—¿Tenéis hambre, hijos? —nos interrogó mi padre mirándonos de reojo.
Esperé a que contestase Gabriel. Lo cierto es que, al sentarme y descansar, algo de hambre sí que tenía. «Ojalá diga que sí».
—No mucha, padre —«maldición»—, pero supongo que Simon sí. Yo beberé agua, estoy sediento. —Dibujé una ligera sonrisa. «Menos mal». Deseaba tanto mi sopa que empecé a percibir su olor.
En aquel momento apareció mi madre con dos platos rebosantes y humeantes. Era increíble cómo podía portar los platos hondos con la sopa hasta el mismo borde y no derramar ni gota.
—Hola, Simon. —Me lanzó una sonrisa cómplice para despejar el ambiente. Me levanté de la silla y le di un beso y un abrazo. Hacerlo siempre me gustó: la suavidad de sus manos, el tono amable de su voz y la dulzura de sus palabras eran mi cobijo; su perfume sutil a harina, verduras, brasas de leña, aceite caliente o queso me hacía volver al paraíso de mi niñez, me transmitían tranquilidad. Me sentía protegido. Nada podría ir mal si ella estaba junto a mí...—. ¿Cómo ha ido hoy la escuela?
—Muy bien, sin novedad. —Me giré hacia mi padre y, decidido, le hablé—: Padre, me ha dicho Gabriel que van a venir el tío Gustav y el primo Helmo. ¿Para qué? ¿Podremos ir después al bosque? —Noté el pinchazo de un gran aguijón, la mirada de Gabriel.
—Simon —dijo padre—, primero come. Luego ya veremos que podéis hacer. —«Entendido». Aquella tarde no iría con mi primo al bosque.
—Acompáñame un momento a la cocina, Simon, así me ayudarás con unas cosas... —intervino muy hábil mi madre para cambiar de tema.
Obedecí rápidamente. Gabriel, tras su mirada incisiva, volvió a contemplar el vacío. No sé qué había de interesante en ese vacío, pero a mi hermano le gustaba mucho. Siempre fue muy discreto, obediente, educado y se mantuvo fiel con padre. Yo era igual que él, solo que, si yo tenía dudas o no comprendía algo, lo preguntaba de inmediato.
Enfilé la puerta que daba acceso a la cocina, el santuario de mi madre, donde ella era la reina suprema. Allí controlaba y nada se le escapaba; todo ordenado; el fogón limpio y siempre disponible para preparar los alimentos que nos podíamos permitir. Mi padre por aquel entonces solía decir que era una mala época, así que ella se las arreglaba para poder conseguir verduras, lácteos y, rara vez, carne de vacuno al mejor precio. Tenía la maravillosa habilidad para transformar cualquier alimento en un manjar celestial. Los cubiertos y la vajilla, todos organizados en los cajones que padre había construido. En la alacena solía guardar queso, fiambres y dulces. Algunos meses antes, un vecino que encargó a padre unas estanterías no pudo pagarle y a cambio le ofreció tres gallinas, una pierna de cerdo, varios kilos de fiambre, un queso y dos litros de vino. ¡Menuda fiesta se montó en casa!
Encontré el misterioso paquete detrás de un recetario.
—Madre, ¿qué hay en este sobre?
—¿No te lo ha dicho tu hermano?
—No.
—Verás, tenía algunas cosas en casa que no necesitábamos y se las he dado a Gabriel para que se las vendiera a la mujer de su jefe. —«Misterio resuelto»—. Es dinero, solo eso.
Conforme con su explicación, cogí los vasos y las cucharas, y ella hizo lo mismo con la jarra de agua. Al llegar al comedor todo seguía igual, en silencio. Madre sirvió el agua, luego masajeó los hombros apesadumbrados de padre y, sin decir nada, me dejó comer la sopa, que estaba buenísima como de costumbre. Cuando terminé recogí todo, lo llevé a la cocina y fregué. En aquel momento, escuché la campanilla de la puerta. «Serán el primo Helmo y el tío», pensé. Salí corriendo para recibirles, aún con las manos mojadas. Efectivamente, allí estaban. Mi tío se parecía mucho a padre, pero era más joven y con unos cuantos kilos más. Tenía el semblante serio, pero, aun así, me acarició el pelo como siempre hacía. Por su parte, Helmo me dio un fuerte abrazo.
Pasamos todos al comedor. Mi padre y mi tío se sentaron en los extremos de la mesa y el resto, enfrente. Padre, antes de empezar, tomó aire.
—Bueno, quiero anunciaros que mañana por la mañana Gustav y yo partiremos hacia Berlín. Están ocurriendo muchas cosas en política y nuestra obligación es marchar hacia allí. Junto con el profesor Ritcher, el doctor Hartwig y algunos vecinos más, cogeremos el tren en Bonn por la madrugada, y antes del anochecer llegaremos a la ciudad. Por la mañana hemos quedado con muchos representantes y militantes del partido. Iremos a manifestarnos en contra del nuevo canciller y sus políticas poco democráticas y dictatoriales —miró a mi tío—, y algunas barbaridades más. —Gustav miró al suelo—. Forzaremos una huelga general. Haremos todo lo posible para que no se salga con la suya. Mientras tanto, Gabriel será el cabeza de familia. Madre será la capitana de la casa y estaréis absolutamente bajo sus órdenes.
—Helmo estará con vosotros aquí hasta que volvamos —dijo mi tío Gustav—. No dará problemas y ayudará como el que más. ¿A que sí, Helmo? —Mi primo miró a mi tío y, sonriendo, asintió varias veces con su cabeza pelona.
—Y será como un hermano más —añadió padre—. Ahora prepararemos algo de ropa y después iremos a la plaza para una última asamblea. Podéis venir y jugar un poco allí si queréis.
Era la primera vez que padre se marchaba y nos dejaba solos. Miré a mi madre y ella me regaló una mirada de tranquilidad y una leve sonrisa. Siempre sabía lo que yo necesitaba. En cambio, Gabriel seguía serio. Helmo me miró con cara de sorpresa; seguramente tampoco sabía nada del viaje de nuestros padres.
—Supongo que tendréis preguntas. Antes de nada, quiero tranquilizaros, no hay nada que temer. Tenemos una responsabilidad con el partido, pero, sobre todo, con vosotros, porque os afectaría el hecho de que nos quedásemos de brazos cruzados. Está en juego el futuro de todos. Pero estamos seguros de que nuestra protesta causará el efecto positivo que pensamos. A ver, ¿quién es el primero en preguntar?
El resorte que tengo en el brazo derecho, y que no puedo controlar, ejerció su mecanismo y levantó mi brazo sin que me diera cuenta de ello. En clase era cuando más se accionaba. Solía acribillar al profesor con mis preguntas.
—Padre, ¿cuánto tiempo vais a estar fuera? Porque Gabriel debe ir a trabajar a la pastelería. Si no, su jefe se enfadará con él y seguro que lo despedirá.
—Simon, no te preocupes por eso ahora —dijo mi hermano. Mi padre, madre y el tío Gustav rieron al unísono.
—Estaba seguro de que el primero que preguntaría serias tú, Simon. Estate tranquilo, volveremos en tres o cuatro días. Casi ni os daréis cuenta de nuestra ausencia. Ya he hablado con el jefe de tu hermano, no hay problema en que se ausente unos días.
Bueno, si solo eran tres o cuatro días, tampoco había de qué preocuparse. «Pero ¿ya estaba, nadie tenía más preguntas?». Yo sí que las tuve. «¿Dónde iban a dormir?, ¿qué clase de persona era ese nuevo dirigente?, ¿era seguro ir en su contra?». Pocas veces en mi vida había frenado mis ansias de saber, pero no dije nada más. Padre parecía más tranquilo y no quería estropear la divertida tarde que me esperaba junto a Helmo.
—Bueno, chicos —añadió madre con una sonrisa—, es hora de obedecer mis órdenes.
—Diga qué desea, tía Laura —respondió veloz Helmo.
—Acercaos los dos a la tienda de los Thelen. Os darán un paquete con queso y algo de fiambre. Tú, Gabriel, ve a la pastelería a por dos panes grandes. Aquí tenéis el dinero.
Gabriel y Helmo lo cogieron. Mientras, padre y el tío se levantaron y dieron por terminada la reunión. Salieron hacía la carpintería y los acompañamos.
—Padre, me gustaría acompañaros a la estación para despediros. ¿Me dejarás ir? —pregunté acercándome a él y separándome unos metros de Helmo.
—Pequeño Simon, no creo