Sin ninguna expresión en su rostro, estrelló contra el piso el plato que posaba en el puesto vacío y preguntó por la manzana que siempre habitaba sobre el frutero y que ahora no estaba. Nadie dijo nada.
Desde sus inicios, la orden cuidaba celosamente que siempre hubiese una manzana roja en el frutero. Esta les recordaría tres veces al día el pecado original, la tentación, la desobediencia y el castigo.
Ese día la manzana no estaba. Era una señal, todas lo sabían. Nueve meses atrás la manzana había desaparecido del frutero. Desde entonces este permanecía vacío reprochando por el ingreso del pecado al santo claustro.
Todas sabían quién había comido la manzana. Todas sabían cuándo. Todas sabían la consecuencia.
Ese día almorzaron tranquilas. No hubo más reproches, y un delicioso estofado fue el plato protagonista. Comieron silenciosamente, con tristeza y desconcierto. No eran capaces de mirarse. Dueñas de la misma complicidad, fueron después a sus aposentos.
Nunca volvieron a ver al chico de los mandados; no se escucharon más los llantos de la criatura.
Después del exuberante y abundante almuerzo, todo volvió a la normalidad en ese paraíso espiritual.
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