La maratoniana. Kathrine Switzer. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Kathrine Switzer
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788412277630
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antes de Navidad, salí de la facultad de Newhouse a las cuatro y cinco, después de mi última clase del día. Estaba tan cansada que solo quería echarme una siesta antes de cenar. Era prácticamente de noche y estaba empezando a nevar; cada vez caía con más fuerza. Y ahí estaba Arnie, con el coche aparcado enfrente del edificio, en la zona de «Prohibido aparcar y estacionar», mirando ansiosamente desde la ventanilla con la esperanza de encontrarme entre la multitud de estudiantes antes de que la policía del campus le hiciera moverse de ahí.

      Odié su insistencia. Incluso le odié a él. No habíamos quedado ese día; simplemente había aparecido, ya que sabía que era mi última clase del día y que no tenía escapatoria. Subí al coche. Yo estaba taciturna y él tan dicharachero como siempre.

      —¿Tienes tus cosas? ¿Estás lista para entrenar? —Siempre estaba ahí, como un perro con un palo. Nunca me dejaba en paz. Me avergoncé inmediatamente de haber pensado eso, pero no iba a rendirme.

      —No voy a correr hoy, estoy demasiado cansada —le respondí, cortante—. Y no tengo mis cosas, están en el dormitorio.

      Arnie empezó a conducir en dirección a Huey.

      —Joooooo —lloriqueó. ¡Como si fuera algo personal! Odiaba que Arnie lloriquease, y Arnie lloriqueaba todo el tiempo. Era él quien había decidido esperarme en el coche durante Dios sabe cuánto, no yo. —¿Qué tal diez kilómetros fáciles? Enseguida acabamos —sugirió.

      Discutí con él hasta que me di cuenta de lo infantil que estaba siendo y del tiempo que estaba desperdiciando. Ya que estaba, podía ir a correr con él. Total, ya no iba a dormirme, la gente ya estaba saliendo para el comedor. Así que cogí mis cosas y fuimos al estadio a cambiarnos. Con toda mi procrastinación y mis quejas habíamos perdido casi una hora y estaba avergonzada y enfadada conmigo misma, ya que tiempo era precisamente lo que más necesitaba y lo habíamos perdido por mi culpa. Además, teníamos que darnos prisa, o el comedor cerraría antes de que acabáramos de correr. Tal y como estaban las cosas, solo me iba a quedar la última ración del guiso misterioso del día, la que se había pegado a la cazuela. Estaba más enfadada con Arnie que nunca.

      Cuando salimos por la puerta de atrás del estadio de Manley y subimos por la calle Colvin ya había diez centímetros de nieve, e incluso con el tráfico de la hora punta, las huellas de los coches quedaban cubiertas casi al instante. Al principio avanzamos a trompicones en fila india, buscando nuestro sitio al lado de la carretera, intentando pillar ritmo entre los coches que pasaban silbando y dando luces. No podíamos ver el asfalto ni el bordillo, pero los conocíamos bien. La nieve nos venía por detrás, formando nubes, volando por encima de nuestras cabezas y cayendo ante nosotros como una vela enorme que ondulaba desde los postes de las farolas. Los coches avanzaban en medio de la tormenta y yo sabía que los conductores apenas podían ver a dónde iban, mucho menos vernos a nosotros. «Es una noche absurda para correr en cualquier caso, nos vamos a matar, ¡y no me importa!», recuerdo que pensé.

      Una vez que pasamos el campo de golf, la carretera se convirtió en un camino rural. Como había poco tráfico, cambiamos a nuestro modo habitual de correr, uno al lado del otro, prácticamente al unísono. Podíamos ver a bastante distancia, así que teníamos tiempo de sobra para apartarnos de la carretera si se acercaba un coche. Me sentía más segura, pero todavía estaba muy irritable y tensa. La mejor parte de correr es cuando el enfado desaparece de repente, cuando se aleja discretamente por la corriente de recuerdos y ansiedades inconexos y empiezas a correr libre y relajada. Siempre pasa si dejas que ocurra, o si simplemente corres lo suficiente. Pero esa noche estaba de mal humor, y por alguna razón vengativa y autodestructiva, quería seguir de mal humor, así que iba corriendo y dando puñetazos al aire como un boxeador. Arnie se dio cuenta e intentó charlar conmigo, pero todo lo que conseguía sacarme eran monosílabos o gruñidos. En todo ese espacio blanco, amplio y abierto, yo me sentía como si me hubieran encerrado en la cárcel con este compañero de celda durante más tiempo del que podía soportar. Pero en vez de callarse y correr en silencio, Arnie hizo la cosa que más podía sacarme de quicio: empezar a contar otra historia más sobre uno de sus quince maratones de Boston. Era su manera de decir que era un asco de noche y que sabía que yo estaba cansada, pero mira, aquí estamos, vamos a intentar aprovechar.

      Giramos la esquina de la parte más alta de la calle Peck Hill, justo después de la mitad del recorrido, y nos metimos en el corazón de la tormenta. La capa de nieve era profunda: ya se habían acumulado más de quince centímetros, y era resbaladiza. No tenía agarre, como pasa a veces con la nieve buena para correr. Y lo que era peor, la carretera había vuelto a estrecharse. No había un arcén propiamente dicho, y cuando venían coches teníamos que saltar a un lado, normalmente a una zanja. Los copos de nieve eran tan espesos y tan pesados que nos subían por la nariz y se nos quedaban atrapados en las pestañas. Toda la oscuridad parecía una pelusa de gasa, y las luces de los coches que nos venían de frente eran como manchas desdibujadas. Volvíamos a correr en fila india. Nos caíamos uno encima del otro al ir cuesta abajo y nos tropezábamos cuesta arriba. Se acercaron unos coches, pero Arnie estaba tan enfrascado en su historia de Boston que no se apartó. Yo sí. Era como si me hubiera despertado y no quisiera morir después de todo. Después tuve que derrapar para alcanzarle. Las deportivas nuevas aún no habían llegado y mis zapatillas de tenis de lona negra eran como hidroaviones. Los conductores que se encontraban con nosotros estaban desesperados. Bueno, no os culpo, pobrecillos, pensé. Cualquiera que haya salido hoy por la razón que sea es idiota, pero correr con este tiempo es demasiado idiota para ser verdad. Y ahí seguía Arnie, vociferando despreocupadamente, como si no estuviéramos en crisis.

      —Oh, Arnie, ¡dejemos de hablar de la maratón de Boston y corrámosla de una vez! —grité por fin.

      Arnie se sorprendió mucho. Se dio la vuelta y dijo con toda sinceridad:

      —Oh, ¡las mujeres no pueden correr la maratón de Boston!

      —¿Y por qué no? —pregunté.

      —La maratón tiene cuarenta y dos kilómetros y ciento noventa y cinco…

      —Sé de sobra cuánto mide una maratón, Arnie. Así que, ¿por qué las mujeres no pueden correrla?

      —Con las mujeres, se aplica la ley de los rendimientos decrecientes.

      —¿Y eso qué porras significa? —En serio, Arnie era desesperante. A menudo usaba la teoría de la ósmosis o la ley de la termodinámica o cualquier otra «sagrada escritura» que se le ocurriera para explicar las cosas. Normalmente era bastante gracioso, ya que una cosa no tenía nada que ver con la otra, pero como decía, esa noche estaba de mal humor.

      —Porque con la maratón, cuánto más corres, más difícil es —me estaba tratando como si fuera tonta.

      —¿Y qué?

      —Las mujeres no pueden hacer esas distancias. No pueden correr tanto —dijo. No lo dijo en plan apenado, condescendiente ni bravucón. Simplemente, era un hecho.

      —¡Pero yo corro diez kilómetros contigo, o incluso dieciséis, todas las tardes! Todo este tiempo me has estado diciendo lo buena que soy, la capacidad que tengo. ¡¿Me estás diciendo que soy físicamente incapaz de correr una maratón?!

      —Sí, eso es, porque de dieciséis kilómetros a cuarenta y dos hay mucho.

      —Bueno, Arnie, pues te equivocas. Una mujer corrió la maratón de Boston en abril. Se llama Roberta Bingay, y es bastante buena, además. Hizo algo así como tres horas y veinte minutos.

      Había llegado a la cima de la mala leche. Tenía la carta ganadora, pero no estaba preparada para la reacción. Arnie explotó. Me asusté un poco, porque nunca lo había visto enfadarse. Dejó de correr (algo que no hacía nunca) y gritó:

      —¡Ninguna dama ha corrido jamás la maratón de Boston! ¡Esa chica se metió en el recorrido a la altura de Wellesley!

      —La corrió, y lo sé porque lo vi en Sports Illustrated. —Puse énfasis en lo de Sports Illustrated. Si algo salía en esa revista, para mí era igual de cierto que si salía en la Enciclopedia Británica.

      —Lo