Adoptando la noción de estilo propuesta por Merleau-Ponty, tendremos:
II
De las valencias tensivas a los valores semióticos
La particularidad del punto de vista tensivo no consiste en “afectivizar” (Bally) o en “reafectivizar” el sentido, sino en descubrir las condiciones de una reciprocidad ininterrumpida del afecto y de la forma, en superar el tenaz prejuicio según el cual el afecto “dionisíaco” solo vendría a turbar, a descomponer la forma “apolínea”, que, por sí misma, tendería hacia el “álgebra” según Saussure, hacia el “esquema” según Hjelmslev, planteado como “forma pura, definida independientemente de su realización social y de su manifestación material”.1 Ya lo hemos mencionado en el primer capítulo: la tutela que ejerce lo sensible sobre lo inteligible no es discutida por nadie; el punto que plantea problemas es el de saber dónde conviene ubicarla exactamente. Hjelmslev la inscribe en la sustancia del contenido, Greimas la confía a la sintaxis modal. Ese anclaje insuperable del sentido en la afectividad, que la semiótica se ha decidido a asumir en voz alta, estaba latente en lo que se ha llamado el “giro modal”, pero se ha tenido que esperar la Semiótica de las pasiones para calibrar su importancia.
Sin desconocer los límites rápidamente alcanzados por dicha investigación, si uno se pregunta por la línea seguida actualmente por la semiótica, podríamos decir que al lado de una semiótica fascinada, si no alienada por la producción, la apropiación y la circulación de los objetos de valor, va adquiriendo cuerpo una semiótica del evento no menos consistente.2 Si se concibe la semiótica como una disciplina insular, orgullosa, replegada sobre sí misma, que genera por análisis y catálisis sus categorías, sin deber nada a nadie, entonces se podría decir que la semiótica se desarrolla en virtud de las carencias que descubre o que inventa. Pero si, al contrario, se concibe la semiótica como una disciplina abierta, acogedora, como dirección de pensamiento entre otras no menos estimables, entonces podemos reconocer convergencias con las contribuciones de aquellos a los que R. Char llama los “grandes precursores”, aunque no usen la jerga semiótica. Entre estos últimos, la obra de Cassirer —profundamente humanista y escandalosamente ignorada— debería ocupar, en nuestra opinión, un lugar de preferencia.
II.1 CASSIRER Y EL “FENÓMENO DE EXPRESIÓN”
En el tomo tercero de Filosofía de las formas simbólicas, Cassirer analiza lo que él denomina el “fenómeno de expresión” en cuanto “fenómeno fundamental de la conciencia perceptiva”; al hacerlo, le asigna un lugar eminente con el fin de darle al tomo segundo, consagrado al “pensamiento mítico”, una base digna de su consistencia y de su resonancia.
La definición del “fenómeno de expresión” es el resultado de una operación de selección que pone de relieve los límites del giro fenomenológico, a veces recomendado:
[La percepción concreta] no se resuelve jamás en un simple complejo de cualidades sensibles —como claro u oscuro, frío o caliente— sino que, cada vez, se adhiere a una tonalidad de expresión determinada y específica; nunca está exclusivamente regulada por el “qué” del objeto, sino que capta el modo de su aparición global, el carácter seductor o amenazador, familiar o inquietante, tranquilizador o angustioso que reside en ese fenómeno tomado como tal, independientemente de su interpretación objetiva.3
Esa distribución entre “cualidades sensibles y caracteres expresivos”4 no constituye por sí sola una estructura, pues toda estructura implica, de un lado, una “función semiótica” que distinga y asocie un plano de la expresión y un plano del contenido, y de otro, dos pares al menos de magnitudes capaces no solo de variar por sí mismas —lo que no es gran cosa— sino de variar ya en razón directa ya en razón inversa unas de otras. La hipótesis de Cassirer, en el magistral capítulo segundo de la primera parte del tomo tercero, plantea que los devenires respectivos de la esfera del conocimiento teórico y de la esfera de lo vivido varían en razón inversa unos de otros; ese reparto, el mismo que Hjelmslev propuso para la sustancia del contenido, y sus desarrollos resultan, según creemos, conformes en todos sus puntos con los devenires inmanentes de las categorías tensivas. Lo cual significa, para cada una de las dos dimensiones, que: (i) la esfera de los “fenómenos de expresión” es literalmente acentual, puesto que se encuentra bajo el signo de la tonicidad intensiva y de la concentración extensiva;5 (ii) la esfera de las percepciones es, según Cassirer, la esfera de la “indiferencia” y de la dispersión, magnitudes que nosotros aceptamos como las derivadas canónicas de la desacentuación intensiva y de la dispersión extensiva: “El rasgo que mejor distingue ese mundo [de la expresión] del mundo de la conciencia teórica, es la indiferencia que opone a las diferencias de significación y de valor más importantes del mundo de la conciencia teórica”.6
Aproximadamente, dicha correlación se presentaría así:
Según Cassirer, y dada la amplitud de su perspectiva, el “fenómeno de expresión” atañe al contenido del mito,7 pero esa dehiscencia, decisiva a nuestro parecer, perdura, sobre todo en Merleau-Ponty, cuando, por ejemplo, en El ojo y el espíritu invoca, evoca esa “capa de sentido bruto del que el activismo no quiere saber nada”.8 Entre el pensamiento mítico y la fenomenología contemporánea, lo único que difiere es el revestimiento discursivo: mientras que el mundo mítico es, según Cassirer, un mundo encantado o demoníaco,9 es decir, provisto de una actorialidad exuberante, el mundo que la fenomenología proyecta solo conserva, en relación con el del mito, “la certeza de una eficacia viviente, experimentada por nosotros” [Cassirer], por lo que se refiere al sujeto, y “la irradiación” por lo que se refiere al objeto.10 La temática de la irradiación en El ojo y el espíritu se conjuga con la de la “metamorfosis”, desarrollada por Cassirer: en virtud de su “fluidez”, no existen magnitudes que no puedan evadirse de las clausuras establecidas, así como, según Merleau-Ponty, el agua de la piscina está —“concesivamente”— en la piscina y fuera de la piscina al mismo tiempo:
[El agua de la piscina] la habita y se materializa en ella, no está contenida en ella, y si levanto los ojos a la pantalla que forman los cipreses en la que juega la red de los reflejos, no puedo negar que el agua también la visita, o al menos envía hacia allí su esencia activa y viviente. Esa animación interna y viviente, esa irradiación de lo visible es lo que el pintor trata de captar bajo los nombres de profundidad, de espacio, de color.11
Todo ocurre como si, colocada ante el hecho consumado de la virtualización del pensamiento mítico en nuestro universo de discurso, la fenomenología se empeñara en actualizar, en reavivar en su propio discurso las categorías directrices de esos universos “característicos” en el momento mismo en que se disuelven, soportando frontalmente, sin poderla controlar en ese instante, la potencia del conocimiento teórico. En su honor y aparentemente a su pesar, la fenomenología —especialmente en las obras de Merleau-Ponty y de Bachelard—12 se presenta en muchos aspectos como