La maratoniana. Kathrine Switzer. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Kathrine Switzer
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788412277630
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del atletismo femenino». Y mira, la tercera sección se titula simplemente «La maratón». ¡No pone nada del sexo en ninguna parte! Y mira el formulario de inscripción: no pone nada de que tengas que ser hombre para correr.

      Ojeé el libro, deteniéndome en las pruebas para mujeres, que ya conocía muy bien. La prueba de pista más larga eran 880 yardas (poco más de 800 metros), y el recorrido de la carrera de cross eran 2,4 kilómetros. En cambio, los hombres también tenían la milla (1609 metros), los 3000 metros con obstáculos, las tres millas (cerca de cinco kilómetros) y las seis millas (casi diez). Su carrera de cross eran 12 kilómetros. Por supuesto, la AAU nunca animaría a las mujeres a correr distancias más largas incluyéndolas en sus pruebas; además, se te podía caer el útero si lo hacías.

      Pero técnicamente, Arnie estaba en lo cierto. En la sección independiente de la maratón, no ponía nada sobre género. Revisé el formulario de inscripción: también era neutro. Pero yo sabía que eso era porque nadie podía concebir que una chica quisiera correr la maratón. A las mujeres no les interesaba correr. Tenían miedo porque se creían los mitos que decían que correr distancias largas las convertiría en marimachos. De hecho, la única gente que corría maratones eran tíos bastante chiflados, como Arnie. Mi experiencia con los corredores era que cuanto más larga era la distancia en la que se especializaban, más raros eran. Y no solo raros, sino también más interesantes, extravagantes pero no creídos. Ninguna chica en su sano juicio se plantearía siquiera correr una maratón. Y junto con todos los viejos mitos, eso significaba que a los autores del reglamento y el formulario de inscripción no se les había ocurrido que una mujer quisiera participar. Ni en un millón de años.

      —Voy a llamar la atención —suspiré, pensando en todo el alboroto que se había montado en Lynchburg cuando participé en la milla masculina llevando dorsal. La reacción del público me había sorprendido, pero se les había pasado enseguida. Y además, ¡no tenía ninguna duda de que podía correr una milla! Esto era una maratón. Cualquier cosa podía pasar en cuarenta y dos kilómetros. Todo lo que quería era correr y pasar desapercibida.

      —Sí, vas a llamar la atención. Pero estás acostumbrada. Siempre eres la única chica, estemos donde estemos. —Arnie parecía orgulloso al decirlo.

      Subí las escaleras, miré mi número de la AAU, cojeé de vuelta y rellené el formulario. En el apartado del nombre, escribí «K. V. Switzer» y firmé la exención de responsabilidad de la parte inferior del formulario de la misma manera. Siempre me sentía bien cuando firmaba como K. V. Switzer; me parecía fuerte y rápido.

      —Tres dólares, por favor. —Le pasé los tres pavos—. Vale, ahora vete a la enfermería y que te hagan un certificado diciendo que eres apta para correr una maratón. No queremos perder el tiempo en la cola del médico del instituto de Hopkinton para que te ausculten. Además, habrá chicos desnudos correteando por todo el gimnasio y te daría vergüenza.

      Así que Arnie volvió a la oficina de correos y yo me fui a la enfermería de la universidad. Me sentía lo bastante atrevida como para decir la verdad: que pensaba correr una carrera de cuarenta y dos kilómetros y que había hecho cincuenta entrenando, así que estaba segura de que estaba muy en forma y era capaz. El médico, un señor corpulento de unos sesenta años, se limitó a sonreír. Me dijo que recordaba la época de Clarence DeMar:

      —Caramba, ¡me parece genial!

      Me examinó el corazón y la presión sanguínea y luego me pidió que subiera y bajara las escaleras corriendo para auscultarme de nuevo.

      —¡Estás como una rosa! —proclamó.

      Me escribió un certificado con la información exacta que yo quería y usó mi nombre de paciente, Kathy Switzer.

      —¡Buena suerte! —me gritó de la que me iba.

      No te imaginas lo animada que me dejó esta experiencia. Quizás él también se alegró. Probablemente era la primera estudiante en semanas que no iba a su consulta llorando por una crisis nerviosa, un embarazo sorpresa o un misterioso caso de gonorrea. ¡Boston! ¡Me iba a Boston!

      Le di el certificado a Arnie en el entreno del día siguiente. Íbamos a trotar ocho kilómetros a ritmo tranquilo. Normalmente esto era casi como un día de descanso, pero hoy íbamos a sufrir. Parecía que me habían pasado los cuádriceps por una picadora de carne. Tenía un dolor muy profundo en las caderas, justo donde la parte de arriba del fémur conecta con la fosa de la cadera. No me había hecho daño de verdad, pero estaba machacada. Pero lo peor, incluso peor que las ampollas espectaculares, eran mis uñas, que estaban tan hinchadas de sangre que no podía ponerme las deportivas. Tuve que recortar un triángulo de la parte delantera de mis preciosas zapatillas Adidas, que finalmente habían llegado desde Alemania. Me rompió el corazón. Era el calzado más caro que había tenido nunca, y el primero que había esperado con ansias. Y ahora tenía que mutilarlas para poder ponérmelas.

      Cada vez estaba más convencida de que tenía que priorizar la funcionalidad, como si me fuera a la guerra o algo así. Estaba recortando y centrándome, quitando todo de mi vida salvo las necesidades más básicas, prescindiendo de la apariencia a cambio de la utilidad. Bueno, salvo en mi modelito para la carrera. No era una tarea fácil, porque la moda no se tenía en cuenta en el mundo del deporte, y si vas a correr una maratón, no solo quieres que tu ropa tenga buen aspecto, sino que funcione bien. Un trocito de encaje rasposo puede acabar contigo.

      En los días más cálidos, probé muchos tipos diferentes de pantalones cortos en los entrenamientos. La mayoría de ellos me rozaban sin remedio, por una razón muy sencilla: estaban hechos para el cuerpo de un hombre. Las mujeres no corrían, así que los pantalones cortos no tenían en cuenta nuestras caderas redondeadas y muslos más carnosos. Por ejemplo, ese poquito de grasa dentro del muslo, en la parte de arriba, era especialmente vulnerable a las rozaduras. Si añadías el sudor salado a la piel rozada, era todo un desastre. Arnie tenía un botín de ropa deportiva en el maletero del coche, que había ido afanando a lo largo de los años de diferentes vestuarios. Y para mi sorpresa, ahí encontré unos pantalones cortos grises con las perneras un poco acampanadas que me iban bien. Ese año estaba de moda el bermellón. Tenía un top de punto bermellón que había usado para correr y que quedaba estupendo, así que teñí los pantalones para que fueran a juego. Me cargué el lavabo antiguo de porcelana de Huey y la gobernanta puso el grito en el cielo, pero nadie se chivó y aquel lavabo siguió siendo rosa hasta que tiraron Huey abajo, unos quince años después.

      Iba a estar fabulosa (salvo por los agujeros en las zapatillas) y eso era importante para mí. Después de verme, nadie iba a decir que las deportistas parecían pordioseras. Estaba harta de ese estereotipo y sabía que, al mismo tiempo que corría la carrera, al menos podía poner de mi parte para derribar aquel mito. Arnie dijo que teníamos que llevarnos los chándales más viejos y hechos polvo a Boston. Los usaríamos para calentar y al principio de la carrera, y después los tiraríamos por el camino. «La gente de Boston nunca consigue devolverte el chándal en la línea de meta, así que es mejor llevarte algo que vayas a tirar de todas maneras», me dijo. Bien, pensé, aprovecharé para librarme de este trapo viejo, y cuando me lo quite, ¡voilà!: seré un espectáculo de color bermellón.

      Nos encontramos con John Leonard en el entrenamiento. Hacía bastante poco que había decidido venirse a Boston con nosotros y correr la maratón. Me parecía una decisión alarmante, ya que había venido muchas veces a entrenar con nosotros entre semana pero no había hecho casi ninguna tirada larga. No podía imaginarme corriendo cuarenta y dos kilómetros «en público» sin haber hecho esa distancia antes, pero Arnie me aseguró (resoplando un poco) que la mayoría de la gente lo hacía así, y añadió a John al permiso de viaje.

      Más tarde, cuando nos quedamos solos, le dije a Arnie que John me caía bien pero que no éramos los tres mosqueteros; si empezaba a venirse abajo y nos retrasaba, tendríamos que seguir sin él. Cada vez me sentía más como un soldado en el desembarco de Normandía: éramos compañeros, pero teníamos que tomar esa playa a toda costa.

      —Si alguno de nosotros no puede acabar la carrera, Arnie, el otro tiene que seguir adelante.

      Arnie dijo