Después de un rato, largo, intuyo, podía percibir algunas sombras. Específicamente, tres sombras pasaban por mi lado. Eran borrosas, sin embargo, no tenía miedo. Me sentía a gusto, confiado entre las sombras. No sé cuánto tiempo pasaría, un año creo, cuando ellas se fueron aclarando. Yo no sentía el tiempo, tampoco hambre, ni frío, ni calor. No tenía sueño, no sé si estaba despierto. Todo era extraño, pero confiable.
Las sombras se volvieron imágenes nítidas. Eran madre, padre y hermana. Encontrarlos me dio una alegría indescriptible. Grité de júbilo, pero no tenía sonido. Los abracé, pero mis brazos se evaporaban. Estaba de vuelta en casa. Ellos no eran los mismos, sus ojos se habían tornado lúgubres, tristes. Entonces encontré el recorte del placar; yo había sido asesinado un año atrás. Eso explicaba todo. Ahora comprendía lo que me pasaba y les pasaba a ellos.
Intenté comunicarme, dejarles saber que no me había ido, que estaba ahí. Quería que no se preocuparan, ni estuvieran tristes, pero en mi condición era muy difícil generar una conexión. Finalmente lo logré. Podía hacerles sentir una brisa tenue cuando estaba cerca de alguno de ellos. Al principio nadie habló sobre mi presencia. Luego de un tiempo, el tema se puso sobre la mesa. Madre llamó a un sacerdote para que “limpiara” la casa. Mal entendieron mis intenciones. Empezaron toda suerte de tretas y artilugios para deshacerse de mí. No sé muy bien si sabían que se trataba de mí, o pensaban que era otra cosa, o presencia que convivía con ellos. Hace cuatro años, los vi por última vez. Los vi salir abatidos, grises y afligidos. No me pude despedir.
Ahora convivo con la delicada redecilla brillante y transparente que teje cuidadosamente una araña en la puerta entrecerrada del placar. El bosque ha venido a hacerme compañía. Las paredes, que se habían puesto oscuras, ahora están finamente tapizadas por un manto verde de musgo. Como no puedo salir, el bosque vino a casa. Sin embargo, yo no me muevo de la ventana, porque todos los días los veo partir.
SUGESTIÓN
Sentía su muñeca tibia por la continuidad de la espesa sangre que salía de ella. El silencio del recinto era sombrío. De forma casi desesperante se escuchaba el lento y constante golpeteo de la sangre al caer al piso.
Cacho, le decían desde chico. Él no era como los otros niños. Era dulce, un poco enfermizo y siempre dispuesto a apoyar a los demás. Vestía con buenas intenciones, pero eso nunca impidió que fuera el blanco de las burlas de sus pares.
Es increíble la crueldad a la que pueden llegar los chicos.
Cacho tenía un defecto en los ojos; estos eran muy redondos y grandes, como si no tuvieran párpados. Este defecto le impedía un poco su visión clara, pero no era una enfermedad, solo era un detalle. Por lo demás todo estaba muy bien y, sobre todo, como ya se mencionó, el interior de este niño era cálido, amplio y transparente como un amanecer en el campo.
Sus compañeros lo aislaron constantemente, como si sus ojos, o su mirada, o lo que veía, fuese contagioso. Tuvo que lidiar con apodos muy agresivos y humillantes como: “Cara de lémur”, “Cara de sapo”, “El vampiro”, entre otros.
Su familia era humilde. Para ellos las demostraciones de amor eran tonterías y no tenían tiempo para esas cosas. Lo importante era salir a trabajar para llevar el pan a la mesa todos los días.
La depresión no existía en la casa de Cacho; existía la necesidad. Ese fue el marco de los días de infancia, adolescencia y juventud de este joven de grandes ojos.
Por sus condiciones de infancia, obviamente no tuvo la oportunidad de educarse. Ni siquiera terminó la secundaria porque ser el objeto de burlas permanentes había minado su espíritu altruista y emprendedor.
Cacho se volvió apartado, gris, triste. Un hombre apocado. Desde temprana edad se despidió del conocimiento, el bienestar y el amor. Cuando tenía 25 años trabajaba en un taller de soldadura. Era el trabajo ideal; debía usar una máscara que ocultaba sus extraños ojos. Esta lo protegía contra quemaduras, radiación, chispas y partículas de metal caliente. Además, tenía un rectángulo de vidrio oscuro, el cual ocultaba perfectamente su rareza de las burlas.
Pepa tenía 35 años. Era alegre, desfachatada, insolente y le sobraba seguridad. Asimismo la acompañaban la mala reputación y la ligereza. Era coqueta por naturaleza y muy conocidos sus amoríos del bajo fondo. Malandros y vagabundos hacían parte de sus entregas en los bares y callejones.
Cacho la veía pasar y solo le hacía un movimiento leve de cabeza para saludarla cuando tenía la máscara puesta. Si Pepa pasaba y él no tenía su protector, se escondía. Es decir, Pepa no conocía a Cacho.
A él su risa estridente le parecía cautivadora. Sabía sus recorridos y se ocultaba en las sombras para verla pasar y disfrutar de su personalidad escandalosa. No se sabe si estaba enamorado de ella, pero lo cierto es que le producía felicidad.
Antes de dormir dedicaba sus pensamientos a Pepa. Imaginaba cómo sería hablar con ella y reírse, cómo sería caminar a su lado o tomar un café, cómo sería si ella lo pudiera ver sin espanto o burla, o cómo sería una vida con otros ojos.
El 13 de mayo de 1962, cuando Cacho salía de su taller de soldadura a las 20 horas, no vio pasar a Pepa como era la costumbre. Esperó en la oscuridad una hora y media, luego siguió camino a su casa.
El 14 de mayo de 1962, a las 8 horas, cuando Cacho llegaba al taller, encontró cerca de la puerta una gran mancha de sangre en el asfalto y un zapato rojo con tacón de aguja. Cacho sabía que era de Pepa. Se arrodilló con el corazón en la mano y acarició con mucha suavidad el zapato. Sus ojos escasos de párpados no pudieron llorar, pero su corazón se desbordó de llanto y zozobra.
El 13 de septiembre de 1962, a las 16 horas, se leyó la sentencia. Cacho había sido incriminado por el crimen de Pepa, y aunque nunca encontraron el cadáver, todos hicieron conjeturas que se volvieron pruebas incriminatorias.
“El monstruoso hombre anormal, resentido, se enamoró de la prostituta y la mató”, dijeron. Ni siquiera una prostituta se habría podido fijar en él. Todo era contundente. Lo encontraron con el zapato en sus manos, de alguna hábil manera desapareció el cuerpo de Pepa y las únicas huellas en la escena del crimen eran las de Cacho. No tuvo abogado defensor; a nadie se le ocurriría defenderlo.
—¡Pena de muerte! —sentenció el juez.
Todos sintieron un gran alivio. Estarían a salvo cuando Cacho desapareciera.
El 14 de julio de 1963, nueve meses después del crimen, un prestigioso psiquiatra debía poner a prueba una importante teoría y para ello necesitaba un sentenciado a muerte. Obviamente tenía que ser Cacho, ¿por qué su suerte cambiaría?
Le detallaron al prisionero la forma como iba a morir: sin dolor, en silencio y con mucha tranquilidad. Cacho, que seguía siendo una persona dócil, amable y cálida, agradeció la cortesía con la cual era tratado. Por primera vez en su desdichada vida algo bondadoso le ocurría y justo era para morir.
“Pero mejor morir así y no como un animal”, pensó.
Llegó el momento. El 25 de agosto de 1963 a las 10 horas, Cacho sentía su muñeca tibia por la continuidad de la espesa sangre que salía de ella. “El silencio del recinto era sombrío. De forma casi desesperante se escuchaba el lento y constante golpeteo de la sangre al caer al piso”.
No le dolió el corte que le hicieron. Tampoco le sorprendió que le pusieran una capucha, estaba acostumbrado a que no quisieran verle la cara.
El 25 de agosto de 1963, a las 15 horas, el corazón de Cacho dejó de latir. Cumplieron la promesa. Fue una muerte tranquila, sin dolor y sin violencia.