—Gabriel, madre y Helmo no están. He mirado en toda la casa y no los encuentro —dije temeroso por si hubieran vuelto durante nuestra ausencia los malditos policías.
—Mmm... No te preocupes, Simon. Seguramente habrán salido a traer más leña. —Mi hermano era muy avispado. Podía ser cierto lo que decía, ya que la chimenea estaba apagada y empezaba a notarse algo de frío en la casa. Quizá tuviera razón... o quizá no.
Así pues, decidimos sentarnos en el comedor a esperarlos. Sin hablar. Habían ocurrido muchos acontecimientos negativos en una misma noche y era difícil digerirlos todos. Sin mi madre, volvió el intenso malestar de estómago. Recordé el consejo de la señora Marie e intenté pensar en otra cosa para evadirme del dolor, las dudas y los malos pensamientos. No pude evitar recordar las tardes que pasé en la carpintería junto a padre y mi hermano. Esas en las que la potente y afinada voz de Gabriel interpretaba increíbles composiciones de Wagner, Strauss o Mozart. Lo inundaba todo con sus notas, era muy emocionante.
Escuchamos la puerta abrirse y nos giramos rápidamente para ver quién entraba. ¡Era ella! Nos miró sorprendida y con gesto de alivio. Llevaba un pequeño paquete sucio con tierra húmeda.
—¡Mamá, por fin has vuelto! Gabriel ya tiene la mano casi bien.
—Sí, madre. La mujer del médico me la ha colocado en su sitio y me ha pinchado un calmante.
—¿Has visto la muñequera que lleva Gabriel? ¡Hasta le ha puesto una inyección! La señora Marie ha sido muy amable con él, solo que el médico no...
—No estaba, ¿verdad? —dijo con seriedad.
«¿Cómo podía saber ella que se habían llevado también al médico?».
—Seguramente se habrán llevado a todos los amigos de vuestro padre, con los que solía reunirse, a todos. Los nazis son así, lo sabíamos, pero se han adelantado. —Estaba muy triste, era evidente. Levantó la mirada y, sonriendo de forma leve, continuó—: Por fortuna, padre pensó en vuestra seguridad en un caso extremo como este y enterró en el bosque esta caja. —Estábamos expectantes—. Ideó un plan de emergencia para que pudieseis escapar y estar a salvo. Estad seguros, hijos míos, de que antes o después volverán los nazis a por vosotros. —Abrió la misteriosa caja y sacó unas hojas—. Aquí tengo varias cosas: unos documentos falsos para vosotros y una hoja en la que están todos los datos que debéis memorizar a la perfección, los datos de vuestra nueva vida. También hay una dirección y un nombre. Es aquí donde tendréis que ir para estar seguros. Allí os atenderá una señora que conocemos. Es una buena persona. Esto es para ella. —Le entregó a mi hermano un sobre—. ¡Escóndete esto bien, Gabriel! Ella os aconsejará sobre lo que tendréis que hacer para integraros en vuestra nueva vida y pasar desapercibidos.
—Pero, mamá, ¿qué estás diciendo? ¡Yo no puedo vivir sin ti! ¿Cómo vamos a irnos y dejarte aquí sola? —exclamé sintiendo de nuevo el dolor en el estómago. Gabriel parecía estar de acuerdo con ella.
—Querido Simon, son momentos difíciles y no hay otra salida. No es una opción. Aquí no os podéis quedar de ninguna de las maneras. Prefiero saber que estáis lejos y vivos a dejaros aquí y que os lleven los nazis, y… —En ese punto del discurso perdió la entereza y rompió a llorar. Además del dolor, volví a tener esa presión en el pecho que me dificultaba respirar—. Lo siento, hijos míos, pero no hay tiempo que perder. Debéis coger algo de ropa y os he preparado un poco de comida para el viaje. En este sobre —se lo entregó a Gabriel— tenéis algo de dinero para el billete del tren y los primeros días. Debéis ser fuertes, sé que lo sois. Estudiaos todos los nombres, fechas y demás anécdotas que os escribió vuestro padre. —Silencio—. No volváis. Ni se os ocurra o terminaréis luchando en la guerra. ¡Dios, cuánto os voy a echar de menos! Confío en que la educación que os hemos dado, junto con el coraje y la fuerza de vuestras almas, os ayudarán en este plan. Nada puede salir mal. Será difícil, hijos, pero confiad en vosotros y ayudaos mutuamente.
No pude más y, rompiendo a llorar, me lancé a abrazarla. Me colmó de dolor y miedo pensar que iba a separarme de la persona que me había dado absolutamente todo. Ella, que me había cuidado con esmero; ella, que me había enseñado a amar; ella, que comprendía enteramente cómo era yo; ella, la que hubiera dado la vida por mí... y yo por ella. «No podré vivir sin ti», pensé entre sollozos.
—Madre, ¿dónde está Helmo? —preguntó Gabriel.
—Me imagino que seguirá en su habitación. Cuando salí estaba allí.
—He mirado por toda la casa y no lo he visto —contesté mientras me secaba las lágrimas con la mano.
—¿Has buscado bien, hijo? ¡Helmo, ven al comedor! —Pero este ni vino ni contestó—. En fin, no creo que se encuentre muy lejos, habrá salido a tomar el aire.
Nos pusimos nuestros abrigos y fuimos a buscarle para traerlo de vuelta. El frío ya no hacía mella en nosotros, estábamos tan concentrados en encontrar a nuestro primo que no reparamos en cuán gélida era la noche. Examinamos con atención y precaución toda la zona próxima a la casa, así como la carpintería y el pequeño almacén, pero no vimos ni rastro de Helmo. Volvimos a entrar en casa. Madre fue directa a mirar en la habitación donde lo habíamos visto por última vez. Sobre el pequeño escritorio de madera, que como otras tantas cosas también había construido padre, encontramos un trozo de hoja escrita por mi primo. Madre se la entregó a Gabriel para que la leyera.
No puedo quedarme aquí perdiendo el tiempo. Cada minuto que pasa se alejan más y será más difícil encontrarlos. Pensáis que van a volver pronto y no será así. Mi padre me ha hablado muchas veces de política, sobre los nazis, y sé que los han apresado por comunistas. Aquí nadie hace nada para recuperar lo que es nuestro. He ido a traerlos de vuelta. Os quiero.
Madre, con un gesto de rabia, le arrebató la carta a mi hermano y la leyó. Estaba muy afectada. Ninguno habríamos imaginado jamás que se atreviera a salir de casa. Al pensar en los problemas que podría tener mi primo, me estremecí e hice algo que nunca había hecho hasta aquel día y que nunca volví a hacer: agarré fuerte la mano de mi hermano, consciente de la temeridad de Helmo. Él me miró y respondió con unas caricias en la mía, gesto que agradecí enormemente. «Helmo está absolutamente loco».
—Maldita sea. ¿Pero qué has hecho? —exclamó madre entre triste y furiosa.
Era imposible saber dónde podría estar. Había pasado ya más de una hora desde que lo vimos por última vez, era demasiado tiempo para dar con él. Podría haber ido en cualquier dirección. Sí, Helmo estaba completamente fuera de sus cabales. Con seguridad los soldados lo habrían apresado ya y lo estaban preparando para llevárselo al frente, o en el mejor de los casos se habría perdido.
Sé que mi madre se lamentaba y se sentía culpable por no haber podido prever e impedir su escabullida. Aún sigo enfadado con él por su inconsciencia y por hacerla sentir mal.
Madre gestionó lo mejor que pudo aquella situación. Siempre fue una persona muy prudente, pero aquella noche actuó con firmeza, decisión y coraje. Los acontecimientos iban cobrando tintes cada vez más dramáticos.
—Debéis marcharos ya —dictaminó, serena, nuestra madre—. Tenéis un largo viaje hasta llegar a vuestro destino. Ojalá encontréis de camino a la estación a Helmo, pero lo dudo. Hasta que subáis al tren debéis tener mucha cautela. Si os encontráis a algún soldado y os pregunta, ceñíos a lo que habéis leído. Respondedles con su mismo saludo y sin miedo. Rezaré por vosotros cada día para que estéis bien y para que Dios os ayude y os dé fuerza.
Hasta aquel día siempre fui un niño feliz, nunca me faltó de nada ni eché nada de menos, pero aquella noche tuve que madurar a la fuerza. A partir de entonces mis años se duplicaron y una vejez precoz pudrió todo mi destino, colmándolo de soledad. Mi futuro se esfumó y mis pecados me aplastaron. Aquel día mi vida y las de todos comenzaron a cambiar. Y empecé a perder todo y todo me faltó.
CAPÍTULO 3