipo de conductas quiere imitar (Gomá, 2014) y con qué grado de celo.
Frente a la conminación generalizada de tener que decidir libremente y ser responsabilizados ulteriormente por lo que se presenta indefectiblemente como la mera consecuencia de decisiones pasadas, muchos individuos son invadidos por el deseo de no tener que decidir. O sea, intentan escapar, liberarse, de esta coacción a la libertad como elección. Se expande así un cansancio frente al cúmulo de microdecisiones. Como Giddens (1991) lo entendió muy bien, frente a la presión constante a la decisión que los procesos de responsabilización acentúan, las rutinas aparecen como un importante mecanismo de defensa individual. De ahí también el placer de descargarse del fardo de la elección tanto en dispositivos técnicos como sobre otras personas que decidan en el lugar de uno.
Notemos aquí también la continuidad de esta actitud con el pasado y su diferencia. A pesar de ciertas similitudes, no estamos más ni en el universo de la servidumbre voluntaria ni en el del miedo a la libertad (La Boétie, 1993; Fromm, 2005). Es menos el temor y más el cansancio lo que es subyacente a esta resistencia a las microdecisiones. Se pasa del miedo a la libertad a la simple fatiga de la libertad (de tener que elegir). Un sentimiento agudizado tanto por la aceleración de los ritmos de vida como por los procesos de movilización generalizada de los individuos en todos los ámbitos sociales (Rosa, 2010; Martuccelli, 2017a). No se trata de un tema menor: desde los años 1970, la problemática del cansancio del actor ha estado muy presente tanto en la prensa feminista (a propósito de la carga mental) como en literatura sobre las organizaciones (Alter, 2000). El gobierno de los individuos no se ejerce, así, necesariamente imponiendo creencias o restaurando jerarquías; se ejercita cansando a los actores y controlándolos vía su constante responsabilización.
Esta fatiga de la libertad (la conminación permanente a tener que decidir) alimenta en muchos ámbitos formas aparentes de conformismo funcional. No se trata empero ni de confianza en el jefe, ni de confianza en el sistema experto sino de un mero conformismo por cansancio libidinal: el deseo de no tener que complicarse frente a cada decisión, de no tener que discutir, debatir, reflexionar, luchar, hacer estrategias constantemente, lo que se traduce en la aceptación más o menos resignada de la trama funcional del mundo o de una organización.
La metástasis de la decisión conminativa se revela, así, ambivalente. Si, por un lado, en la medida en que generaliza el recurso a prescripciones sujetas a evaluación individual, ella profundiza a su manera la crisis de la autoridad y las jerarquías, por el otro, frente a la fatiga de la libertad que esto induce alimenta un anhelo renovado de autoridad y de jerarquía (en verdad de conformismo, en el sentido del traspaso de la elección a manos de otro agente).
La situación actual está marcada por una tensión entre estos dos modelos de prescripción normativa. Si la generalización de prescripciones sujetas a evaluación individual tendió a extenderse en las últimas décadas, en los últimos lustros, con importantes diferencias entre países, se asiste a un retorno de las prescripciones normativas obligatorias. En verdad, por el momento, a lo que se asiste es a un reinicio de hostilidades entre estas dos posiciones. Es esto lo que subyace, por ejemplo, a la oposición entre los que creen que la sociedad, vía el Estado, debe imponer y dar prescripciones normativas fuertes a nivel de la familia, el matrimonio, el aborto, la gestación o el fin de vida (o sea dictar y promover explícitamente una gramática de vida por sobre todas las otras, en nombre muchas veces de la naturaleza, la tradición o un dogma religioso) y los que, por el contrario, piensan que, dada la crisis de las jerarquías, se debe en todos estos aspectos otorgar a cada individuo la más grande libertad de elección posible15.
3. Influencias horizontales
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