Me asusté cuando Arnie empezó a vagar sin rumbo y acabó en medio de la carretera. Le arrastré de vuelta al arcén.
—Eh, ¿estás bien? —le pregunté. Parecía sorprendido, como si le hubiera despertado o algo.
Un coche pasó a nuestro lado, dejándonos un montón de sitio. Arnie se enrabietó, cogió una piedra enorme del arcén y se la tiró al coche.
—¡Maldito bastardo! —gritó. —¡Valiente hijo de puta! ¡Mira que intentar echarme de la carretera! ¡Maldito bastardo, te voy a matar! —Estaba ahí plantado como un espantapájaros, con los pelos ralos y grises de punta y los ojos desencajados.
—¡Mierda! Arnie, vamos, no pasa nada. —Intenté sacarle de la carretera y se resistió. Tenía la mirada aterrorizada.
—Están. Intentando. Matarnos —susurró, como si no entendiera cómo podía ser tan estúpida como para no ver que mi vida corría peligro.
—Vamos, Arnie, un kilómetro más, uno más y ya llegamos.
Le tomé del brazo para guiarle. Estaba tan gris como su sudadera y tenía la mirada perdida. Aun así, corrió conmigo, cojeando, con las piernas de goma, los dos cogidos del brazo. Y ahí estaba el coche, a una manzana de distancia. Os juro que podía oír los vítores distantes de la multitud en el estadio olímpico.
—¡Vamos a conseguirlo de verdad, Arnie! —seguí murmurando, con el corazón saliéndoseme del pecho.
Y ahí estábamos, en su cacharro salpicado de barro con un Jesús de plástico en el salpicadero. Me tiré a abrazarle y darle palmaditas en la espalda.
—¡Lo hemos conseguido, lo hemos conseguido, nos vamos a Boston!
Arnie se desmayó en mis brazos.
Me tambaleé un poco bajo el peso muerto repentino, lo agarré con fuerza por los sobacos y lo bajé hasta dejarlo sentado en el arcén con la cabeza entre las rodillas. Traté de hacer un bailecito de celebración mientras cantaba «lo hemos conseguido, lo hemos conseguido», pero no podía levantar los pies. Estaba como borracha: no podía ni moverme ni dejar de sonreír. Nunca había sido tan feliz. Apoyarme en el guardabarros de aquel coche viejo era mi medalla de oro. Arnie levantó la cabeza, volvió a cerrar los ojos y dijo:
—Puedes correr la maratón de Boston.
Prácticamente todos los estudiantes que vivían en la avenida Comstock conocían a Arnie, porque era nuestro cartero. Y en un momento u otro, casi todo el mundo había recogido el correo para sus compañeros de dormitorio y charlado un rato con él. Le encantaba su trabajo, porque la gente se alegraba de verle. En ese sentido, la universidad se parecía mucho al ejército: todo el mundo estaba como loco por recibir cartas de sus seres queridos. Le saludaban con un «eh, Arnie, ¿qué tal?» y él les pasaba el correo por la puerta y les daba una respuesta graciosa, o les contaba qué tal estaba el tiempo.
El lunes, después de nuestra carrera (unos cincuenta kilómetros según mis cálculos), un par de chicos de mi clase de inglés me preguntaron qué pasaba con Arnie.
—Ni idea, ¿a qué os referís? —respondí.
—Bueno, hoy nos ha dejado el correo diciendo «las mujeres tienen un potencial oculto en resistencia y fortaleza», así sin venir a cuento.
Me limité a reírme como respuesta. Después, cuando pasé por mi dormitorio entre clases, escuché a un par de mis compañeras comentando que les había pasado lo mismo. Una de ellas dijo: «Me dijo: “Me ha llevado a la ruina corriendo”. ¿Qué significa eso?».
Me imaginé a Arnie haciendo como Arquímedes, saliendo de la bañera de un salto, abriendo las puertas de todas las casas de Comstock y gritando: «¡Eureka! ¡Las mujeres tienen un potencial oculto en resistencia y fortaleza!». Solo que no me parecía tan gracioso porque, ahora más que nunca, teníamos que mantener esto en secreto. Estaba convencida de que la manera más segura de fracasar era contarle a todo el mundo que iba a intentar correr la maratón de Boston. Si lo contaba, la gente se haría expectativas, e hiciera lo que hiciera, no sería suficiente. No quería tener esa presión, y Arnie lo sabía, pero no podía contenerse.
—Es que estoy tan orgulloso de ti que tengo que decirle a la gente lo buena que eres —dijo.
—Vale, pero se acabó. No se lo digas a nadie más, y no digas nada de lo de Boston.
Arnie aceptó.
Después de aquello, seguimos con el plan. El martes, en lugar de recogerme delante de Huey Cottage como de costumbre, Arnie vino y me sentó en un escritorio en el recibidor. De todas maneras no podíamos correr, porque todavía nos dolía todo. Apenas podía bajar las escaleras y tenía unas ampollas de sangre terribles debajo de cuatro uñas. Estaban hinchadas, moradas y negras, levantando las uñas, y me dolían un montón.
—Aquí tienes. Tienes que rellenar el formulario de inscripción para Boston —me dijo, poniéndome en la cara un papel que decía «Maratón Americana bajo el patrocinio de la Asociación Atlética de Boston».
Arnie tenía cerca de una docena de formularios, ya que, como era el presidente desde hacía años de Los Lebreles de Siracusa (mayormente extintos), estaba en la lista de correo de la maratón de Boston y todos los años recibía unos cuantos formularios para los miembros del club.
—Yo me ocupo del permiso de viaje, pero tienes que rellenar esto y pasarte por la enfermería de la universidad para que te hagan un certificado médico de que puedes correr. Y tienes que mandar tres dólares. En efectivo, ¿eh? No valen cheques.
—Vaya, Arnie, no sé. ¿Por qué tenemos que registrarnos? ¿No podemos ir y correr sin más?
—¡No puedes hacer eso! Esto es una carrera seria. No puedes ir y correr sin dorsal. Estás registrada en la AAU, tienes que seguir todas las reglas.
—Bueno, a eso me refiero. ¿Y si no soy bienvenida en Boston?
—¡Por supuesto que serás bienvenida! Has hecho la distancia entrenando, y eso es mucho más que la mayoría de esos zoquetes. Algunos de estos niños ricos de Harvard piensan que pueden ir y correr cuarenta y dos kilómetros, como si fuera una novatada. Se meten sin dorsal y tratan de seguir a los líderes de la carrera. ¡Idiotas! Esta es la carrera más importante del mundo después de los Juegos Olímpicos y te has entrenado para ella, así que tienes que hacerlo bien.
—Esa chica del año pasado, Roberta, no llevaba dorsal.
Arnie se puso muy serio.
—No tendría que haber hecho eso. Esto es una carrera seria. Tienes que registrarte y seguir las reglas. ¡No hay que molestar a la gente de Boston! La Asociación Atlética de Boston es estricta, y muy estirada también. ¡Y ya conoces a la AAU!
Solo con mencionar a la AAU me dio un escalofrío. Nunca sabías quién era el Joe McCarthy que iba a ponerte en la lista negra por algún insulto o alguna infracción de la que ni siquiera eras consciente. Arnie y Tom me habían hablado de grandes deportistas que se metieron en problemas, como el corredor de millas Wes Santee, al que habían engañado para que aceptara un premio que tenía un valor superior a los límites de la AAU y le habían expulsado. ¡Y eso que era un héroe americano! Así que tenías que hacer las cosas bien.
—Vale pero ¿y qué pasa si va en contra de las reglas que una mujer corra, o algo así? No quiero meter la pata; prefiero ir a Boston sin registrarme y pasar desapercibida.
—¡Ja! Sabía que me ibas