Es decir, el lenguaje pone límites solamente a lo que para mí es significativo, no a mi mundo en sí.
Pero no es fácil abandonar la tentación de erigir al lenguaje como criterio único y excluyente de la verdad, del conocimiento cierto, de lo que es y aun de lo que se percibe inmediatamente. Las categorías del conocimiento, con las cuales nos enfrentamos a la realidad,
son en última instancia categorías del lenguaje, tomando lenguaje en sentido filosófico. [...] La única manera de determinar el ser o la realidad es por medio de aquellas formas en que son posibles las afirmaciones acerca de ellos. [...] Éste es el corazón de la doctrina de las categorías tanto de Aristóteles como de Kant. [Ibíd., pp. 291-292. Cursivas de F.Z.]
La palabra articulada es el marco de nuestra realidad, a tal grado que no podemos ni siquiera pensar fuera de ella. Éste es el sentido del llamado «giro lingüístico», uno de cuyos principales artífices es precisamente el Wittgenstein del Tractatus.
En la misma tónica, Ernst Cassirer decía que percibimos sólo aquello que el lenguaje nos permite percibir: «El hombre no sólo piensa y comprende al mundo por medio del lenguaje sino que ya el mero modo de verlo intuitivamente y de vivir en esa intuición está justamente determinado por ese medio».[22] Como confirmación, también señalaba que algunas patologías confirman el papel subordinado de la percepción con respecto al lenguaje.[23]
§ 4. La palabra como concepción del mundo
Hay una vertiente moderada de esta consideración del lenguaje como marco de nuestra realidad, que se distingue en varios aspectos importantes de la anterior. Surgió a partir de la lingüística comparada, que en el siglo XIX echó por tierra las pretensiones de formular una «gramática universal». Al encontrarse que no hay partes del discurso universales y necesarias (sujeto, verbo, etc.), se llegó a la conclusión de que esos elementos no tienen un valor ontológico, sino sólo antropológico.[24] Se afirma que cada lengua lleva ínsita una “visión del mundo” (Weltansicht) o una “concepción del mundo” (Weltanschauung). Con ello se pudo evitar la trampa del solipsismo, y a la vez se alivió de cargas ontológicas al lenguaje verbal.
Sin embargo, uno de los principales iniciadores de esta línea de investigación, Wilhelm von Humboldt, no produjo una obra que se apegara plenamente a tal idea antropológica del lenguaje. Pese a que en sus profundas e interesantes reflexiones sobre la lengua y el lenguaje la historicidad de éstos se señala una y otra vez, las conclusiones a que llega están lastradas casi siempre por un hegelianismo un tanto forzado. Por ejemplo, cuando escribe que ni la civilización ni la cultura son generadoras del lenguaje, y que la producción de éste se debe a otra fuerza que las genera también a ellas (el «desenvolvimiento del espíritu»). Con todo esto, la responsabilidad ontológica del lenguaje sigue presente.
Paradójicamente, es su pertenencia al hegelianismo y al movimiento romántico lo que habilita a Humboldt para percibir que el lenguaje no es una simple nomenclatura (como habría querido el empirista más cerrado), sino que está conectado con la vida de los hablantes. Conceptos hoy en día de circulación corriente fueron acuñados por los románticos: “espíritu del pueblo”, “lengua nacional”, “concepción del mundo”... Y gracias a ellos Humboldt pudo hacer afirmaciones como:
En cada lengua está inscrita una manera peculiar de entender el mundo. [...] Cada lengua traza en torno al pueblo al que pertenece un círculo del que no se puede salir si no es entrando al mismo tiempo en el círculo de otra. Por eso aprender una lengua extraña debería comportar la obtención de un nuevo punto de vista.[25]
Para esta concepción relativista, la lengua no representa nunca los objetos, sino los conceptos sobre los objetos: cada designación distinta del mismo objeto produce un concepto distinto; cada lengua forma sus conceptos a su manera y es rica en conceptos de determinada especie. [Ibíd., pp. 119-23]
Los tintes idealistas del filósofo Humboldt no impidieron al lingüista Humboldt desarrollar una concepción del lenguaje que ha sobrevivido casi dos siglos y que, pese a todas las críticas de que ha sido objeto, no ha recibido una refutación definitiva. Edward Sapir, en las primeras décadas del siglo pasado, realizó estudios que lo condujeron a sustentar en lo fundamental las tesis de Humboldt: vemos, oímos y actuamos de acuerdo con nuestros parámetros lingüísticos: «El lenguaje es heurístico: sus formas nos proponen de antemano ciertos modos de observación y de interpretación. [...] [El lenguaje] condiciona en gran medida todo nuestro pensamiento»;[26] «¿Acaso estaríamos tan prontos a morir por la “libertad”, a luchar por nuestros ideales, si las palabras mismas no estuvieran resonando dentro de nosotros?».[27]
Otro heredero y continuador de la escuela humboldtiana es Benjamin Lee Whorf. Con él se dibujó nítidamente la concepción de que las diferentes lenguas implican diferentes concepciones del mundo, de que aquello que observamos (o que creemos observar) «son hechos puramente gramaticales» dependientes de la lengua en que nos estemos comunicando y dentro de la cual nos desenvolvamos.
Todos nosotros proyectamos las relaciones lingüísticas sobre el universo, sin saberlo y de formas muy sutiles, y las VEMOS entonces allí. [...] Nosotros decimos «mira esa ola» de la misma forma que decimos «mira esa casa». Pero sin la proyección del lenguaje nadie vería nunca una sola ola. [...] Algunas lenguas no pueden decir “una ola”; y en este aspecto, se encuentran más cerca de la realidad. En hopi se dice “ocurre oleaje plural”.[28]
§ 5. Las categorías semánticas como concepción del mundo
Un aspecto específico de la identificación entre la lengua y la concepción del mundo es el de las categorías semánticas. Según esto, si se aprendió a distinguir entre “bueno” y “malo” mediante los vocablos correspondientes, tal distinción se hará permanentemente en la realidad del hablante. Igual sucede con las clasificaciones “masculino-femenino”, “feo-hermoso”, etc. El análisis o la síntesis de significados varían en las distintas lenguas: depende de lo que es importante en la vida diaria, así como de otros factores, como el entorno físico. Por ejemplo: en la lengua esquimal hay una gran variedad de nombres para la nieve y una gran pobreza de nombres para el agua; mientras que en otras lenguas (que existen en otros entornos geográficos y climáticos) hay una gran variedad de nombres para el agua y una gran pobreza de nombres para la nieve.[29]
Seguimos en pleno relativismo lingüístico. Pero los problemas surgen cuando se utiliza este tipo de ejemplos para otorgar “grados” de perfección, de elaboración o de civilización a las distintas lenguas; entonces se está faltando a los principios más elementales de esta doctrina y se llega a la posición contraria: el etnocentrismo. Tal es lo que ocurre con Ernst Cassirer cuando distingue entre lenguas que según él no pueden formar conceptos generales y lenguas que sí lo pueden hacer: los numerosos nombres árabes para el camello son esgrimidos como una prueba de que la denominación no ha alcanzado en este caso un grado de generalizacion “superior”: «Pero [...] cuando el lenguaje expresa la circunstancia de que determinados contenidos están relacionados genéricamente, está sirviendo como vehículo del progreso intelectual».[30]
La respuesta a estas ideas sobre “primitivismo” o “progreso” la encontramos en un relativista extremo como el propio Whorf, quien afirma que la extensión de las clases de las cosas no es igual de una lengua a otra: en hopi hay sólo un término para todo aquello que vuela; en lenguas SAE (Standard Average European) hay un solo término para todo tipo de nieve; y para los esquimales hay decenas de términos para designar lo que nosotros llamamos “nieve”. Pero en ningún caso puede hablarse seriamente de inferioridad o de superioridad de una lengua: se trata más bien de distintas maneras de ver el mundo.[31]
§