La maratoniana. Kathrine Switzer. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Kathrine Switzer
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788412277630
Скачать книгу
un plan de contingencia. Era tan ignorante que ni siquiera pensé en ello, así que eso significa que Arnie o bien no tenía intención de cumplir con su palabra, o era tan ingenuo como yo.

      En cualquier caso, Arnie envió todos nuestros papeles juntos y nos inscribió como Los Lebreles de Siracusa. Yo no sabía lo que era un lebrel, y Arnie tampoco debía de tener ni idea, porque ni siquiera lo pronunciaba bien. Pero éramos un equipo: la suerte estaba echada y comenzaba la cuenta atrás. Quedaban tres semanas: dos de entrenamiento, con dos tiradas semilargas, y después otra en la que prácticamente no correríamos. Me parecía increíble que tuviéramos días libres, pero Arnie dijo que necesitábamos descansar durante esa semana: «Si no estamos listos para entonces, no hay nada más que podamos hacer, así que para el caso podemos aprovechar para dormir». Esto era toda una revelación: yo pensaba que teníamos que seguir entrenando intensamente hasta el día antes, y fue una buena lección en otros sentidos, como estudiar para los exámenes. Me sentí idiota: todos los libros sobre cómo estudiar decían eso, y yo nunca me lo había creído. Empecé a esperar con ilusión esa última semana, como quien espera a las vacaciones.

      Acabamos los ocho kilómetros en el estadio. Ahora que iba llegando la primavera, estaba prácticamente vacío. Habían retirado la pista de tablones y los corredores estaban en la del estadio Archibald, al otro lado del campus. El entrenador Grieve estaba ahí con ellos, pero la tierra seguía estando demasiado blanda como para tirar objetos pesados una y otra vez, así que Tom seguía entrenando a los lanzadores en el estadio. Mientras esperaba a que Arnie se duchara, estiré y miré a Tom, que nunca dejaba de fascinarme. Ese día estaba entrenando con los lanzadores de jabalina, enseñándoles a dejar caer el brazo atrás y transmitir el impulso. Nunca se lo diría a Tom, que era lanzador de martillo, pero la jabalina era mi prueba de lanzamiento favorita: griega, olímpica, muy cercana a sus orígenes como lanza. Cada año leíamos sobre alguna pobre víctima que cruzaba un campo en alguna parte y acababa empalada, normalmente un organizador entregado a su labor que se había despistado un momento. «Para que veas lo rápido que vuelan las jabalinas», decíamos chascando la lengua.

      Arnie estaba saliendo del vestuario cuando Tom se acercó a mí.

      —Hola. ¿Nos vemos luego para una cerveza, sobre las ocho?

      —Claro —dije.

      Lo que significaba esa conversación abreviada es que los dos volveríamos a casa para comer algo, ya que no podíamos permitirnos cenar fuera. Pero a veces nos daba para una cerveza en el Orange, el bar de la universidad. Aunque era un sitio mugriento, nos valía como cita. Para Tom, era una manera de salvaguardar su orgullo herido por no poder permitirse nada mejor y una manera menos obvia de llevarme a dormir a su apartamento. Además, yo podía ponerme una falda y un suéter y sentirme femenina e incluso sexy, un gran alivio después de días y días llevando chándales unisex para entrenar y vaqueros para ir a clase.

      Más tarde, en el bar, Tom tenía uno de sus días distantes. Quizá estaba preocupado por el dinero o los estudios. Todos nos preocupábamos por eso. Pero pensé que era muy raro que dos personas que tenían tanto en común y que llevaban cuatro meses acostándose a menudo tuvieran tan poco de lo que hablar. Sus estados de ánimo siempre eran un misterio para mí. A veces pensaba que sencillamente no era muy buen conversador, pero después me arrepentía de pensarlo, ya que tenía mucho talento en otros aspectos. Quizás simplemente se aburría conmigo. Tom siempre se portaba como si fuera tan guay que me hacía sentir que yo no lo era. Lo cierto es que cuando estás sentada con alguien que se queda callado y parece que te está juzgando, te sientes como una idiota parloteando sin parar, o como si estuvieras interrogándole. Sabía que no debería sentirme incómoda con alguien con quien me acostaba, pero me quité esa idea de la cabeza.

      Finalmente, él rompió uno de los silencios.

      —Entonces, ¿cómo vas con lo de trotar?

      Ya estaba otra vez con aquel énfasis sarcástico, esta vez en la palabra «trotar», y aquella fue la gota que colmó el vaso. Por poco talento que tuviera, por lenta que fuera, yo corría, maldita sea, no trotaba.

      —Lo de correr va genial —dije, con el doble de sarcasmo que él.

      Me había visto hacer las tiradas largas los sábados y domingos. De hecho, a menudo me acercaba al coche de Arnie la mañana después de haber pasado la noche juntos. Solíamos bromear con el tema, imaginándonos el shock de Arnie si lo supiera. Tom no tenía ni idea de que nos íbamos a Boston, y yo sabía que debería decírselo, pero seguía posponiéndolo. No quería sentirme presionada por parte de nadie, pero ya solo quedaban tres semanas. Además, quería responder con una buena réplica. Le di un sorbo a mi cerveza, tratando de aparentar tranquilidad.

      —De hecho, en un par de semanas Arnie y yo nos vamos a Boston a correr la maratón —dije sin darle importancia, como si nos fuéramos de compras.

      Al principio, Tom se sorprendió. Después, se recuperó rápidamente, puso cara de condescendencia aburrida, y gimoteó:

      —La maratón son cuarenta y dos kilómetros y ciento…

      Le corté en seco.

      —Sé qué distancia es, Tom, la he corrido. Arnie y yo corrimos una maratón el sábado pasado.

      Me sentí genial. En lugar de quedarme helada de los nervios, estaba empapada en sudor. Era la primera vez que quedaba por encima de él, y él lo sabía. Se hizo un largo silencio. Sonreí.

      —Vale, pues yo también me voy a Boston —respondió al fin.

      —¿Qué quieres decir?

      —Yo también voy a correr la maratón de Boston. En serio, si una chica cualquiera puede correr cuarenta y dos kilómetros, yo también.

      Estaba más incrédula que ofendida, especialmente por las palabras «chica» y «cualquiera».

      —Tom, eres un deportista con mucho talento. Estoy segura de que puedes hacerlo. Pero incluso tú tendrías que entrenar. Y cuarenta y dos kilómetros es mucho entrenamiento.

      —Lo dicho: si una chica cualquiera puede hacerlo, yo también.

      Lo intenté de nuevo:

      —Tom, ten en cuenta la relación entre altura y peso. ¡La gente de 107 kilos no corre maratones! Es una estupidez pensarlo siquiera.

      Eso le cabreó.

      —Podría salir por esa puerta ahora mismo y correr cuarenta y dos kilómetros —dijo.

      —Solo quedan tres semanas para Boston, Tom —sonaba derrotada, y lo sabía.

      —Tiempo de sobra para prepararme —dijo, bebiéndose su cerveza de un trago.

      Fuimos a su apartamento, porque yo era demasiado cobarde para decir que me volvía a mi dormitorio, y él era demasiado cabezota para decirme que no fuera a casa con él. Así que no dijimos nada y nos fuimos a su sofá cama como siempre, pero esa vez no hicimos el amor. Resoplando, él se dio media vuelta para darme la espalda, y yo me quedé mirando al techo la mayor parte de la noche. Me molestaba no haber podido ni dormir ni estudiar, y me arrepentía de haberle dicho a Tom lo de Boston. «Ves, tenías razón, no hay que contarle tus sueños a nadie porque los estropean. Tendría que haber esperado hasta que llegáramos y llamarle o algo, pero no puedes tratar así a alguien con quien te acuestas», pensé. Le di vueltas en la cabeza hasta que llegó la hora de levantarme y arrastrarme a clase.

      Al día siguiente, Tom no estaba en el estadio cuando Arnie, John y yo salimos a correr, y seguía sin estar cuando volvimos. Cuando estaba yéndome para volver a mi dormitorio, hizo una entrada triunfal. Ya había caído la noche, y estaba colorado, sudando y con aire desafiante. Era evidente que había entrenado duro: podía oler el aire frío que le rodeaba, y es un olor que no se consigue con solo unos minutos corriendo.

      —Quince kilómetros, suficiente —dijo.

      —Guau, Tom, ¿acabas de correr quince kilómetros? —Me dejaba atónita pensar que podía salir sin más y correr esa distancia.

      —Sí, así