La maratoniana. Kathrine Switzer. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Kathrine Switzer
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788412277630
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fijamente y siguieron fumando. Finalmente, una echó el humo y dijo:

      —Por el amor de Dios.

      Me di cuenta al instante de que les parecía una pringada total. Yo pensaba que iba a la última moda con mi vestido de cuello redondo y estampado de flores de Villager, con zapatos y bolso a juego. Y ellas iban todas con vaqueros, jerséis negros de cuello alto y pendientes de aro. Aquí había que ser «guay», así que me fui corriendo a la calle Marshall y me compré unos vaqueros y un jersey de cuello alto. No es que sirviera de mucho; yo era la tercera en discordia y no había nada que hacer. Por supuesto, no ayudó que una de las primeras cosas que les pregunté fue si sabían dónde estaba la oficina local de la AAU.

      En cuanto el curso empezó oficialmente, me dejé caer por la oficina del departamento de atletismo, en el estadio de Manley. El departamento de atletismo masculino, para ser exactos. Había un departamento de atletismo femenino, pero solo competían a nivel interno. Eso quería decir que en las grandes universidades, los deportes incluían equipos potentes y con becas de fútbol, baloncesto y lacrosse, e incluso de atletismo, natación y gimnasia… para hombres. Pero las becas para mujeres ni siquiera se tenían en cuenta. Las mujeres tenían «días de juego». Ya lo sabía antes de ir a Siracusa y, francamente, no me importaba. Asumí que las mujeres de Siracusa y el resto de universidades no querían campeonatos deportivos interuniversitarios, o los habrían organizado de alguna manera. Yo había decidido que quería correr, y de todas maneras nunca había oído hablar de un equipo de atletismo femenino a nivel universitario. Así que correría con un equipo si era posible, o sola si no. No tenía nada que perder, así que cuando entré en la oficina del entrenador Bob Grieve para preguntar si podía correr en el equipo de cross masculino, me sentía segura de mí misma.

      —Sabes, he leído algo sobre ti. Sí, fue en la sección Faces in the Crowd de la Sports Illustrated —dijo cuando le conté que había corrido con el equipo masculino en Lynchburg.

      Parecía bastante agradable. Había otros dos tipos en la oficina, haciendo como que no estaban escuchando. Uno tenía unos cincuenta años, era flacucho y totalmente inofensivo. El otro tenía unos veinticinco y era muy grande y atractivo. Cada vez que miraba en mi dirección yo le fulminaba con mi mejor mirada de «no te metas conmigo, listillo», hasta que pilló el mensaje y se fue de la oficina. Entonces el entrenador Grieve me dijo, muy amable:

      —Mira, Siracusa está en la liga de la NCAA, que solo admite hombres, así que las mujeres no pueden competir en equipos masculinos. Pero si quieres venir y entrenar con el equipo, no tengo ningún problema.

      Eso era suficiente para mí. Incluso mejor, ya que estaba segura de que si no podía ganar a nadie en Lynchburg, segurísimo que no iba a poder ganar a nadie en una universidad de las grandes.

      Me explicó que el equipo entrenaba en el campo de golf de Drumlins, como a kilómetro y medio del estadio.

      —¿Y cómo llegan hasta ahí? —pregunté.

      Él titubeó por un segundo; me di cuenta de que dudaba.

      —Van corriendo —respondió.

      Caminé el kilómetro y medio de vuelta hasta Huey, calculando que serían tres kilómetros corriendo hasta Drumlins y otros tres para volver, y eso ya era más de lo que corría al día. Y solo Dios sabía cuánto tendría que correr durante el entrenamiento. Me sentí idiota por haber pensado que era lo más por correr cinco kilómetros al día, pero había dicho que iría y pensaba hacerlo. En la oficina, cuando yo ya me había ido, el entrenador Grieve se dirigió al otro tipo y le dijo: «Creo que me he librado de ella».

      Al día siguiente cogí un taxi para ir al campo de golf. «Bueno, parece que este deporte no era tan barato después de todo», me dije tras pagar al conductor. «Será mejor que mejore rápido o me voy a arruinar». Necesitaba un bolsillo para el dinero, así que me puse unos pantalones de vestir y una blusa de manga larga. De todas maneras, nunca había estado en un entrenamiento de cross antes, así que no tenía ni idea de qué ponerme. Estaba nerviosa porque tenía que pasar por medio de la calle del campo de golf, con todos esos chicos flacos en pantalones cortos naranjas y blancos corriendo por ahí. Seguro que me iban a odiar. En Siracusa, las chicas guais se apuntaban a hermandades y tenían una pinta fantástica todo el tiempo, no se dedicaban a correr.

      Cuando me dirigía hacia ellos, el tipo mayor inofensivo que estaba en la oficina del entrenador Grieve vino corriendo a recibirme, dando saltitos como una liebre.

      —¡Hola! ¡Nunca habíamos tenido una chica! ¡Soy Arnie y llevo aquí veinte años y nunca habíamos tenido una chica! Eres Kathy, ¿verdad? ¡Eh, chicos, esta es Kathy y va a correr con nosotros!

      Los chicos me saludaron y me dieron la bienvenida. «Cielos», pensé. Hasta aquí, todo bien. De repente los corredores se agruparon y se quedaron quietos, y el entrenador Grieve hizo sonar el silbato. Todos echaron a correr por los prados ondulantes como una manada de galgos. La rapidez y la belleza de sus movimientos me dejaron sin aliento. Sus siluetas resplandecían sobre la amplitud verde. Subieron una larga cuesta como flotando antes de desaparecer entre los árboles. El asistente atractivo pulsó el cronómetro y escribió algo en una tablilla. Se llamaba Tom y, con ese tamaño, seguro que no era corredor. Era a él a quien había mirado mal en la oficina del entrenador, y esta vez no se dignó a dirigirme la mirada.

      El entrenador estaba en un carrito de golf motorizado y Arnie se subió con él.

      —Vale, vamos a ver qué puedes hacer —me dijo Grieve.

      Señaló al perímetro visible del campo de golf y me preguntó si podía correr esa distancia.

      —Claro —dije, calculando que serían poco más de tres kilómetros a lo sumo, y después me reí—: ¡Solo que no muy rápido!

      Y para allá que me fui, tratando de tomármelo con calma porque no sabía qué más iba a mandarme. Cuando volví, algunos de los corredores de primer año habían terminado, así que el entrenador le pidió a uno de ellos que me llevara trotando al campo donde entrenaban. Me disculpé por lo despacio que iba, pero el chico me dijo que no le importaba, que de todas maneras estaba enfriando (fuera lo que fuera eso). Y así terminó mi primer día. Había corrido más de ocho kilómetros en pantalones de vestir y blusa. Me encontraba perfectamente y estaba contenta de no haber quedado del todo mal.

      Arnie se ofreció a llevarme a casa en coche, sin tener ni idea de lo agradecida que estaba por la oferta. Fue hablando todo el camino, sin filtro, contándome que había sido un buen corredor en sus tiempos e incluso quedó décimo en la maratón de Boston y después de todos esos años todavía tenía el récord de maratón del norte de Nueva York, ¿te imaginas?, pero ahora estaba lesionado, la rodilla, el Aquiles, bueno, son cosas que pasan, de todas maneras estaba demasiado mayor para seguir corriendo, ya era bastante duro hacer su ruta de reparto, en realidad era el cartero de la avenida Comstock y por eso iba en coche al campo de golf en vez de ir corriendo, y llevaba veinticinco años casado y su mujer odiaba correr desde el mismo día de su boda, no entendía por qué a él le gustaba tanto, bueno, nosotros tampoco lo entendemos, ¿verdad? En todo caso, llevaba entrenando y ayudando a los chicos desde el año en que volvió de la II Guerra Mundial, se había roto la espalda saltando en paracaídas en Francia y el médico le había dicho que corriera para prevenir la artritis así que ya que estaba seguía ayudando con el equipo, el entrenador Grieve le necesitaba porque tampoco era precisamente un chaval, así que ese soy yo, soy como el encargado no oficial del equipo. Sonrió de oreja a oreja. Nos dimos la mano y le di las gracias.

      —¡Nos vemos mañana! —me gritó cuando bajé del coche.

      Iba a entrenar todos los días. A veces corría hasta el campo de golf, pero la mayoría de las veces Arnie me recogía en Huey Cottage cuando acababa su ruta de reparto de correo, íbamos a cambiarnos al estadio y de ahí al club de campo. Decidí intentar correr durante todo el tiempo que estuviera en el campo, pero era tan lenta que no es que no pudiera seguir el ritmo del chico más lento, es que lo perdía de vista y nunca sabía por dónde iba el recorrido. Pronto Arnie empezó a trotar un poco conmigo. Probablemente le daba pena, pero también pensaba que, incluso