—¿Puedo acompañarte, Gabriel? —No quería dejarlo solo.
—Sí, claro. ¿Vienes tú también, Helmo?
—Yo no quiero ver a nadie, primo. Solo a mi padre. Quiero encontrarlo y que vuelva conmigo, pero tengo la certeza de que ya nunca lo volveré a ver, ni vosotros a vuestro padre. Lo siento, de verdad, lo siento mucho —afirmó mientras se limpiaba las lágrimas con el puño de su camisa.
—Helmo, antes de lo que piensas los tendremos aquí con nosotros. Habrá sido una confusión. Y ten por seguro que esos policías pagarán por lo que nos han hecho. Nuestros padres son buenas personas, así que pronto los soltarán —le expliqué intentando calmarlo. Gabriel entró de nuevo a la habitación.
—Vámonos. Todos. ¡Ya! Andando —ordenó mi hermano elevando un poco la voz para hacer reaccionar a Helmo, mientras se sostenía con la mano izquierda la derecha.
Yo estaba en la puerta de la habitación dirigiéndome hacia el comedor cuando Helmo habló:
—Siento desobedecerte, primo, pero no voy a acompañaros. Id sin mí, por favor. Dejadme aquí. Estáis ciegos si pensáis que volverán.
—Pero, Helmo, ¿qué vas a hacer aquí solo? Ve por lo menos con nuestra madre —insistió Gabriel.
—Déjalo. —Helmo estaba decidido a no venir—. Aquí estará mejor —añadí.
—Está bien, como quieras. Necesito que me mire la muñeca el médico lo antes posible. Iremos rápido y volveremos antes de una hora. Salgamos ya, Simon. Mientras tanto, intenta descansar, primo.
Nos despedimos de madre y, antes de salir, esta nos entregó un sobre para la mujer del doctor. Le aterraba la idea de que nos cruzásemos con algún soldado nazi y por eso nos pidió que tuviésemos mucha cautela. Y así lo hicimos.
Caminamos rápidamente en la fría oscuridad de la noche y sin hablar para poder escuchar cualquier sonido extraño que nos hiciese desconfiar. Los pasos que dábamos eran sigilosos, como los del gato que acecha. Estábamos en alerta.
Pobre padre. Cuánto deseé que lo sucedido esa noche fuera solo una pesadilla. Pero la realidad superaba cualquier ficción que hubiese podido leer en los libros. La presión del pecho había desaparecido, pero el dolor del estómago, no. Hacía mucho frío, pero no importaba. Durante el camino no vimos nada raro y llegamos a casa del médico. Valentín Hartwig era un hombre mayor, cristiano, alto, rubio y con una gran barriga. No era simpático, pero madre decía que era muy bueno en su profesión. Padre y él eran grandes amigos, y formaba parte del grupo que se reunía en la plaza con asiduidad. A mí me inquietaba tener que ir a verle cuando estaba enfermo. Su bata blanca me daba pavor, pero siempre fue capaz de sanarme con potingues que sabían a rayos o con dietas. Estaba seguro de que, sin pestañear, aliviaría el dolor de mi hermano y con un certero diagnóstico le pondría un óptimo tratamiento. No pude dejar de pensar en padre durante todo el trayecto. ¿Cómo estaría y dónde, qué habría hecho para que lo secuestrasen en mitad de la noche? Y, sobre todo, ¿cuándo volvería? Estaba tan preocupado por él que no sentí miedo por pasear bajo la luna con una alta probabilidad de ser atacado por algún nazi. Quizá compartía los genes valientes de mi padre.
Llamamos a la puerta despacio. Nadie contestó ni tampoco se oía nada dentro de la casa. Golpeamos de nuevo en la puerta, esta vez un poco más fuerte. Silencio. Nos miramos extrañados.
—Doctor Hartwig, somos Gabriel y Simon, los hijos de Salvator. Abra, por favor —dije en voz baja, mientras contemplaba el cálido vaho que salía de mi boca como el humo de una chimenea.
A través de una ventana, distinguimos una leve luz moverse dentro de la casa. Una figura portaba una vela por el comedor. Se escuchó el sonido de la cerradura y nos abrió la señora Marie, la mujer del médico.
—Pasad, rápido —nos pidió mientras miraba a nuestro alrededor como buscando algo en la oscuridad.
Ella era una elegante mujer, rubia, alta, de unos sesenta años. Se notaba que en su juventud fue bella y esbelta, con seguridad admirada por infinidad de hombres. En aquel momento ya andaba con dificultad, ayudada por un bastón de madera. Cerró la puerta y nos miró a los dos muy extrañada por nuestra visita.
—¿Qué hacéis aquí, chicos?
—Buenas noches, señora. Discúlpenos por venir a molestarla a estas horas, pero ha sucedido una tragedia —afirmó Gabriel.
—¿Se han llevado a vuestro padre también? —respondió abatida y resignada.
—¿También? —solté, curioso.
—Hace un rato que han detenido a mi marido.
—Sí, señora. A nuestro padre y al tío Gustav —contestó mi hermano.
—¡Y les han pegado! ¡Y a Gabriel le ha roto el brazo un policía!
—¡Calla un momento, Simon! —me gritó mi hermano.
—Tranquilos. —Cerró un instante los ojos y respiró hondo—. Sentaos, por favor —nos pidió señalando un sofá azul. La obedecimos y ella se sentó enfrente, en una butaca igual al sofá—. Contadme, ¿cómo estáis? ¿Cómo está esa muñeca, chico?
—Siento pinchazos y me quema mucho. El nazi me dobló poco a poco la mano hasta que ya no pudo hacerlo más. No puedo moverla, está como muerta —le explicó con notables gestos de dolor.
—Permíteme ver esa mano. —Ella no era médico, pero realmente lo parecía. Examinó con sumo cuidado la maltrecha mano de mi hermano.
—Te llamas Gabriel, ¿verdad?
—Sí, señora.
—¿Cuántos años tienes ya? ¿Veinte?
—No, no. Tengo dieciséis. El próximo mes será mi cumpleaños.
—¡Dieciséis! Es increíble cómo crecéis.
Mi hermano ya estaba bastante despistado con la conversación como para darse cuenta cómo la señora Marie con sus manos, con marcas evidentes de la edad y no muy fuertes, realizaba una maniobra precisa. Gabriel chilló como nunca antes, pero después, como por arte de magia, podía mover la mano.
—Perdóname, muchacho, pero no había otra solución. El policía te había provocado una luxación perilunar. No te preocupes, chico, ahora te duele mucho, pero pronto estarás recuperado.
Gabriel lloraba de dolor. Me estremecí al pensar que un agente de la autoridad pudiese infligir tanto dolor a un joven por nada.
Doña Marie nos ordenó que la siguiésemos hasta la habitación de curas. Una vez allí, le puso una férula en la mano para ayudar a su recuperación. Después le administró una inyección en el brazo para calmar su dolor. En aquel momento, recordé la carta que me había dado mi madre y se la entregué.
—Esto es de parte de nuestra madre. —Se la entregué y ella, sin mirarla, la guardó bajo un libro.
—Me lo imaginaba, la estaba esperando. —Hizo una pequeña pausa y noté en su mirada un halo de lástima por nosotros—. Y tú, pequeño, ¿estás bien?
—Me duele mucho el estómago. Como si tuviera cien abejas enfurecidas picándome dentro.
—No te preocupes —me dijo mientras me acariciaba el pelo—. Verás como se te pasa poco a poco. Te duele a causa de la tensión de esta noche; es posible que hasta tengas problemas para respirar con normalidad. Si es así, cierra los ojos y piensa en algo que te guste, en algo bonito. ¿De acuerdo? Ahora volved a casa con cuidado, decidle a vuestra madre que he recibido su carta y dadle un fuerte beso de mi parte.
Pese a los sucesos de esa noche, aprendí mucho con la mujer del médico. Siempre tranquila, serena, segura y certera. Nos despedimos de ella y yo la abracé, agradecido por su ayuda. Volvimos a casa con el mismo sigilo que antes, pero con menos dolor; Gabriel estaba mucho mejor y yo tenía más ánimo. Solo quería