El nazi olvidado. Francisco Vera Puig. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Francisco Vera Puig
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788417307752
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tren por las escalerillas. Estoy convencido de que, de no ser por su muñeca malherida, mi hermano hubiera cogido sin dudarlo la maleta de la señorita.

      Al pobre Gabriel, al verla, se le puso una sonrisa estúpida y las mejillas se le sonrojaron. No pude evitar reír. Así que, gracias a la chica de los grandes pechos y a aquella absurda situación, nos alegramos los dos y apartamos nuestros grises pensamientos por un instante.

      Al salir del tren respiré hondo y pude sentir la brisa gélida que acariciaba mi rostro. El frío hizo que me brotasen algunas lágrimas. Gabriel, en cambio, observaba con atención alejarse a la señorita, que caminaba con hipnóticos contoneos de cadera. ¡Qué poco necesitan los hombres para olvidar un amor! En el fondo me alegré por él, había estado tremendamente callado y triste todo el tiempo, la melancolía le había estado comiendo por dentro, y en aquel momento le cambiaron la cara y el espíritu.

      Busqué al señor Gerber entre la multitud que descendía del tren y que se diluía entre el gentío que esperaba en el andén y aquellos que deseaban subir al vagón, pero no lo vi. Me hubiera gustado despedirme de él, había sido muy amable conmigo. Pero ni rastro de él. Por el contrario, sí había una buena representación de soldados nazis con sus semblantes nazis y sus perros nazis. La mayoría de ellos poseían miradas frías y antipáticas, como si aborreciesen a todas las personas ajenas a ellos y a los suyos. En menos de un día vi a más de un centenar de soldados y no recuerdo que ninguno tuviese un gesto amable con alguien o una sonrisa; no me acostumbraba a su presencia. Seguramente eran unos pobres chicos tristes y deprimidos. Estaban fuera de lugar, aunque el que realmente estaba así era yo. Nos alejamos de ellos de inmediato, no necesitábamos más problemas.

      El cambio era evidente nada más descender del tren. La estación era muy diferente a la del pueblo, esta era imponente y con mucho estilo. Sin embargo, todas las personas que veía se comportaban como las que me crucé en la otra estación. Se podía apreciar el hastío, la turbación y el tormento que parecían sentir todos. Era insólito percibir tanta tristeza. Supuse que todas aquellas personas tenían unas circunstancias similares a las nuestras o incluso peores. Cuando conseguimos salir de la aglomeración noté el brazo de Gabriel sobre mis hombros.

      —Es hora de buscar a la señora Michaela —dijo mi hermano con un gesto de felicidad.

      —Sí, Theaterstrasse —añadí veloz como de costumbre. Había memorizado a la perfección todos los datos que nuestra madre nos proporcionó. El problema era que ninguno de los dos teníamos ni la más remota idea de dónde se encontraba ese lugar—. ¿Hacia dónde vamos?

      —Salgamos de aquí. Iremos hacía el centro. Solo tenemos que dirigirnos hacia algún edificio alto, una iglesia o una sinagoga, por ejemplo. Lo normal es que estén en el centro de la ciudad. Una vez allí, preguntaremos en algún comercio.

      Salimos de la estación dejando atrás su bella arquitectura. Al levantar la mirada contemplamos el campanario de una iglesia, que se levantaba majestuoso ante nosotros. «Un golpe de suerte», pensé. Y hacia allí nos dirigimos, tal y como había dicho Gabriel. Caminamos por una avenida con grandes árboles y gente que iba y venía, algunas personas con urgencia y otras con la parsimonia característica del que pasea por su ciudad. Algunas vestían con gran estilo. Lucían sus abrigos caros de diseño con gran elegancia; estos eran los de la parsimonia. Los que tenían prisa, sin embargo, vestían de forma humilde y eran más abundantes.

      Íbamos tranquilos, sin prisa. Cada uno con nuestros pensamientos. Callados. Tristes. Cansados. Si no hubiésemos llevado aquellas ropas gastadas y un poco sucias, nos hubiéramos parecido a los de la parsimonia. Yo pensé en mis padres, en mi tío, en qué estaría haciendo madre sola en el pueblo y si la habrían dejado tranquila los soldados. También pensé en mi primo Helmo y en su huida desesperada hacia lo desconocido. Pero sobre todo pensé en mi padre, si estaría a salvo y en buen estado. Lancé mis plegarias al aire, deseando con toda mi alma que estuviesen bien. Supuse que mi hermano estaría todavía imaginando el balanceo de los glúteos de la señorita del tren.

      Tuve sed, así que saqué la cantimplora y de un solo trago la vacié. Al girar por una calle que daba a la plaza de la iglesia, nos dimos de bruces contra unos soldados. No podía ser cierto. El antiguo dolor de estómago volvió de inmediato. Mi corazón volvió a las taquicardias. La cantimplora se escurrió de mi mano y desapareció rodando detrás de un árbol. Miré a mi hermano y él a mí.

      —Joder, ¡maldita sea! ¿Estáis ciegos o qué os pasa? —exclamó el soldado más joven mientras me empujaba sin ningún tipo de miramiento.

      Caí sobre el brillante suelo de la calle, mojado por el deshielo de los restos de nieve, y pude ver mi rostro de pavor reflejado como en un espejo.

      —No era nuestra intención molestarles. Les ruego que nos perdonen —les imploró Gabriel.

      —Disculpen, señores —añadí, tratando de disimular mi espanto mientras me incorporaba.

      —Me dan ganas de partiros la boca ahora mismo. A ver, pareja de idiotas, ¿de dónde venís y a dónde vais? —nos interrogó el soldado.

      —Vamos a casa, señor. Tenemos hambre y ganas de darnos una ducha —respondió con prontitud y serenidad Gabriel.

      —Sí, eso es. Y, bueno, acabamos de bajar del tren, que ha llegado con bastante retraso. Venimos de visitar a nuestros familiares cerca de Frankfurt. El viaje ha sido largo.

      —¡Dejadme ver vuestros documentos! —nos ordenó el soldado, que nos miraba con total desconfianza.

      —Claro. —Busqué en mis bolsillos, aparté con atención el papel que me había dado el señor Gerber y saqué con cuidado el documento que me entregó madre. Mi hermano hizo lo propio—. Tenga.

      —Veamos... Tú eres Frank Geissler. —Asentí sin abrir la boca—. Y tú, Albert Geissler. —Miró el documento y a nosotros. Repitió ese gesto una vez más. Me estaba empezando a poner nervioso—. ¿Sois hermanos?

      —Así es, señor.

      —Hermanos bobos es lo que sois. —Comenzó a reír. Miré de reojo a Gabriel y él a mí—. Ya, y decís que vais a casa, ¿sí? —Volví a afirmar con la cabeza—. A comer con vuestra madre. ¿Es cierto eso, Albert?

      —Absolutamente, señor. Así es —contestó mi hermano.

      —¿Seguro?

      —Por supuesto. Tenemos ganas de llegar a casa —añadí atemorizado. Estaba seguro de que se había percatado de algún error en el documento.

      —¿No os dais cuenta, par de idiotas? —No entendía qué era lo que pasaba. Le mostró los documentos al otro soldado, que empezó a reír también.

      Silencio. Silencio y desconcierto por nuestra parte. Risas y burlas por la de ellos.

      —No sé a qué se refiere, señor. —«¡Dios! ¿Qué pasa ahora?», pensé.

      —Sois rematadamente memos —continuó el soldado, riendo.

      —Lo supe en cuanto los vi, mi cabo. Infinitamente idiotas —dijo el otro soldado limpiándose las lágrimas de la risa.

      —Vais en la dirección opuesta, cabezas huecas. Vuestra maldita casa está próxima a aquel campanario de allá. —Me propinó una colleja, a la vez que hacía ostensibles gestos con las manos burlándose de nosotros—. No sabéis por donde andáis, confundís vuestra mano derecha con la izquierda. Alemania necesita un pueblo inteligente y despierto, y vosotros ni siquiera sabéis llegar a vuestra casa. Vuestro domicilio está en aquella dirección. —Con su dedo índice nos indicó el rumbo que debíamos tomar. «¡Era eso! Maldita sea, qué torpeza la nuestra». Me faltaba el aire al pensar en qué excusa darle.

      —¡Oh!, sí. Tienen razón —dijo Gabriel.

      —Vaya, es verdad. Es que... estábamos hablando de... y no nos hemos dado cuenta...

      —Dejad de soñar y jugar, y creced de una puta vez. Los niños no sirven para nada, estorban el camino de los hombres. Vosotros ya sois mayores,