La Universidad de Santo Tomás, en la isla La Española, actual República Dominicana, erigida canónicamente mediante la Bula In apostolatus culmine del Papa Paulo III, fechada el 28 de octubre de 1538, tiene el honor de iniciar la fundación de instituciones de educación superior en tierras americanas. Sus fundadores y sostenedores fueron la Orden de Predicadores (Dominicos), que mediante la Bula antes mencionada obtuvieron el reconocimiento de universidad para un Studium generale que habían creado en 1518. Es interesante señalar que la Universidad de Santo Tomás precedió en casi un siglo al Harvard College, la primera institución de estudios superiores fundada en las colonias inglesas de América del Norte (Tünnermann, 1996).
La fundación de universidades en el Nuevo Mundo y, en general, la tarea evangelizadora tuvo como marco jurídico la Bula Universalis Ecclesiae regiminis del Papa Julio II, del 28 de julio de 1508, que concedió a los Reyes de España el Patronato Universal de Indias. Este mandato confiaba a la Corona asuntos como la designación de autoridades eclesiásticas; construcción de conventos, escuelas e iglesias; y la recolección del diezmo (Martínez, 2007). Por lo mismo, las iniciativas eclesiales o estatales en el campo educativo solían ser de tipo “mixto”, entendiendo por ello la concurrencia formal en ese acto de la Iglesia y el Estado. Por esa razón, las principales universidades hispanoamericanas fueron “reales y pontificias”, aunque la real cédula o la bula o brevis papal correspondientes solían ser otorgadas en forma separada, a veces con años de distancia.
Durante la etapa colonial, las autoridades civiles y eclesiásticas crearon más de treinta universidades y varias otras instituciones que otorgaron grados superiores. Se estima que 17 de ellas fueron por iniciativa de una orden religiosa, destacando en este aspecto los jesuitas, dominicos y agustinos (González, 2010). La primera de las universidades creadas por la corona hispana fue la Real Universidad de Lima, mediante Real Provisión y Real Cédula de Carlos I de España y V del Sacro Imperio Romano Germánico, emitida el 12 de mayo de 1551 (Flórez, 2019). Conocida hoy como Universidad Nacional Mayor de San Marcos, es la única institución fundada en ese siglo que ha funcionado ininterrumpidamente.
En líneas generales, las instituciones de educación superior fundadas en los dominios españoles se basaron en el modelo de las universidades de Alcalá de Henares y de Salamanca (Alonso y Casado, 2007; Rodríguez, 2012). La primera, cuyo prestigio radicaba en la enseñanza de la teología, inspiró la organización de los “Colegios Menores”, instituciones que ofrecían un ciclo de formación centrado en la enseñanza de materias como latín, teología y derecho canónico. Estos colegios se limitaban a otorgar el grado de bachiller. El modelo salmantino se usó para organizar las universidades y “Colegios Mayores”; estos ofrecían programas de estudio conducentes a la obtención de grados superiores (licenciatura y doctorado); además, solían dar alojamiento a los estudiantes.
Durante la segunda mitad del siglo XVIII, las ideas de la Ilustración, sumadas a un complejo escenario económico y tensiones sociales, motivaron en España una serie de reformas que buscaban fortalecer el poder real, centralizar la administración pública, incrementar la recaudación de impuestos y asegurar el dominio de la Corona sobre las colonias americanas. Estas estaban siendo amenazadas por la expansión del imperio portugués hacia la Franja Oriental y por los frecuentes ataques de piratas ingleses y franceses, especialmente en la zona del Caribe. Llamadas “reformas borbónicas”, tuvieron como principal impulsor a Carlos III (Tünnermann, 1996).
Las reformas borbónicas repercutieron fuertemente en las colonias americanas. Desde la perspectiva de la educación superior, el hecho más significativo fue la expulsión de los jesuitas, en el año 1766. A inicios de abril de ese año, la Compañía de Jesús tuvo que cerrar sus numerosas casas y abandonar sus escuelas y universidades, varias de las cuales pasaron a depender del Estado. Por otra parte, las universidades restantes fueron intervenidas mediante una serie de medidas que aumentaron el control externo, así como la censura docente, lo que redujo la capacidad de autogobierno y provocó, en muchas instituciones, una pérdida de vitalidad intelectual. A su vez, esto redundó en menor prestigio y relevancia social (Tünnermann, 1991).
Por otra parte, a causa de restricciones económicas, durante el período borbónico las universidades pertenecientes a órdenes religiosas perdieron profesores de prestigio y experimentaron mermas en el número de estudiantes. Hasta el clero diocesano comenzó a preferir a las universidades reales para su formación académica, puesto que eran consideradas de mejor calidad. Por esta causa se vieron obligadas a ir cerrando sus puertas, al punto que, a inicios del siglo XIX, cuando comenzaron los movimientos independentistas latinoamericanos, casi todas ellas habían desaparecido (Tünnermann, 1996).
2. La etapa republicana hasta fines del siglo XIX
El ideario de muchos de los próceres de la independencia latinoamericana estaba fuertemente influido por ideas iluministas y por aquellas emanadas de la Revolución Francesa. En el campo de la educación, les resultaba atractivo el modelo francés de educación pública universal y gratuita, controlada por el Estado. La irradiación de estos principios fue tal que incluso influyeron en acuerdos de las Cortes de Cádiz, que contaban con un contingente significativo de representantes americanos (O’Phelan y Lomné, 2014). Posteriormente, algunos de ellos fueron grandes impulsores del modelo educativo francés en las nuevas repúblicas y promovieron las reformas consiguientes, incluyendo la adopción del “modelo napoleónico”, que aún perdura en las universidades de toda la región (Tünnermann, 1996).
Junto con perder su carácter de “reales”, la gran mayoría de las universidades de las nuevas repúblicas también dejaron de ser “pontificias”. En ellas las corrientes de pensamiento liberal y materialista prontamente multiplicaron sus adeptos, lo que se tradujo en un rápido incremento del número de catedráticos “librepensadores” y anticlericales, muchos de ellos miembros de una floreciente masonería. Paralelamente, en los ateneos fue disminuyendo la presencia de clérigos en cargos docentes y directivos. A consecuencia de estos factores, en el lapso de las tres décadas que siguieron a las proclamaciones de independencia, las universidades regentadas por los estados experimentaron una fuerte secularización. No obstante, dado que no existía separación Iglesia-Estado y la religión oficial era la católica, la mayoría conservó sus facultades de teología por un largo tiempo.
Algo similar aconteció en el ámbito de la actividad política. En pocos años, los partidarios del liberalismo, e incluso algunas corrientes de raíz jacobina, ganaron adherentes y se hicieron políticamente fuertes. Muchos de los tribunos que compartían esas ideologías consideraban que el clero y la religión católica eran un obstáculo para el progreso de los pueblos americanos y, por todos los medios, buscaron disminuir la presencia pública e influencia de la Iglesia Católica en la sociedad. Hacia mediados del siglo XIX este nuevo orden de cosas provocó grandes tensiones políticas. Uno de los temas más debatidos fue la separación de Iglesia y Estado, objetivo al cual la Iglesia se oponía tenazmente. Otro tema que provocó un largo conflicto fue el proyecto liberal de entregar al Estado el derecho a ser el único proveedor de educación escolar y universitaria. Esto habría permitido minimizar, si es que no erradicar, la enseñanza formal de la religión (Tünnermann, 1991; Krebs, 2002).
En ese contexto de permanentes tensiones y rencillas ideológicas, habiendo perdido la Iglesia presencia e influencia en la educación superior, comenzaron a surgir las universidades católicas de la era republicana. La primera de ellas fue la Academia Pontificia de Guadalajara, fundada en 1872, pero forzada a cerrar en 1895; la Universidad Pontificia de Yucatán, creada en 1885, a partir del Seminario de San Ildefonso, extinta poco después; la Universidad Católica de Chile, creada en 1888, que ha funcionado sin interrupciones significativas; y la Universidad Pontificia de México, que abrió sus puertas en 1895 como una continuadora espiritual de la Real y Pontificia Universidad de México, erigida por Cédula del Príncipe Felipe el 21 de septiembre de 1551 y fundada el 25 de enero de 1553 (Fundación Santa María, 1994).
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