Por unos instantes se quedaron expectantes. El silencio los asaltó. Para el asombro de todos, eran dos líneas idénticas. Luego de varios cruces de tensas miradas, volvieron a su forma habitual y enmudecidos, se marcharon. Nunca más volvieron a hablar sobre su apariencia.
A Dora Delfino
UNA COPA
Cerró plácidamente los ojos mientras recostó su cabeza en la ventana.
El paisaje se alejaba de forma continua y eso era lo que más le gustaba de viajar en tren. La monotonía del horizonte le producía un adormecimiento especial. Al cerrar los ojos el movimiento del tren la acunaba; su mente viajaba y volaba sin riendas.
Silvana imaginó cómo una pequeña esfera rodaba por el campo, acompañando al tren. Luego, cuando se percató ella, la esfera, que era observada por Silvana, se enterró en el paisaje vasto, y todo se inmovilizó frente a sus ojos, pero no se detuvo de forma normal. Ahora era una visión constante, rápida y borrosa. Es decir, todo lo que veía transcurría de forma acelerada, pero el tren seguía arrullándola suavemente.
De repente, la asaltó la imagen de la esfera enterrada transformándose en un tallo que surgía en el medio del paisaje. Una hoja nacía de él, luego otra y otra, y trepó enroscado en los chamizos que había en medio del campo; se volvió frondoso, y emergieron minúsculas flores blancas y luego vides.
Su creatividad le causó risa. Luego se acomodó para contemplar el horizonte por la ventana.
“Las uvas son un verdadero milagro”, pensó.
Y justo, ese extraordinario momento de fantasía y deleite fue interrumpido por una de las azafatas del tren, quien le ofrecía una copa de vino.
—Nada más apropiado y afortunado, señorita —contestó.
Inició ese viaje como descanso. Necesitaba combatir su depresión. Llevaba mucho tiempo lidiando con una separación y sus consecuencias: inseguridad y falta de amor propio.
Uno de sus objetivos con ese viaje era dejar los medicamentos. Estos le estaban generando dependencia y su psiquiatra le había intensificado la dosis. Siempre pensó que medicarse contra la depresión no era una buena idea, en verdad quería dejar de tomarlos y quizás una salida al campo la ayudaría con este propósito. Ese viaje era importante porque marcaba el inicio de su ruptura con la prescripción y con sus frustraciones. En ese escenario una copa de vino era el mejor de los comienzos.
Encantada la saboreó lentamente y entrecerró de nuevo los ojos. Se concentró en el latido de su corazón.
“¿Hace cuánto que no me deleito con una buena copa de vino? ¡Tanto que me gusta! ¿Por qué no he vuelto a tomar vino?”, se preguntó.
“¡Ah, por supuesto!”, exclamó suavemente, mientras recordó.
El médico le había advertido sobre las contraindicaciones con su tratamiento. Silvana lo había olvidado por completo.
Saboreando su copa, recostó de nuevo la cabeza en la ventana sin preocupación. Otra vez imaginó las vides que habían crecido en el paisaje. El movimiento del tren era acompañado por el ritmo de su corazón, al cual podía escuchar claramente como el aleteo de una mariposa en su oído. Y, mientras reía de nuevo con sus ocurrencias, advirtió cómo sus párpados perezosos sucumbieron al efecto del vino y el latido de su corazón se fue silenciando hasta que ya no lo escucho más.
ZOLI
—¡Continúa, dale! ¡Dale, Papusza!
Me decía el abuelo para darme ánimo, pero yo me cansaba fácilmente.
Caminar con los zapatos hundidos en el barro, mientras empujábamos los coches en los cuales iban nuestras vidas, era una tarea ya cotidiana, pero yo prefería cantar, antes que empujar.
Los caminos eran duros. Los charcos de agua en el barro ponían en peligro el equilibrio de los carruajes. Siempre temíamos que las ruedas con sus 12 astas, que parecían tan frágiles, se desprendieran y que perdiéramos muchas horas arreglándolas antes de encontrar el escondite perfecto en el campo. Ese sitio que nos resguardaría unas cuantas semanas de que nos descubrieran los payos e intentaran quemar nuestro asentamiento o, en el mejor de los casos, que nos enviaran a la policía la cual destrozaba todo, y que, de todas maneras, nos dejaba uno que otro muerto.
Casi siempre buscábamos un lugar oculto en el bosque, pero siempre, de ser posible, cerca del agua.
Lo más lindo era encontrarlo. Descubrir el lugar ideal después de todo ese largo camino andado con nuestras caravanas justificaba todo; era la recompensa.
Compartíamos el agua, y el fuego. Luego todas las familias alegres armábamos las tiendas. Luego la comida, el vino y las canciones. Los hombres sacaban violines, guitarras, arpa, acordeón y contrabajo. Los instrumentos eran celosamente cuidados para iniciar el festejo en el momento del asentamiento, y al fin llegaban las canciones. Ellos tocaban, todos bailaban alrededor del fuego, pero a mí me gustaba cantar.
Se sorprendían, y felicitaban al abuelo por mis composiciones. Yo me sentía orgullosa; las canciones que escribía me transformaban, me hacían ligera y me sentía etérea. Con ellas mi voz y mi cuerpo surcaban los matorrales y entonces el cielo, solo el cielo, me ponía límites.
Mis canciones eran un secreto compartido con el abuelo. Todos pensaban que yo tenía la habilidad de improvisar los poemas que cantaba, pero a escondidas de la comunidad, mi abuelo me enseñó a leer y a escribir. Entonces era prohibido para las mujeres y solo pocos hombres lo podían hacer. Yo fui privilegiada. A mi abuelo le gustaba leer y tenía algunos libros de poemas, los cuales yo devoraba noche tras noche, una y otra vez.
Así, a la luz de la vela y en un lugar donde solo mi abuelo me podía ver, escribí rodeada de luciérnagas. Ellos, los poemas clandestinos, eran liberados a través de las canciones que yo entonaba y que luego muchos repetían. Para mi pequeña vanidad era el acto más heroico jamás logrado por una mujer.
Un día después de celebrar nuestra llegada a cualquier asentamiento, mi abuelo me separó de la fiesta y me dijo que era hora de casarme. Yo tenía doce años. Me puse a llorar.
Corrí, me alejé cuanto pude del campamento, siempre mirando hacia atrás esperando que el abuelo me siguiera, pero no fue así.
Cuando me cansé de correr me tiré en el piso y lloré hasta que mi cuerpo se secó. Esperé un par de horas acostada boca arriba mirando las estrellas y ellas me dijeron… eres romaní.
Regresé pasada la medianoche, algunos seguían bebiendo, cantando y tomando vino. El abuelo estaba en la tienda, me vio llegar y no dijo nada. Yo saqué de debajo de mi almohada un cuaderno sucio y gastado que tenía para escribir. Escogí un poema para él:
*Oh, Señor, ¿adónde debo ir?
¿Qué puedo hacer?
¿Dónde puedo hallar
leyendas y canciones?
No voy hacia el bosque,
ya no encuentro ríos.
¡Oh, bosque, padre mío,
mi negro padre!
El tiempo de los gitanos errantes
pasó ya hace mucho. Pero yo les veo,
son alegres,
fuertes y claros como el agua.
La oyes
correr cuando quiere hablar.
Pero la pobre no tiene palabras...
... el agua no mira atrás.
Huye, corre, lejos, allá
donde