No podía creer que me estuviese alejando por la oscuridad del bosque, poco a poco, paso a paso, de mi madre. Pero así era. Dolía como si me arrancaran el corazón. ¿Quién hubiese dicho aquella mañana que de madrugada estaría huyendo de mi casa y abandonando a mi madre?
Aunque estaba abrigado, casi hasta los ojos, sentía frío; y eso que caminaba cargado con una mochila llena de ropa y algo de comida. Pero el esfuerzo físico no podía competir con la temperatura de aquella noche, ni con la ansiedad, ni mucho menos con el miedo.
No sé la razón, pero el caso es que me vino a la mente el paquete que mi hermano le había llevado a madre.
—¿Qué le ha vendido a la mujer de tu jefe?
—Las pocas joyas que tenía. Sabía que podía pasar todo esto, que las joyas no se comen, y se adelantó. Ha vendido valiosos recuerdos para que sus hijos puedan sobrevivir.
Me dejé llevar por la pesadumbre emocional y caí de rodillas al suelo, rendido. Era como si la mochila pesase una tonelada, pero una tonelada de pena. Mi alma frágil y afligida estaba congelada al igual que mis pies. Lloré tanto que hasta contagié a Gabriel. Él me abrazó y me animó a ponerme en pie y continuar. Así lo hice, pero mi ímpetu se había quedado en casa junto a mi madre.
El ritmo no era muy fuerte, ya que no se veía demasiado bien donde pisábamos y, para evitar caídas innecesarias, íbamos sin prisa. Solo se oían las pisadas de nuestras botas al romper algunas ramas y hojas secas, así como los primeros cantos de los pájaros que, ajenos a nuestro dolor, se despertaban por la inminente llegada del nuevo día. Anduve siempre atento a Gabriel, ya que sabía orientarse muy bien pese a caminar de noche. Él había hecho este recorrido unas cuantas veces; en cambio, yo solo dos o tres y hacía ya bastante tiempo. Esas poquísimas veces que anduve hasta la estación siempre fue para esperarle a él y a padre. Madre les preparaba una especie de pan relleno de embutido por si tenían hambre, me cogía de la mano y, con paciencia, nos dirigíamos a la estación, siempre de día y por el camino directo desde la sinagoga. Ahora la negrura lo inundaba todo y, si hubiese ido solo, seguramente me hubiese perdido.
La total oscuridad del cielo de la noche dio paso, lentamente, a los primeros colores rojos y morados. Las estrellas poco a poco se apagaron. El alba era un acontecimiento muy bello pese a todo lo desagradable que habíamos vivido hacía pocas horas. Para cuando llegamos a la estación, el sol ya brillaba y nos ayudaba a calentar nuestros cuerpos; pero su luz me incomodó, porque entre los llantos y la falta de sueño mis ojos estaban doloridos.
Allí había muchísimas personas. Gente cargada con maletas, con bolsos grandes y hasta con baúles. Nunca antes vi tanta gente reunida. Todos esperando la llegada del tren. Tuve la sensación de que había más gente despidiendo a sus seres queridos que esperando su llegada. Era como una espantada masiva. También había un gran número de soldados y perros, perros nazis. Nos dirigimos a la ventanilla donde se vendían los billetes y, pese a todo, pudimos comprar dos para el último vagón. El señor de la taquilla nos dijo que el tren llegaría en una hora y media aproximadamente, así que decidimos apartarnos del bullicio y sentarnos a desayunar. Subimos a un pequeño montículo coronado por unos árboles majestuosos y, apoyados bajo uno de ellos, vimos la llegada de más gente. Me fijé en mi hermano: tenía las manos sucias, así como los bajos de los pantalones y las botas. Ofrecía un aspecto demacrado. Seguramente yo no estaría mucho mejor que él. Todo lo acontecido durante esa fatídica noche había hecho mella en nosotros.
—Tenemos que ser fuertes, Simon. —Asentí con un leve movimiento de la cabeza—. ¿Recuerdas todo lo que ponía en tu papel?
—Sí, lo tengo todo grabado en la memoria. Mi nuevo nombre, la dirección, el nombre de nuestro supuesto padre muerto y el de nuestra nueva madre. Todo. ¿Y tú?
—Yo también.
—¿Te duele la muñeca?
—Solo un poco, no te preocupes.
La comida que llevábamos estaba realmente buena. Nuestro organismo necesitaba un poco de energía para recuperarse. Pobre madre, ya la echaba de menos.
—No tengas miedo, padre es muy listo y precavido, el plan es muy bueno. Cuando lleguemos deberemos confiar en nuestra nueva madre. La señora Michaela nos ayudará en todo, nos facilitará trabajo y cobijo. Deberemos poner empeño para pasar desapercibidos.
—Echaré de menos a padre y madre. Sé que te tengo a ti. Sé que me cuidarás mucho y me ayudarás en todo. Eres un buen hermano mayor, pero ellos son imprescindibles.
—Lo sé, para mí también. Pero la vida sigue, Gabriel. Además, ellos se han visto forzados y han querido que hagamos esto. Es lo mejor para nosotros, para todos. Ha sido su voluntad y debemos esforzarnos para que salga bien. Y lo haremos por ellos.
—Claro —afirmé sin estar convencido del todo.
De pronto, entre la multitud vi un grupo de soldados y policías, entre ellos destacaba claramente uno. La mayoría eran altos y fuertes excepto uno, que era inconfundible. Sí, allí estaba: el bajito, ese ser perverso. Ese villano que había truncado mi vida y la de mi familia. Vestía de igual forma que el día anterior y tenía la misma cara iracunda. El corazón se me iba a salir por la boca. Me acerqué a mi hermano.
—Gabriel, mira allá, donde está la taquilla, en el andén. ¿Ves a ese grupo de soldados? —comenté asustado.
—Sí. ¿Qué ocurre? Hay mucha gente.
—Fíjate bien. ¿Ves al policía bajito que pegó a padre y al tío?
—¡Oh, Dios mío! —exclamó a la vez que me agarraba por la pechera con su brazo bueno, llevándome detrás del árbol—. No podemos dejar que nos vea, seguro que nos reconoce. Y si lo hace, nos apresará.
—Pero el tren no tardará mucho en llegar y el maldito canalla está en el andén.
—Cuando veamos que se aproxima el tren debemos acercarnos y subir sin que nos vean. Eso sí, sin perderlo de vista.
—Esta pesadilla parece que nunca acaba. ¡Malditos nazis!
—Los nazis han venido para quedarse en el Gobierno, y ahora forman parte de nuestras vidas.
—No lo entiendo, hermano. Padre siempre decía que el Gobierno está para servir y ayudar al pueblo, y ellos parece que hacen todo lo contrario.
—Lo sé. Padre tenía razón. Pero ellos no van a desaparecer por ahora.
—Deseo con todas mis fuerzas que sí.
Enfadado con el Gobierno y con sus malvadas formas de tratar a la gente, maldecí a ese Adolf. Guardé el resto del bocadillo que no pude comerme y ayudé a Gabriel a colocarse su mochila. Me puse mi viejo gorro de lana hasta los ojos y subí mi bufanda para que me ocultara parte de la cara. Toqué dentro de mi bolsillo la identificación que me había proporcionado madre para poderla mostrar pronto ante el requerimiento de cualquier soldado o empleado del ferrocarril.
De nuevo, dirigimos nuestros pasos hacia la estación. A lo lejos podía ya distinguirse el ruido metálico de la locomotora. Alcé la vista hacia el cielo, ese pulcro cielo azul, pensando en que era el mismo al que mi madre estaría dirigiendo sus plegarias. Busqué al policía bajito y este seguía en el andén, pidiendo a algunas personas que abriesen sus pertenencias, discutiendo con otras…,