Esta observación cambia sensiblemente el estatuto de las «intervenciones» del semiótico-terapeuta en el curso de la práctica terapéutica, e inversamente, las del terapeuta-semiótico en el curso de la prácticasemiótica.Enefecto,nosetrata,comoelbuensentidoloquisiera,dela intervención de una práctica descriptiva en el curso de una práctica de cuidados y de cambios; en pocas palabras, no se trata solamente de añadir la descripción a la acción, sino de aumentar la capacidad interpretativa de una acción que es ella misma una interpretación en todos los sentidos del término, incluido el sentido artístico. Se trata de llevar a buen término dos procesos interpretativos, dos aproximaciones al movimiento de la vida psíquica para reunirlos en una sola estrategia de cambio.
Porque no es posible «detener la vida», y menos aún cuando se trata de niños, que se van convirtiendo poco a poco en adolescentes, como lo recuerdan los autores en varias ocasiones: el dinamismo evolutivo es, en sí mismo, un objeto de conocimiento y de intervención, que tiene lugar incluso en ausencia de toda intervención.
La peor de las situaciones es, sin duda, aquella en que la evolución está bloqueada y se mantiene en una estricta repetición; pero incluso en esos casos extremos, la terapia funciona como el acto semiótico por excelencia, el cual consiste en suscitar la diferencia allí donde parece que ninguna diferencia se manifiesta. Suscitar la diferencia para iniciar un paradigma y relanzar una dinámica sintagmática. Y, por lo menos, como se constata en algunos de los relatos de terapia, suscitar la diferencia puede consistir en tomar a la letra la sugerencia de Saussure en el Curso de lingüística general*, a propósito de la repetición de «Messieurs! Messieurs! Messieurs!»: basta con introducir una repetición, aparentemente insignificante en sí misma, en una interacción semiótica para que la repetición por sí misma constituya una diferencia, y por eso mismo pueda producir un inicio de dinámica, la de la reanudación. Y sobre esta primera diferencia puede arrancar el recorrido terapéutico y construir el cambio.
La Psiquiatría de la elipse plantea, por lo demás, un conjunto de cuestiones embarazosas a la semiótica greimasiana (y, sin duda, a muchas otras semióticas si es que pueden percatarse de esas cuestiones). Tales cuestiones giran en torno a tres conceptos: generación, manifestación, expresión, todos ellos presentes en el Diccionario de Greimas y Courtés, y, sin embargo, muy desigualmente explotados en los trabajos semióticos. El presente libro no plantea explícitamente resolver las relaciones entre esos tres conceptos o, por lo menos, no los convierte en el objeto de una problemática separada, pero, en cambio, suscita en todo momento cuestiones o dificultades que los solicitan dos a dos, o los tres conjuntamente.
Para comenzar, la expresión. Los autores escriben aquí mismo que la terapia es una «estimulación de nuestras expresividades», pero distinguiendo bien entre las expresiones fijas, que no remiten más que a un estado singular y a una parte específica de un individuo sumergido en su propia historia semiótica, y las expresiones creativas, que son en cierto modo la marca de nuestra pertenencia a la humanidad. Dicho de otro modo, se supone un devenir propio, pero no autónomo, de las expresiones, que las libera, las estabiliza y las «humaniza» al mismo tiempo. No autónomo, porque si la expresión remite supuestamente a un contenido, se debe prestar toda la atención posible a la manera como, en este libro, los contenidos de los análisis son sistemáticamente derivados hacia mitos y temas universales de lo humano. Volveremos enseguida sobre el rol transformador del mito, pero hay que anotar al menos en este instante en qué y de qué se produce la función semiótica en la psiquiatría de la elipse: no existe función semiótica asegurada y estabilizada, es decir, en una relación congruente entre la expresión y el contenido, a no ser que la una y el otro nos permitan hacer la experiencia de nuestra parte de humanidad en devenir. En breve, la función semiótica no es aquí auténtica si no tiende hacia lo universal, o al menos hacia lo sociable y lo universalizable.
Después, la manifestación. Este concepto propuesto por Greimas ha sido muy poco utilizado, en razón, sin duda, de la dificultad que existe para distinguirla de la expresión, y sobre todo por la confusión que se establece con los niveles superficiales del recorrido generativo. Sin embargo, la referencia a Freud, en este mismo libro, es particularmente esclarecedora sobre este punto: distinguir, en efecto, apropósito del sueño, el «contenido latente» del «contenido manifiesto» no puede conducirnos a un recorrido generativo, porque, aun si el contenido manifiesto es una rearticulación de su contenido latente, no es una rearticulación isótopa, como la que exigiría un recorrido generativo stricto sensu. Además, la condensación y el desplazamiento que operan en el sueño se hacen a nivel jerárquico equivalente, puesto que los dos contenidos en cuestión, y las dos escenas que se transforman una en otra, son igualmente figurativos, del mismo nivel de elaboración semiótica. La única diferencia consiste en que una ha sido «traducida» en otra, y que solo la otra puede acceder a la manifestación a través de una producción semiótica (aquí, el sueño).
En una semiótica-objeto tratada como un texto, la confusión entre el plano de la expresión (vs. el plano del contenido) y el campo de la manifestación (vs. el campo de la inmanencia) amenaza en todo momento, porque le falta al texto el «espesor» de los modos de existencia, en el cual se mueve la práctica viviente. En cambio, en la perspectiva de una práctica en curso, la manifestación es el destino dinámico de los contenidos, de los contenidos múltiples que coexisten potencialmente en la cadena del discurso en acto, y que, en razón de la foria que los empuja, ejercen concurrentemente presiones por llegar a la manifestación. La manifestación no es, pues, ni la expresión, ni el último nivel del recorrido generativo; la manifestación es un campo de fuerzas y de maniobras donde unos contenidos ocultan o revelan otros contenidos; todos ellos coexisten en la inmanencia de la práctica discursiva y, en su competición por manifestarse, se enmascaran y se deforman recíprocamente.
Finalmente, la generación. Las figuras de manifestación resultan todas ellas de un proceso generativo, que permite pasar de las estructuras semánticas elementales a las estructuras figurativas de superficie, pasando por las estructuras narrativas. Pero si admitimos, como nos invita a hacerlo este libro, que todo proceso significante es pluriisótopo, entonces, debemos admitir también, en consecuencia, que en toda ocurrencia de discurso coexisten varios recorridos generativos paralelos y concurrentes, y la manifestación es el lugar estratégico donde se regula su competición; nociones y fenómenos como el «proyecto enunciativo», el «lapsus», el «sentido común», convocan cada uno de ellos un tipo de interacción diferente entre recorridos generativos coexistentes y concurrentes: interacciones por «contención», por fractura e irrupción inopinada, por expansión y relajamiento, etc. La «confesión» (o «reconocimiento»), sea verbal o somática (como en este libro), es el resultado también de una forma de interacción propia de la manifestación (y no de la expresión o de la generación).
La psiquiatría de la elipse obliga a tales distinciones: no basta, en efecto, con dar a otro los medios para expresar lo que siente o lo que tiene «que decir», si ese decir no es más que la manifestación forzada, o extraviada, o repetitiva, de un contenido deletéreo. Es preciso poner en marcha estrategias para desbloquear, desplazar, diversificar la manifestación, redesplegar los potenciales, a fin de que pueda acceder a una expresión más auténtica, o simplemente menos sintomática. La perspectiva generativa proporciona elementos de explicación, propone enlaces isótopos entre capas estructurales de contenidos heterogéneos, acompaña, en suma, la táctica terapéutica con su mirada a distancia y con sus jerarquías canónicas.
La generación, por su parte, asegurará el enlace entre estructuras semánticas, entre roles narrativos y entre figuras de superficie, distribuyéndolas por niveles. La manifestación gestionará los conflictos entre isotopías y entre estructuras a fin de controlar el acceso a la superficie de los discursos y de las prácticas, ofreciéndoles un campo de interacciones. La expresión proporciona figuras sensibles, canales de comunicación y modalidades de puesta en circulación y en interacción a contenidos que hayan adquirido los derechos a la manifestación, organizándolos sobre un mismo plano.
El «marco terapéutico» es la instancia donde esas tres dimensiones son articuladas. Definido por los autores como «proyecto formal»