⎯Era Ash ⎯dijo Rosas después de una corta conversación y pasando a su lado sin insistir más en el tema⎯. Nos están esperando.
Ambos empezaron a caminar alejándose del oscuro agujero en la arena. A los pocos minutos llegaron a una escalera de cemento que, en tres líneas en zigzag, llevaba a la parte alta. Cuando Palmer pisó el asfalto, lo primero que vio fue la ambulancia a su izquierda. El sudor se deslizaba por su espalda como una cascada y sintió el escozor de las saladas gotas caer sobre sus ojos. Rosas, a su otro lado, trataba de mantenerse erguido, pero era evidente que le costaba trabajo respirar. El calor estaba cobrando su precio.
⎯Lo prometo ⎯murmuró entre profundas aspiraciones⎯. Mañana me pongo a dieta, si alguien apaga el sol por unas horas.
Tras unos cortos segundos que se dieron para recuperarse empezaron a caminar. Iban llegando a la ambulancia cuando un paramédico salió del interior.
⎯Tendrán que dejarlo para otro momento ⎯dijo marchando a paso rápido hacia la puerta del lado del conductor⎯. Está hemodinámicamente inestable. Debemos llevarla al hospital y rápido. No sé si logrará sobrevivir, pero no será por no intentarlo.
El sonido de las sirenas ahogó el crujir de la arena y piedras bajo el giro de los neumáticos al alejarse a toda velocidad.
⎯No por menospreciar tus presentimientos ⎯dijo Rosas regresando sobre sus pisadas en dirección a su propio auto⎯, pero dejar a la víctima viva sigue siendo, en mi libro, un error monumental del responsable y algo bueno para nosotros. Nada como un testigo para cerrar un caso.
Mauricio Palmer lo siguió en silencio. Presentía que este caso le iba a causar más de un dolor de cabeza.
Como si no tuviera suficientes problemas.
***
La máscara de la alegría reposaba en el fondo del maletín que ocupaba el asiento del pasajero. Allí tendría que permanecer hasta que pudiera utilizarla de nuevo y, considerando el desastre mayúsculo que se cernía sobre su vida en ese momento, presentía que sería por mucho tiempo.
Era irónico, pensó con tristeza, que tuviera que usar una máscara. Cuando la tenía puesta, todas las inhibiciones desaparecían. Se sentía vivo. La vida era hermosa y con un propósito.
Sin ella, regresaba a ser la persona que los demás pensaban que era.
A través de la ventana del auto siguió estudiando los eventos que se desarrollaban en la playa, en los cuales había tenido íntima participación. A pesar de ser una persona calmada por naturaleza, en ese momento no pudo evitar sentir la sangre recorrer su rostro y su corazón acelerarse al reconocer su equivocación.
Nunca debió dejar con vida a la joven. Su única excusa era que los hechos se dieron demasiado rápido y su usual capacidad de raciocinio lo abandonó. Sintió miedo y cometió un error estúpido.
Dejó a un testigo con vida.
Sabía que no podía reconocerlo gracias a la máscara, una medida de precaución que había resultado ser más útil de lo que esperaba. Sin embargo, para una criatura de hábitos, el más mínimo cambio de escenario era un evento mayor. Considerando lo que se dedicaba a hacer en su tiempo libre, no era menos que un cataclismo.
Se acomodó mejor en su asiento. Una ola de calor recorrió su espalda al pensar en la joven.
Andrea era su nombre. Piel blanca, cabellos dorados. Natural, no químico. Eso era importante para él.
Sus ojos se detuvieron en el grupo de personas que estudiaban el pozo en la arena de donde habían rescatado a Andrea. Parecía imposible que lo hubieran logrado, pero alguna fuerza sobrenatural la protegía.
No lo suficiente, por supuesto. De ser así, no hubieran cruzado caminos en primer lugar.
Deslizó la yema de los dedos sobre el disco y el foco de su campo de visión mejoró. La imagen proyectada a través de los binoculares tomó claridad y pudo distinguir a algunas de las figuras en la playa. A Roberto, con su exagerado bronceado. A Rosas, sudando a torrentes, pero sin cesar de hablar. A Palmer, mirando toda la escena con su clásica expresión de permanente preocupación.
Y pensar que horas antes la cabeza de Andrea, sepultada hasta el cuello en la arena, empezó a sentir las olas del mar acariciar su rostro… Los primeros ribetes de espuma coquetearon con sus labios en un delicado juego, trayéndola de vuelta al presente. Cuando la superficie del océano deslizó sus salados dominios sobre su nariz, sus ojos reaccionaron llenos de sorpresa. Luego, de incertidumbre.
Al final, miedo.
Una sonrisa se dibujó en sus labios al recordar la escena. Las gotas salpicando al tratar de hablar. El sonido que escapó de su garganta, un quejido que le recordó, por algún motivo, a las gaviotas que levantaron el vuelo al irse acercando al agujero. Las olas cayendo sobre ella una y otra vez, como un inexorable martillo. Su cabellera empezando a flotar y a bailar por delante de su rostro con el vaivén de las olas.
Y en ese momento, ellos decidieron interrumpirlo. Fue algo fortuito e inesperado, sobre lo cual no tuvo control. En cuestión de segundos, al verlos aparecer en la distancia, decidió escapar de la escena, antes de que pudieran identificarlo. Escaló la pendiente impulsado por la pura adrenalina del temor a la captura, con la esperanza de que el mar cobrara su sacrificio como siempre lo había hecho.
No miró hacia atrás. Sobrepasó la cerca, atravesó la carretera y corrió hacia su auto. Una vez en su interior, el constante resonar de las corrientes de aire marino silenciadas, pudo sentir su corazón disminuir su ritmo y su cerebro empezar a funcionar como debía.
El auto estaba oculto en el estacionamiento de una de las tantas casas de playas desocupadas en esa época del año. Sería cuestión de minutos, antes de que la conmoción del descubrimiento se regara por todo el pueblo y los curiosos empezaran a llegar. Decidió esperar media hora antes de salir de su escondite y regresar al punto por el cual había escalado.
Lo primero que vio congeló su corazón. La joven apoyada contra la pendiente. Un grupo de personas ayudándola. Unos pocos con las manos en los oídos, se imaginó llamando por el celular. Andrea ejecutó un delicado movimiento y alejó unos pocos cabellos mojados de su frente. Al ver este sencillo gesto comprendió que su vida se acababa de complicar a otro nivel.
Suspiró hondo y, casi de forma inconsciente, estiró la mano y la colocó sobre la máscara oculta en el maletín. El asunto había caído en manos de la policía y a partir de ese punto era cuestión de suerte. Suerte y planificación.
Se había equivocado, pero era un ejemplo viviente de los principios de Darwin. No podía cambiar el pasado, pero sí podía empezar a planear cómo limitar el daño. Con algo de tiempo encontraría la manera de corregir el error cometido. No le gustaba dejar cabos sueltos y la joven era un pedazo de soga atado a su pie.
Adaptarse o morir. Tan sencillo como eso.

Capítulo 3
⎯¿Sobrevivirá? ⎯preguntó el detective Rosas a la solitaria figura que salía de la habitación. Al escuchar la voz se dio la vuelta para encontrarse con un rostro joven con lentes de aro cuadrado y una barba bien cuidada, recortada en forma de candado.
El doctor lo miró por encima de los anteojos con curiosidad.
⎯¿Usted es? ⎯preguntó con calma. Sus ojos saltaron de un detective al otro.
⎯Soy el detective Rosas ⎯dijo extendiendo su mano. La del doctor se cerró con fuerza sobre sus dedos. Se esperaba una piel suave y dedos delicados. En su lugar, una verdadera pinza de hierro lo atrapó por sorpresa.
Rosas