En ese marco, conviene destacar la importancia de un estudio que sistematice y profundice en los mecanismos de negociación previa a los debates, con el fin de trascender lo anecdótico y relevar las consecuencias políticas en la configuración del sistema político. Un ejemplo ilustrador es la controversia en torno a la organización de los debates electorales norteamericanos. The League of Women Voters fue la responsable de los debates de 1976, 1980 y 1984. En 1980, la patrocinadora de los debates convocó, además de los dos candidatos tradicionales (republicano y demócrata), al tercer partido, el independiente John Anderson. El representante del candidato demócrata y entonces presidente Jimmy Carter declinó la invitación y el debate se produjo entre John Anderson y el republicano Ronald Reagan. De dicho episodio se refuerza la emblemática figura de la empty chair o silla vacía en representación del contendor que rechazó la participación. Posteriormente, se llevó a cabo otro debate entre Carter y Reagan; ambos debates fueron emitidos por las grandes cadenas de televisión americanas (Mickiewicz y Firestone, 1992, pp. 56-57; Schroeder, 2008, p. 20). En 1987, se creó la Commission on Presidential Debates, que se define en su propia página web como una organización sin fines de lucro cuya misión es promover los debates como parte de toda elección general (sección de Our Mission, párr. 1). Según Open Debates, la actual patrocinadora de los debates ha sido una iniciativa de los propios partidos demócratas y republicanos para asegurar su hegemonía en el sistema electoral. Por eso, en 1988 (Bush vs. Dukakis), The League of Women Voters retira su patrocinio y denuncia que los dos principales partidos norteamericanos acordaron secretamente las condiciones en que se darían los debates (Open Debates, s. f.).
Esta controversia muestra el grado de relevancia de las negociaciones previas a los debates electorales no solo en términos de contenido, sino también en cuanto a las implicancias políticas y simbólicas que se juegan en dicho terreno. El carácter público o privado del patrocinador, sponsor u organizador condiciona el tipo de negociación previa que se llevará a cabo antes de los debates y reflejará la calidad de la comunidad política. La preeminencia de uno sobre otro conllevará ventajas y desventajas con vistas a su institucionalización; podrá ser considerado una virtud o un riesgo para la continuidad de los debates. Considero que la profundización de este aspecto puede ser trabajada bajo un impulso académico de gran envergadura y enfocado desde una perspectiva comparada que tome como unidad de análisis cada país.
3. El formato de los debates
En líneas generales, y si se revisa tanto los estudios previos como las experiencias existentes, se podrían fijar tres grandes formatos arquetípicos: el norteamericano, el francés y el alemán. La evaluación de los formatos gira en torno a los actores presentes (periodistas, candidatos y público), así como a su rol en el debate (Téllez et al., 2010; Marín, 2003).
En un análisis en profundidad de los estudios de televisión en donde se desarrollan los debates, Verón (2001) compara la experiencia norteamericana y la francesa, y sostiene dos concepciones diferentes de las complejas relaciones entre periodistas, políticos y audiencia. En el caso francés, el espacio de contacto con la audiencia es controlado por los periodistas moderadores, pues son ellos los que miran a la cámara, mientras que los candidatos se miran entre sí. En el caso norteamericano, los candidatos miran a la cámara cuando manifiestan sus discursos; en cambio, los periodistas se ubican del lado del público presente en el estudio y miran a los candidatos, representando una polarización frente a frente, lo que permite posicionar a los periodistas como portavoces de los ciudadanos. En síntesis, en los debates norteamericanos, el periodista enfrenta al candidato, mientras que en el caso francés el periodista enfrenta a la audiencia. En esta diferencia de puesta en escena de los debates electorales televisados, no es difícil leer una diferencia entre dos concepciones del funcionamiento de la democracia y del funcionamiento de los medios respecto del poder político (Verón, 2001).
Como una crítica al formato norteamericano, se señala que los moderadores y el panel de prensa minimizan la confrontación en dos aspectos: primero, todos aparecen en el mismo lugar y, al mismo tiempo, los candidatos no pueden confrontarse entre sí; segundo, los panelistas hacen preguntas que solo pueden ser respondidas por uno de los candidatos. Los moderadores buscan eliminar la confrontación, la cual se articula entre panelista y político, mas no entre político y oponente político (Jamieson y Birdsell, 1988, p. 195).
Sobre la base de estos formatos predominantes, se han desarrollado nuevas opciones que incluyen la presencia del público como forma de representación del electorado y en donde las preguntas no están bajo el control de los candidatos y sus equipos de negociadores.
Muchas de las críticas al modelo norteamericano suponen cierta mirada romántica e idealista, poco plausible en el contexto de la televisión, más aún si esta es privada. Todo parte de la invocación al antecedente más remoto de los debates electorales: el debate público entre Abraham Lincoln y Stephen Douglas en 1858 (Illinois), que no fue de carácter presidencial. No obstante, es un referente en la crítica a los debates actuales, dado que dicho antecedente siguió un formato clásico de inspiración griega en donde se trataba de dilucidar lo verdadero de lo falso para arribar a una conclusión correcta, muy similar a la dinámica ateniense (Kraus, 2000, p. 31). En dicha ocasión, se realizaron siete debates de tres horas cada uno y durante las 21 horas solo se discutió un tema: la extensión de la esclavitud en sus territorios (Jamieson y Birdsell, 1988, p. 195). Sin embargo, hay que considerar que el contexto televisivo y especialmente comercial no permite el desarrollo de este tipo de debates.
La tradición norteamericana ha dejado su marca en la historia al promover durante un proceso electoral una diversidad de debates en los más diversos niveles. Por un lado, tenemos los debates de las elecciones primarias, en los que varios candidatos se disputan la nominación como candidatos presidenciales por sus respectivos partidos. En el ámbito de la elección general, se propone una serie extendida de dos hasta cuatro debates electorales televisados.
Los votantes ven y aprenden de los debates; no obstante, estos van perdiendo espontaneidad o se muestran muy calculados y, por tanto, dejan de ser una herramienta de aprendizaje político. Mickiewicz y Firestone (1992) señalan que una serie de tres o cuatro debates ayuda a disminuir el factor accidental y de imagen (look), ya que aparecen las reales posiciones de los candidatos. Pero una serie muy larga de debates puede ser en extremo agotadora para los votantes. Estudios demuestran una disminución progresiva de la audiencia entre el primer y el último debate. Los canales privados prefieren un gran evento a series extendidas de debates. Los criterios comerciales y económicos afectan este aspecto, dado el alto costo del tiempo en televisión (Mickiewicz y Firestone, 1992, pp. 60-61).
Sobre el número de debates existe mucha controversia. Schroeder (2008) señala que el candidato que está a la cabeza de las preferencias electorales desea pocos debates, debido al riesgo que implica debatir frente a una cámara de televisión; por el contrario, el que está en desventaja quiere un mayor número de debates. Los candidatos que lideran las preferencias insisten en que el debate esté lo más lejos posible del día de la elección, en caso requieran tiempo para recuperarse del desastre. Algunos testimonios recogidos de los equipos de campaña mencionan que los debates deben ser programados en los días del calendario deportivo para que la atención de la audiencia no esté tan concentrada en el debate, lo que revela el carácter ritual del evento y el cinismo de la política en su más crudo rostro2. Una vez anunciado el debate, este tiende a congelar la campaña, ya que los candidatos se refugian para prepararse y los votantes esperan ver la performance de ambos lados (Schroeder, 2008, pp. 32-33).
¿Cuál es el número idóneo de participantes en un debate electoral televisado? Al respecto, la literatura señala que es contraproducente promover la participación de demasiados candidatos en un debate televisado. El tiempo para cada uno se reduce y, a su vez, se prolonga el tiempo del debate total. Todo ello repercute en el debilitamiento de la audiencia para mantener la atención