De la nada apareció su mentora, se acercó lentamente y sin inmutarse, le dijo:
— Es mi hora de partir, ahora me puedes reemplazar. Ya conoces el dolor.
Y la muerte, su mentora, más encorvada aún, se alejó tranquilamente. Su aprendiz estaba lista, y ella iba más ligera porque ya no cargaba el peso del dolor que le generaba su trabajo.
LOS MUROS NO ESTÁN
¿Cómo convivir con valentía cuando tienes un enemigo invisible afuera? Sabes que te está esperando. No solo a ti, a tus amigos, a tu familia, a tus vecinos, al chino del supermercado o al correntino de la verdulería.
¿Cómo saber que es cierto? Tantas teorías, tantos individuos con el convencimiento de la verdad. Por este tiempo la verdad tiene muchas facetas y todos esgrimen la bandera de su certeza, la cual es muy diferente de la del otro. Es decir, es como un carnaval de verdades.
Entonces, ¿a quién creer? ¿Elaborarás una verdad propia también? ¿Y con ella intentarás convencer a los que conoces... y a los que no?
Hay una realidad, ya sea por miedo, por prevención, por manipulación, o qué sé yo. Estamos encerrados.
Esa es una verdad. La mía y la de millones.
Tiempo de encierro, tiempo de inventar otras formas de comunicación. Otras formas para el amor, para el perdón.
Los abrazos están prohibidos; son peligrosos. Saludar de mano no se puede. Regalar un beso es como un atentado. El encierro nos hace vivir una verdad virtual, imaginaria, creada.
La salvación, mi salvación, está en los pensamientos. En las historias de personajes que sí pueden salir, que se besan, que aman como era antes, que se tocan y que, también, pueden volar.
Entonces reviso en los cajones donde se encuentra archivado el pasado y descubro esa agenda negra con un ojal, en el cual venía un lápiz aferrado. Yo tenía 11 años y mi papá me la regaló. Se la dieron en la ferretería cuando compró unos tornillos que necesitaba para reparar su viejo auto.
En esa época en Navidad los negocios les regalaban lo que ahora se llama merchandising a los clientes asiduos. Obviamente estaban impresos el nombre, la dirección y el teléfono de la ferretería con letras doradas.
Como siempre me obligaban a cumplir con las tareas escolares, porque no me gustaba hacerlas a la tarde, me encerraba en mi cuarto para que creyeran que yo era muy obediente y sí estaba estudiando.
Mi primer pase a la libertad, y a la ruptura de las normas me lo dio la libreta de la ferretería. Encerrada escapando de los deberes escolares, decidí que escribiría una novela de ciencia ficción, y empecé. No llegué muy lejos con la novela, pero en la vida sí.
A partir de ese momento de infancia, escribir me convirtió en un ser alado. Cada vez que quiero escapar, tomo lápiz y papel para elevarme entre lo real y lo imaginario, para descubrir que nunca hay límites.
Y ahora en este, mi encierro, tengo otras libertades. No sufro cuando estoy con mis historias. La casa da vueltas y los muros desaparecen. Este encierro me hizo libre.
LAS CARTAS DEL TREN
Nunca salió de la estación del tren. Su padre se encargaba de la venta de boletos y de la limpieza de los vagones. A Paolo, con su corta edad, le parecía un privilegio vivir en un pueblo cabecera de estación. Era lo más emocionante que podía pasar en un pequeño lugar perdido en el medio de la nada.
Cuando el tren llegaba o salía, Paolo se comportaba igual que los perros: corría. Sabía todos los horarios, y siempre lo esperaba ansiosamente para correr. En el momento en que asomaba la formación, corría delante de ella como si el tren lo persiguiera, y cuando partía, corría detrás esperando que se perdiera en el horizonte, hasta que sus delgadas piernas no lo pudieran sostener más.
Entonces, se quedaba observando sin aliento, ensimismado, hasta que el tren desaparecía en la lejanía.
Nunca había viajado en el tren. No sabía cómo se sentía esa extraña y fascinante sensación cuando estaba en movimiento. Creció jugando entre los vagones. Todas las noches su imaginación, de la mano de la diversión, se encontraba en las viejas cajas de lata que, unidas una a una, daban origen a esa maravillosa máquina que se abría paso entre las distancias. Conocía cada detalle, cada palabra y cada frase marcada, rasgada sobre sus paredes. Fantaseaba con paisajes y lugares; en su imaginación viajaba permanentemente mientras su padre barría los vagones sucios, invadidos por el óxido curioso que les obsequiaba aire a través de los huecos sembrados sobre las viejas paredes.
Paolo tenía nueve años. No conoció a su mamá, y su padre le había contado que murió al dar a luz, pero un día, accidentalmente, escuchó hablar a una vecina, quien contó la historia de cómo su madre empacó maletas y partió en el tren sin mirar atrás.
Cuando Paolo escuchó esa versión, se quedó impactado, y ahí se le ocurrió lo que consideró que sería su mejor idea.
Durante un largo tiempo fue indagando la frecuencia de los pasajeros y cuántos se bajaban en cada una de las paradas. Sabía que había dieciséis estaciones entre su pueblo y el punto final de destino.
El tren llegaba dos veces por semana, así que Paolo se dedicó a escribir cartas a su madre, Valeria. Cada carta tenía una historia diferente sobre cómo estaba él, qué hacía y anécdotas varias de su día a día. Le contaba en cada una las aventuras de sus interminables viajes en el tren. A la semana enviaba treinta y dos cartas, una para cada estación, las cartas eran llevadas por los vecinos del pueblo y dejadas en el correo central de cada una de las paradas. La carta sellada decía: “Desde Aguascalientes, para Valeria Tinni”.
De esa manera correr delante o detrás del tren adquiría más sentido para él. Así pasó muchos días, y muchos meses, hasta que llegó el día en el cual en el tren llegó una carta sellada que decía: “Desde cualquier lugar, para Paolo”.
Sin abrirla, la guardó en su bolsillo y desde ese día el niño del tren dejó de correr.
LA MANZANA
El bebé no paraba de llorar. El recinto de piedra, silencioso y frío, se veía agitado esa madrugada por la irrupción de ese nuevo visitante.
En la penumbra se veían pasar sombras como fantasmas por los oscuros corredores. Iban y venían de prisa. Los menesteres cotidianos se vieron alterados. Pese al movimiento continuo y la urgencia que se denotaba en aquellas fantasmagóricas figuras, el claustro solo era perturbado por el llanto.
De repente, la criatura se silenció. Todo se paralizó. En el corredor se veía una figura grande, gruesa. Caminaba lenta y pesadamente. Parecía que la cría hubiese percibido su presencia. Era atemorizante.
Se detuvo al final del corredor, y abrió la puerta desde la cual se advertía una luz mortecina. No pasó mucho tiempo dentro, 15 minutos tal vez; luego salió con la misma tranquilidad y desapareció.
Todo el lugar denotaba la necesidad de adoración. Algunos frescos asomaban irreverentemente desafiando el tiempo de los gruesos muros.
El comedor era un lúgubre salón conventual. Representaciones de tortura y dolor entre santos y beatos colgaban pobremente de las paredes. La abstinencia rigurosa era el estandarte de poder del lugar. La mesa, precedida por un crucifijo de madera, estaba dispuesta para el almuerzo. Un frutero vacío en el centro, 27 puestos con platos blancos, vasos metálicos y cinco jarras con agua, organizados a lo largo de la mesa escoltaban lo que seguro no iba a ser un día normal.
Llegó