La maratoniana. Kathrine Switzer. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Kathrine Switzer
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788412277630
Скачать книгу
la sudadera gris con «TRACK» estampado en azul en la parte delantera se hubiera convertido en parte de mi cuerpo. Nunca se mojaba o me pesaba, porque nunca sudaba, y Arnie tampoco. Hacía demasiado frío, íbamos demasiado despacio, y lo único que necesitaba lavar a diario era la camiseta que llevaba pegada a la piel.

      Y como no sudábamos, no teníamos sed ni nos preocupábamos por la hidratación. Suena increíble hoy en día, pero en aquellos tiempos nadie hablaba de la importancia del agua, y si no tenías sed, ¿qué más daba? Finalmente, la última vez que hicimos veintinueve kilómetros, salió el sol y nos dio sed. Vi un arroyo en la parte inferior de un campo embarrado y dije que iba a echarle un vistazo. Arnie me dijo que me olvidara del tema, que el agua no era potable porque había caballos en el campo, pero yo ya había saltado la valla e iba resbalando entre el barro y los trozos de hierba recién salida, y cuando llegué al arroyo dije que era totalmente seguro, porque el agua se movía deprisa y había berros creciendo en ella. Era un manantial. Mi padre siempre decía que, si había berros, el agua era buena, porque no crecen si el agua está sucia. Arnie no estaba muy convencido, pero me vio beber con tantas ganas que se unió, mascullando que íbamos a coger el tétanos o el tifus o algo. El agua estaba tan helada que te dormía los labios, y estaba buenísima. Ni siquiera nos dolió la tripa, pero cuando le conté la historia a mi padre años después, pensando que estaría orgulloso de mí por recordar su sabiduría popular, me miró alarmado.

      —Yo nunca dije eso de los berros —me contestó.

       PARTE II: CARGA PROGRESIVA

      Tras conseguir una buena base, los corredores de larga distancia empiezan a acumular kilómetros. Los buenos corredores hacen esto con cabeza: corren a diferentes ritmos para añadir calidad a la cantidad y hacer que cada kilómetro cuente. Los principiantes (que de hecho somos la mayoría) normalmente no tienen elección: solo tienen un ritmo, así que se limitan a añadir distancia y siguen yendo adelante poco a poco.

       «¡PUEDES CORRER LA MARATÓN DE BOSTON!»

      Después de la última tirada de veintinueve kilómetros, Arnie me dijo que la semana siguiente intentaríamos hacer los cuarenta y dos. No sé por qué decidió dar el salto a la distancia completa. Quizás porque solo quedaba un mes para Boston, o quizás porque pensaba que ya estaba lista. No me preocupaba; las decisiones eran cosa de Arnie. Pero admito que estaba emocionada. Muy, muy emocionada. Era mi gran momento, o mejor dicho, mi gran día, ya que calculamos que nos llevaría la mayor parte del día.

      Quedamos por la mañana y aparcamos el coche en la Academia de Hermanos Cristianos de la calle Randall. El plan era correr una vuelta de veintiséis kilómetros por el campo y después añadir los dieciséis de Manlius. De esta manera, estaríamos más cerca de casa y no corríamos peligro de quedarnos atrapados en algún lugar remoto. Arnie nunca mencionó el incidente en el que tuvo que parar un coche para llevarme a casa, pero no queríamos arriesgarnos a que se repitiera. Tampoco queríamos correr por las monstruosas cuestas de Pompeya; nuestro recorrido ya tenía bastantes sin necesidad de hacernos los héroes. Como siempre, buscamos un recorrido con el menor tráfico posible, que tuviera cierto interés y que no pasara nunca al lado del coche o de nuestras casas. Cuando pasas por casa, la tentación de parar es demasiado grande, y obligarte a seguir corriendo cuando estás cansada te cansa más todavía. Esa es una de las razones por las que nunca se me dio bien correr en pista: mentalmente, las vueltas me mataban.

      Los dieciséis de Manlius eran interesantes por las casas bonitas que nos encontrábamos. Yo fantaseaba con tener algún día una casa y un jardín así de bonitos; a veces, incluso me imaginaba cómo los decoraría. Además, en una de las más lujosas vivía la llama Larry. Un rico ligeramente excéntrico tenía una hermosa finca que nos pillaba de camino, con una colección de lo que yo llamaba «animalitos de granja». Uno de ellos era una llama irritable a la que Arnie llamaba Larry. Supongo que esto suena bastante soso como entretenimiento, pero créeme, cuando estás planeando un recorrido de cuarenta y dos kilómetros y ciento noventa y cinco metros, agradeces tener cualquier tipo de distracción agradable durante los últimos quince.

      Cuando llevábamos unos diez kilómetros por el campo, un chucho negro de una granja que habíamos visto antes se acercó corriendo, ladrando y gruñéndonos. Como de costumbre, le plantamos cara y corrimos de espaldas hasta que salimos de su territorio. Pero en lugar de darse la vuelta, el perro empezó a menear el rabo y a seguirnos. Después de pararnos y gritar «¡a casa!» una docena de veces, nos rendimos. Y a partir de ese momento, Blackie fue nuestro acompañante. «Craso error, Blackie», pensé. Mi padre me había contado que los humanos pueden correr durante más tiempo que la mayoría de los animales, incluyendo los ciervos, así que pensé que tras un par de kilómetros Blackie se cansaría y se iría cojeando a casa. Pero los kilómetros pasaban y Blackie seguía ahí, con la lengua fuera, tan leal como si fuera nuestro. Diez kilómetros después empezó a quedarse atrás, cojeando, y después trataba de acelerar para pillarnos. «Pobrecito, sé cómo te sientes», mascullé. Finalmente, tras trece kilómetros, Blackie se quedó tumbado al lado de la carretera mirándonos marchar. Me dio pena: ¿y si se moría o algo? Pero Arnie me convenció de que no tenía que estar triste, de que los perros siempre encuentran el camino a casa. Lassie lo había hecho un montón de veces en la tele, y además, ¿qué íbamos a hacer si no, llevarle de vuelta en brazos?

      Nunca había visto a Lassie en la tele, pero Blackie era una distracción tan buena como cualquiera: llevábamos veintiséis kilómetros, estábamos empezando los últimos dieciséis y no estábamos fatigados en absoluto. Pasábamos al lado de casas bonitas, los árboles que colgaban sobre nosotros tenían un pelín de verde, y Larry, la llama desaliñada color melocotón, se acercó al muro de piedra de la casa y nos miró con su cara de camello amargado. ¡Ja! Salvo por el hecho de tener cuatro patas, estaba exactamente igual de impávida que algunas de las personas que nos habíamos encontrado por el camino.

      Y antes de lo que esperaba, subimos la cuesta de la calle Randall y vimos el coche azul de Arnie en el parking a lo lejos. Solo quedaban ochocientos metros, la recta final de aquellos cuarenta y dos kilómetros y ciento noventa y cinco metros. Parecía que habíamos llegado rápido y que habíamos tardado todo el día a la vez. No estaba cansada en absoluto.

      —Lo vas a conseguir —dijo Arnie—. No me lo puedo creer. ¡Lo vas a conseguir!

      Me sentía extrañamente desconectada, casi desilusionada. Se suponía que era mi momento de la verdad, la victoria, la validación. Pensaba que llegar al aparcamiento aquella tarde gris sería como entrar en el estadio olímpico y en cambio me pareció tan… bueno, tan anticlimático.

      —¡Tienes buena cara, te ves fuerte! —me estaba diciendo Arnie.

      —Arnie, la verdad es que me encuentro bien. Así que igual no son cuarenta y dos kilómetros de verdad, igual son menos, ¿no?

      Arnie se puso muy inquieto, casi furioso.

      —¡Claro que son cuarenta y dos! Si acaso, son más: lo medí con el coche.

      Por supuesto, en los años siguientes todos descubrimos que medir los recorridos de las carreras con el coche es muy impreciso. Durante mucho tiempo, cientos de corredores se quedaron sin récords oficiales ni marcas precisas por culpa de recorridos mal medidos. Eso hizo que el legendario ultramaratoniano Ted Corbitt y otros amantes de la exactitud crearan métodos de medición y certificación precisos.

      —Bueno, vale, entonces ¿por qué no corremos otros ocho kilómetros, solo para asegurarnos? —dije—. Si corremos ocho kilómetros más, ¡sabré seguro que nada nos detendrá en Boston!

      —¿Puedes correr ocho kilómetros más? —preguntó Arnie asombrado.

      —¡Claro! ¡Me encuentro genial! ¿Y tú?

      —Bueno, si tú puedes, yo también —no sonaba muy convencido, pero estaba dispuesto a apuntarse a la aventura.

      Pasamos de largo el coche. Los dos nos quedamos mirándolo mucho