—Es Dionizy, el hermano de tu madre. El sábado será la ceremonia. —Y salió.
* “Oí”, de Papusza (Bronislawa Wajs), poeta gitana polaca, 1908-1987.
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Nadia era una joven corriente. Tenía una inteligencia promedio y una vida sin ningún tipo de excentricidad o eventualidad especial que la hiciera sobresalir de los cientos, miles y millones de personas que habitan en el mundo. Por lo menos eso era lo que ella creía.
Un poco tímida, un tanto retraída y descuidada, pero nada que significara algo importante en su día a día.
Había empezado la facultad y para ir todos los días salía muy temprano a tomar el micro. Aunque se demoraba más en su recorrido que el subte, a ella le gustaba porque no se subía tanta gente en él. El micro le resultaba mucho más cómodo.
Una mañana, su reloj despertador se quedó sin batería y no sonó; es decir, se le hizo tarde.
Esa mañana Nadia tuvo que tomar el subte, para llegar temprano a la universidad. Renegando mentalmente y culpándose por su retraso, corrió tan rápido como pudo para llegar a tiempo a la estación. Odiaba el subte, ¿pero qué podía hacer?
Ese día era diferente, o eso pensó ella. Algo raro pasaba. No había mucha gente en la estación. Trató de hacer cuentas sobre el tiempo transcurrido sin que ella tomara ese medio de transporte...
“Más de seis meses. ¿Habrían cambiado los circuitos? ¿Los horarios? ¡Ay, no!”, pensó.
“¿Y si cambiaron los horarios y no pasa ahora? ¡No voy a llegar a clase!”.
Su corazón empezó a latir con rapidez. Aunque en ella no hubiese nada destacablemente extraordinario, era responsable y esa era una de sus cualidades.
La luz que se veía al fondo del túnel la distrajo de sus pensamientos.
“Llegó, ¡qué bueno! Nada ha cambiado entonces. Bueno, sí, la cantidad de gente en la estación”, pensó.
A medida que se fue acercando la formación, Nadia observó que había puestos disponibles, un ¡guauuu! salió instintivamente de su boca. Cómo se le había arreglado el día.
Entró al vagón y se sentó sola. Antes de que se cerraran las puertas entró corriendo un joven de edad similar a la de ella. Se acomodó justo en la fila de enfrente. Nadia lo observó despreocupadamente. Él llevaba una mochila y libros en las manos. Iba a guardar algo en su bolsillo y los libros se le cayeron. Cuando se agachó a recogerlos, su mochila cayó también.
A Nadia su torpeza le pareció muy graciosa y se tapó la boca para que él no notara que se estaba riendo.
Sin embargo fue inevitable, lo notó. Y mientras levantaba sus cosas del piso la miraba fijamente, con una seriedad increíble. Nadia se acobardó y miró para otro lado. En ese momento el joven empezó a reír a carcajadas. Ella lo miró de nuevo y su risa era tan contagiosa que no pudo resistirse a la tentación. Los dos reían, pero era una de esas risas que van en aumento, y como no había casi nadie en el vagón, dieron rienda suelta a su alocada complicidad hilarante.
Cuando se fueron calmando, él sacó una pequeña libreta de su bolsillo. Era una de esas libretitas que ofrecen los vendedores ambulantes. Anotó algo, y cuando el subte hizo su siguiente parada, se puso de pie apresuradamente. Le entregó la libreta a Nadia y se bajó.
Ella, entre sorprendida y encantada, revisó la nota de su compañero de risa. Allí le había dejado su nombre y número telefónico. Ella esbozó una gran sonrisa, y en una actitud cliché, llevó la agenda a su pecho y no paró de sonreír.
A Nadia le quedaban cuatro estaciones para llegar a su destino. Obnubilada por el primer suceso extraordinario de su vida, no se percató de que el vagón se había llenado.
Cuando el altavoz anunció su parada, sorprendida por el tumulto, se puso de pie para tratar de salir y allí perdió la libreta.
Nadia fue sacada a empujones del vagón y no pudo recuperarla.
Devastada, ese día no se pudo concentrar. Decidió que iba a recuperar la libreta. Cuando terminó sus clases fue a la estación cabecera donde está la oficina de objetos perdidos. Allí preguntó al guardia de turno sobre su libreta. El hombre le informó que hasta la noche no tendrían el reporte de los objetos extraviados.
Al día siguiente Nadia tomó el subte hacia la facultad, con la ilusión de encontrar de nuevo a Daniel, su inusual compañero de risas. Pero no fue así.
Al terminar las clases volvió a la central de objetos perdidos. El encargado de turno le dijo:
—Debe volver mañana...
Los trabajadores del subte murmuraron por mucho tiempo sobre las motivaciones de la chica. Ese tipo de rastreo no era muy común, en general los objetos más buscados por sus dueños suelen tener valor económico, pero una simple libretita representaba un misterio. Después, con el paso del tiempo, se fueron acostumbrando a las visitas de Nadia.
Ella terminó la facultad viajando todos los días en subte. Subiendo cada día a un vagón diferente. Y de forma reiterativa, durante tres años, al salir de clase, volvió a la central donde ya todos la saludaban cariñosamente. La misteriosa búsqueda ya no les generaba preguntas, la presencia de Nadia se volvió normal.
Ella padecía una extraña enfermedad: el síndrome de Moebius, un desorden que le paralizaba los nervios de la cara que controlan la sonrisa. Hasta ese encuentro, ella nunca en su vida había sonreído.
Nadia jamás encontró la libreta.
DECONSTRUIR
Recuerdo el día en el que todos se fueron. Madre lloraba. Padre con un gesto severo, el de siempre, apenas resoplaba mientras se movía de un lado a otro sacando cajas. Hermana estaba triste. Sus ojos no brillaban, y su mirada insistentemente se dirigía al piso.
Los tres salieron sin esperanzas. Nadie miró hacia atrás. Yo me quedé mirándolos por la ventana mientras el auto se alejaba. Después leí de nuevo el recorte del diario que madre tenía pegado con un alfiler en su placar.
Cuando ella lo puso ahí, todo empezó a cambiar.
La última vez que salí de casa fue hace cinco años. Madre me había dicho que no saliera, padre estaba molesto conmigo, hermana apenas levantó los hombros. Ella no se quería meter. Involucrarse en peleas de familia no era lo suyo.
Madre no aceptaba a mis amigos, decía que eran cáusticos. Yo, burlándome de ella, la corregía diciéndole que eran “caucásicos”, y salía.
Era relativo, todo era relativo. Ellos para mí eran impasibles, para madre eran cínicos. Para mí eran osados, para madre eran descarados. Para mí eran intrépidos, para madre eran imprudentes. Para mí eran entusiastas intelectuales, para madre eran peligrosamente alienantes. En fin, jamás nos pusimos de acuerdo. Y de todas maneras yo los frecuentaba.
Hace cinco años salí de casa para verme con ellos. Era una salida importante para nosotros. Iríamos al bosque a entrenar. Yo ya había comprado las botas Dr. Martens y los tirantes. En la salida me iban a rapar la cabeza. Yo estaba ansioso. Teníamos como punto de encuentro un claro que surgía al final del sendero, detrás de la montaña negra. Ese día caminamos hasta la cima, eso lo recuerdo nítidamente. Hablábamos, reíamos, y entonábamos canciones consecuentes con nuestra filosofía. De repente, al llegar a la cima, ellos se quedaron en silencio. Se apartaron de mí. Una silueta salió del bosque con una vehemencia sorprendente. Recuerdo un grito agudo, luego el paisaje daba vueltas. Los árboles estaban arriba, y el cielo abajo. Después nada.
Cuando desperté