El tío Gustav se levantó y, sin mediar palabra, golpeó en la cara al policía bajito, que era el que tenía más cerca. Su fuerte puño impactó con tanta fuerza en su mandíbula que cayó de bruces en el suelo y el sombrero voló por los aires. Tío lo levantó del suelo cogiéndole por la pechera y colocó el filo del cuchillo en su garganta. El policía agredido estaba un poco inconsciente, con los ojos en blanco y sangrando notoriamente por la boca. El agente alto y fuerte se movió con rapidez y agarró al tío con una maniobra asombrosa, que hizo que su cara se estrellase contra el suelo. El cuchillo rodó hasta mis pies. La rodilla del gigante reposaba con firmeza encima de la espalda del tío, que, inmóvil, gritó de dolor. Lo esposaron. Mi hermano levantó los brazos en un ademán de rendición y mi primo le siguió. Yo no me moví. No pude. Mi resorte no se activó. El cuchillo seguía a mis pies, pero no lo cogí. Todo pasó muy rápido, demasiado. Mi cuerpo estaba paralizado, en parte por la sorpresa y en parte por el tremendo miedo que aquellos hombres me hicieron sentir.
Cuando el bajito se recuperó empezó a hablar a gritos, terriblemente enfadado, mientras se limpiaba la sangre con un pañuelo inmaculado hasta ese momento.
—¡Malditos comunistas del demonio! —nos gritó.
Padre quiso hablar para defenderse, pero no pudo. Recibió un puñetazo en el estómago y cayó de rodillas maniatado. El agente golpeado se colocó enfrente de él.
—Escoria comunista, no eres ni tan siquiera capaz de defenderte en tu propia casucha. Me dais tanto asco... Todos los de vuestra calaña sois iguales. Os merecéis lo mismo. ¡Todos!
—Pero, ¿qué está diciendo? Somos una familia humilde y honrada que sobrevive gracias al trabajo que realizamos con nues...
No consiguió terminar de hablar. El bajito enfadado le propinó un rodillazo en la cara.
—¡Encima pretendes mentirme! Así sois, no lo podéis evitar. Quiero hacerte daño. Me das tanto asco que solo tu presencia me produce arcadas. Pero no solo tú, todos los que son como tú —añadió mientras nos señalaba—. Sois como una plaga, como la peste. Ninguno de vosotros deberíais haber existido. —Volvió a mirar a padre—. Pero ya que estás aquí, te utilizaré. Yo me encargaré de destrozaros, de eliminaros. Será divertido veros sufrir. Así pagaréis por lo que sois. —Se dirigió a nosotros—. Lástima que, por ahora, solo nos llevaremos a estos dos. Pero tened cuidado, niños, porque sabemos suficiente de vosotros.
Fue en aquel momento cuando rompí a llorar. De rabia, de miedo, de impotencia. Estaba saboreando un sentimiento nuevo: la ira. Quería golpear a esos soldados hasta que me pidieran piedad.
—Niñato llorón, ¿no te gusta lo que le pasa a tu padre? —me preguntó aquel miserable.
—No, en absoluto. Déjele, por favor. Se lo suplico.
—Idiota —rio—. Tu padre y su hermano son unos agitadores revolucionarios en contra del pueblo alemán, como tantos otros en este miserable pueblo. Por eso nos los llevamos, para interrogarlos con tranquilidad. Tenéis suerte de no venir vosotros también.
Vi que Gabriel cogió un tenedor que estaba sobre la mesa e imaginé con facilidad sus intenciones. Al igual que el agente bajito, quien, rápido como el viento, con un brazo le apretó el cuello y con el otro le cogió la mano y se la estrujó con una fuerza asombrosa. Mi hermano no podía chillar, se estaba poniendo morado. Se escuchó cómo se rompió la muñeca de Gabriel. El agente lo soltó y en aquel instante mi hermano también lloró desconsoladamente de dolor. Madre acudió a sostenerle la mano.
El furioso agente nos volvió a señalar a todos con desprecio, incluida mi pobre madre, que retenía con dignidad sus lágrimas.
—Para mí sois la misma basura, pero con distinta edad —afirmó con arrogancia—. No os puedo ver sin sentir repugnancia. —Miró fijamente a Gabriel—. Espero que hayas aprendido la lección. La próxima vez te romperemos los brazos y las piernas.
Hizo una señal a los otros, que contemplaban la escena sin inmutarse, para que sacaran a padre y al tío de la casa. Debían de estar acostumbrados al brutal comportamiento de su superior. Resignados y sin poder defenderse, ambos fueron sacados a empujones y patadas. El infame agente se dirigió a la puerta, giró la cabeza y, sonriendo, desenfundó su pistola y nos apuntó con ella. Me temí lo peor y apreté con fuerza mis molares, mientras temblaba ante el posible fin de nuestras vidas.
—Pum, pum, pum, pum. Terminad y disfrutad de la cena, quizá sea la última. ¿Quién sabe si pronto volveremos a por vosotros...?
Guardó su arma y salió de casa dando un terrible portazo. Nadie dijo nada, solo llorábamos. Se escuchó el motor de una furgoneta que arrancaba a lo lejos. Recuerdo que me asomé a la ventana, apartando con sutileza la cortina, y tras limpiar mis lágrimas pude ver cómo metían a empujones al tío dentro y cómo golpearon todos varias veces a mi padre, hasta que este cayó. No se levantó. Entre dos agentes lo agarraron de los brazos y los pies y lo tiraron dentro, como si fuera un fardo. Por una ventana de la furgoneta pude distinguir la cara ensangrentada del profesor Ritcher.
«¿Qué habrían hecho mi padre, mi tío y el profesor para que unos hombres de la policía les pegasen y se los llevaran detenidos?». No podía pensar con claridad. Todo estaba borroso en mi cabeza. No entendía nada. Nada. Yo era un adolescente que había contemplado la violencia pocas veces: cuando Hansel me golpeaba gratuitamente, las veces que se peleaba con cualquiera o cuando me forzaba a pasear por el bosque. Verla así de contundente y en toda su crudeza me causó tal horror que todavía hoy temo a determinados hombres.
Aún puedo escuchar el llanto desgarrador de mi hermano. Aún puedo sentir la vibración de la mesa por los golpes que mi primo le daba con la cabeza. Aún puedo ver las lágrimas cayendo suavemente por las mejillas de mi angustiada madre. Aún siento el dolor de la forzada ausencia de mi padre.
Durante aquella noche dolorosa y gris no pude dormir; de hecho, ninguno lo hicimos. El tormento y la incertidumbre nos lo impidieron. Todos teníamos algún dolor: Gabriel en la mano, Helmo una pena transformada en ansiedad, mi madre solo tormento en el alma y a mí me dolía el estómago por los nervios.
Madre ni tan siquiera se puso el pijama. Estaba sentada callada en una de las sillas del comedor. Recogió los platos y la comida sobrante, y limpió las manchas de sangre del suelo. Algunas eran de padre, otras de mi tío y otras de sangre nazi. Después nos indicó con pocas palabras que nos fuéramos a nuestras habitaciones a descansar, pero fue imposible. Ella estaba profundamente rota, hecha añicos, cual espejo que cae desde lo alto de la pared y se golpea sin remedio contra el suelo. Sus restos anímicos estaban esparcidos por todo el comedor. Helmo estaba mal y parecía sentirse desorientado. Además de la pérdida de su madre, aquel día le habían arrebatado a su padre, su único referente afectivo. No paraba de llorar, pero en silencio. Claramente estaba en estado de shock. Intenté hablar con él, pero prefirió estar solo, no necesitaba compartir su dolor. Era suyo y de nadie más. Gabriel ya estaba más calmado, aunque seguía sintiendo grandes dolores en la muñeca. Sudaba, estaba frío y parecía que tuviese gripe. Madre se la había sumergido con ayuda de un gran cuenco. Luego se la vendó y él, poco a poco, recuperó el color de piel y se secó la frente. Mi madre, de nuevo, se volvió a sentar.
Yo me encontré sin saber qué hacer ni qué decir. El dolor del estómago era persistente y por momentos lo acompañaba una presión en el pecho. Intenté respirar lento y profundo para calmarlos. Cuando el sinsentido te arrebata a tu padre en la privacidad y seguridad de tu hogar, lo pierdes todo. Pero algo había que hacer, teníamos que reaccionar. Debía intentar animar a mi hermano.
—Gabriel, debemos ir a casa del doctor Hartwig a que le eche un vistazo a tu muñeca.
—No