Ese marco es en cierto modo el «soporte formal» de inscripción del recorrido del cambio que va a desencadenar y al que va a acompañar. Lo que llamamos «soporte formal» es un dispositivo espacio-temporal y material, preformado según determinadas reglas y constricciones de acogida de los signos y de las figuras, y proyectado sobre la situación concreta o sobre los objetos materiales acerca de los cuales debe realizarse la producción semiótica. En el caso de la escritura o del dibujo, la naturaleza de ese soporte formal es simple y bien conocida: una superficie, límites, direcciones y espaciamientos que hacen posible saber cómo se escriben los caracteres de la escritura para que signifiquen. En el caso de la terapia, no existe, como lo señalan los autores, forma canónica, sino únicamente configuraciones ad hoc, elaboradas caso por caso. Ese marco formal fija (i) la naturaleza de las expresiones semióticas (verbales, icónicas, gestuales, rítmicas, etc.), que serán aceptadas o rechazadas; (ii) el campo y las condiciones estratégicas para la regulación de las manifestaciones de contenidos (qué contenidos serán favorecidos, cuáles serán en lo posible descartados), y, finalmente, (iii) los sistemas generativos de roles y de figuras que permitan hacer interpretables, desde un punto de vista narrativo, las interacciones y los «escenarios desconocidos» (p. 152) que ese cuadro formal debe acoger.
Unas palabras más, antes de dejar enseguida la palabra a los autores de esta obra, sobre la «elipse» de las instancias enunciantes. Dicha elipse, cuyos dos centros de referencia son el centro de «dicción» y el centro de «ficción», es por sí sola un homenaje (indirecto) a la semiótica del discurso de Jean-Claude Coquet. Por cierto, Ivan Darrault-Harris da, por lo demás, a propósito del caso de Yann, una bella demostración de las virtudes operativas de esa teoría de las instancias enunciantes, en forma de una descripción cautivante de los cambios de posiciones del no-sujeto al sujeto, del sujeto heterónomo al sujeto autónomo, cambios que esconden el conjunto del recorrido terapéutico a lo largo de varios años. Y es precisamente en el modelo de la elipse donde esa teoría muestra una de sus realizaciones más acabadas, a pesar de que la terminología utilizada, como «dicción» y «ficción», y sobre todo, «desembrague enunciativo» y «desembrague enuncivo» proviene de otros horizontes teóricos, principalmente de Greimas.
En efecto, esa insistencia sobre las instancias enunciantes, sobre la tensión entre dos polos y sobre las idas y venidas entre ellos, es propiamente subjetal: la significación viviente del discurso, y su afincamiento en la realidad de las situaciones y de los actantes enunciantes, es captada aquí en el despliegue de las posiciones subjetivas y no subjetivas en el interior de la categoría de la persona y no dentro de la estructura objetiva de los contenidos. E incluso cuando esa estructura objetiva adquiere importancia, lo hace en cuanto firma (signatura) de una nueva instancia enunciante, en cuanto manifestación de una victoria sobre la instancia precedente.
Volvamos, a título de ilustración, sobre el rol del mito y del cuento que lo conlleva: los autores se cuidan muy bien de desmarcarse de Bruno Bettelheim, quien hace del cuento y del mito los vehículos de estructuras de contenidos universales adecuados para explicar, para modificar y para identificar los comportamientos psíquicos individuales. En efecto, el mito, en este libro, solo tiene valor en cuanto tal, en cuanto género portador de los grandes problemas humanos, en cuanto modo de asunción colectiva de los relatos, y no por el detalle de los contenidos narrativos que transmite. El mito es la signatura de un recorrido de las instancias enunciantes cumplido y exitoso, puesto que, habiendo alcanzado el nivel de desembrague último en sus producciones semióticas, el paciente encuentra en el mismo instante el lugar donde su historia personal halla su sentido en su pertenencia a la humanidad. La dimensión antropológica no es valorada porque porte en ella verdades más eficaces que las que conllevan los relatos individuales, sino por ser «antropológica», porque implica una instancia colectiva universal.
El recorrido de la terapia es, pues, un recorrido entre las instancias enunciantes, y la significación que construye es la que surge del lazo y de las conversiones entre dichas instancias.
Es preciso, para comenzar, salir de la expresión personal ilusoria, del discurso en «yo», demasiado evidentemente cohibido por la neurosis o por la psicosis, es decir, por una estrategia de manifestación bloqueada, repetitiva, autorreproductiva. Como lo recuerdan los autores, «la expresión puede reducirse también a no ser más que un momento catártico de purga, pura descarga de tensiones» (p. 169). Pero lo que se busca en terapia no es la descarga de tensiones, no es la manifestación compulsiva de contenidos, no son las presiones para encontrar expresiones estereotipadas. Al contrario, gracias a la «estrategia del rodeo», uno se esfuerza en proponer modos de expresiones específicos, cuidadosamente elegidos para evitar esas manifestaciones de descarga dolosa y para suscitar en su lugar otras «más auténticas». Esa posición de enunciación «otra» es obtenida por desembrague enunciativo; pero lo que importa en la ocurrencia es poder pasar de una manifestación cerrada y no asumida, a una manifestación abierta, indecisa, y que deja alguna oportunidad para una posible asunción.
Una vez hallada una nueva vía de manifestación, gracias a modos de expresión semiótica apropiados, que desplazan o desestabilizan la instancia de la neurosis o de la psicosis, es necesario poder correlacionar ese plano de manifestación isótopa con otros planos isótopos, manifestables a su vez; y tratar, por tanto, de reconstruir una coherencia «generativa» en inmanencia. Pero para poder obtener esa coherencia generativa en las mejores condiciones posibles, es preciso situarse en los dominios semióticos, en los que es fácil de establecer, y hasta se encuentra dada ya de antemano, y, si no dada, al menos regulada por géneros y por situaciones semióticas de referencia. La etapa siguiente consiste en proyectar el conjunto de esos contenidos isótopos en otro campo de enunciación, en el campo de la «ficción», gracias a un desembrague enuncivo, el que cuenta o evoca en tercera persona, o sea, en «él». También ahí estamos a la espera de una asunción y de un tránsito a la instancia subjetiva propiamente dicha; esta es una etapa necesaria, puesto que la proyección ficcional se convierte en acto creador de una creación semiótica de la que el paciente puede finalmente reconocerse el «autor», bajo la égida de los géneros y de las formas de lo humano auténtico (en este caso, de las formas atestiguadas dentro de una cultura dada).
Una vez conquistada la posibilidad de esa posición subjetiva auténticamente humana y asumible por el paciente, el retorno a la posición de desembrague enunciativo o, lo que es lo mismo, al discurso en primera persona, en «yo», es entonces posible. Y esa última etapa, sin constricciones de géneros o de consignas ficcionales, donde el paciente puede, al fin, retornar sobre sí mismo como verdadero sujeto autónomo, es, en suma, el momento en el que el terapeuta sabe que puede y debe ocultarse (¡y también, sin duda, el semiótico!).
¿Podría intentar, para terminar, proponer una hipótesis arriesgada? Se puede advertir que el modelo propuesto por Jean-Claude Coquet, a pesar de sus capacidades heurísticas, no ha tenido y no tiene aún toda la difusión que merece; y que algunas tentativas para aplicarlo a la descripción de los textos rara vez han sido enteramente convincentes. Se podría formular la hipótesis de que ese modelo no es apropiado para el análisis textual en cuanto tal (es decir, para ser aplicado al texto como «semiótica-objeto»), sino que más bien su campo de pertinencia es el del «hacer semiótico» en general, el de la producción de sentido en acto, cualesquiera que sean los modos de expresión y las estructuras de contenido. Por eso mismo, resulta particularmente apropiado para el análisis de una práctica interpretativa y terapéutica en busca de su propio sentido.
En suma, si la significación de la terapia se sitúa principalmente en el recorrido de las instancias, en las variaciones de los enlaces y de las tensiones entre sí, y no en las transformaciones de los contenidos expresados, es porque la terapia no es precisamente un texto, sino una práctica que implica una o varias estrategias, así como tácticas y peripecias, un conjunto de actos abierto y en parte imprevisible, en busca de su propia estabilidad, al mismo tiempo que de su significación. Jean-Claude Coquet ha insistido con frecuencia sobre la diferencia del nivel de pertinencia que separa la semiótica objetal de la semiótica subjetal; y particularmente sobre la relación tan diferente que la segunda establece con la realidad. Pero, para comprender adecuadamente esa advertencia, más vale releer,