§ 2. De la emisión de ruidos a la articulación lingüística
Rousseau valoró positivamente el sonido inarticulado que está presente en nuestra expresión lingüística. Para él, las emisiones inarticuladas son las más vivas y son la mayoría; cualquier lengua posee una gran variedad de sonidos, acentos, ritmos y tonos: «La mayoría de las palabras radicales serían sonidos imitativos del acento de las pasiones o del efecto de los objetos sensibles».[16] Conforme en un idioma adquiere mayor importancia la articulación, se vuelve más exacto y menos apasionado: «[se] sustituye los sentimientos por las ideas [...] de ahí que el acento se extinga, la articulación se extienda [y] la lengua se haga más exacta, más clara, pero más lánguida, más sorda y más fría» [Ibíd., 24]. Es decir, para Rousseau la articulación lingüística conlleva empobrecimiento, pues con ella es más lo que se pierde que lo que se gana: se pierde espontaneidad, emotividad, calor expresivo, musicalidad, variedad sonora, y se gana únicamente en precisión. El grito apasionado es sustituido por un enunciado gramaticalmente correcto; la exclamación de dolor, de coraje o de amor es sustituida por un grupo de palabras claras y exactas; el gemido o la expresión desgarrada son desplazados por frases ordenadas.
Las ideas de Rousseau fueron heterodoxas, ya que la tendencia predominante en su tiempo (y en general durante la época moderna) consistió en señalar las bondades de la articulación, o sea, su importancia en términos de avance hacia la conformación de un lenguaje más racional, más útil, más intelectual y menos expresivo o pasional. Una lengua era considerada «superior» en la medida en que era menos emocional y expresiva, esto es, más intelectual y comunicativa. Tal es la concepción básica del pensamiento racionalista sobre el lenguaje.
Humboldt, por ejemplo, vio en la articulación del sonido un recurso de gran importancia, resultante de la intención y la capacidad de significar algo pensado:
El que el sonido articulado se distinga de cualquier resonancia que pueda volverlo confuso es indispensable tanto para su nitidez como para la posibilidad de una eufonía armoniosa. […] En efecto, cuando esta intención es lo bastante enérgica, el sonido aparece con limpieza, libre de la oscura confusión de la algarabía animal, producto de un impulso puramente humano y de una intencionalidad humana.[17]
Según estas afirmaciones, el lenguaje humano deja de ser un conjunto inconexo de sonidos en la medida en que se vuelve discurso ordenado; es entonces cuando deja de ser mera «algarabía animal» para convertirse en un instrumento de la razón.
Aquí podemos empezar a preguntarnos: ¿Sólo el lenguaje ordenado, articulado, gramaticalmente correcto es signo de humanidad o de racionalidad? ¿La expresión poética, que a veces es ilógica, inarticulada e incluso caótica, no es también signo de humanidad? ¿En qué lugar queda el pensamiento que no recurre al lenguaje verbal, sino a las imágenes, los gestos, los gemidos, los movimientos corporales, los objetos, etc.? A lo largo de éste y los siguientes capítulos se responderá a tales preguntas.
Saussure describió esa cualidad de nuestro lenguaje —la articulación— extrayendo también diversas conclusiones que rebasan los alcances de la lingüística. La lengua es el dominio de las articulaciones, o sea:
a) cada término es un articulus que «fija una idea en un sonido y donde un sonido se hace signo de una idea»;
b) es como una hoja de papel: una cara es el pensamiento y la otra el sonido: no se puede separar uno del otro;
c) la combinación de los dos elementos (idea y sonido) «produce una forma, no una sustancia»: por ello, la palabra no es una unión mecánica de idea y sonido;
d) el sonido y el pensamiento son amorfos antes de su unión.[18]
Es decir, que la lengua consta de relaciones, y no de “elementos” mínimos que al articularse forman otros “elementos”, los cuales a su vez se articulan formando otros más complejos, etc. O en otros términos: la lengua es un sistema en donde cada elemento tiene un valor en relación con todos los demás, tanto en su forma como en su significado. Esto implica que el significado de un término no es únicamente el objeto al que se refiere, sino el conjunto de significados que tienen todos los términos afines a él. La lengua es un sistema de valores, no un catálogo de palabras con sus significados. Sin embargo, esto no quiere decir de ningún modo que la articulación pierda la gran importancia que tiene para Saussure: se trata de un paso necesario para que el pensamiento deje de ser amorfo y adquiera orden.
Hay que mencionar también la postura de los teóricos soviéticos. Spirkin encuentra en la articulación un paso del lenguaje hacia su perfeccionamiento como herramienta de la inteligencia humana. Con el lenguaje articulado surgen las palabras diferenciadas y, por ende, los conceptos abstractos; gracias a él la actividad analítico-sintética del cerebro humano se desarrolla.[19]
La concepción del lenguaje de Spirkin, pese a haber surgido en el contexto de la filosofía soviética oficial, no está muy alejada del cartesianismo lingüístico ni de los planteamientos de Humboldt: en todos los casos se entiende que el lenguaje, al abandonar la inarticulación y al cambiar hacia la articulación y la discursividad, avanza hacia su perfeccionamiento como instrumento de la inteligencia; se dejan atrás etapas “inferiores” del lenguaje y de la inteligencia. Tal idea de que hay etapas inferiores y etapas superiores en el desarrollo del lenguaje será cuestionada a lo largo del presente trabajo.
1.2 Relativismo lingüístico (el lenguaje verbal como nuestro alfa y omega)
§ 3. La palabra como marco de la realidad
Cuando encontré por vez primera la afirmación de que «los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo» (Wittgenstein)[20] no pude menos que imaginar un universo cerrado, un ambiente enrarecido al que nada podría entrar y del que nada podría salir. ¿De qué otro modo entender este enunciado según el cual para cada quien no hay nada más allá de su propio lenguaje? Así, no me importa gran cosa lo que pase en los otros mundos, es decir, en las otras personas; me entiendo con los demás, pero sólo hasta cierto límite muy estrecho, pues ninguno puede penetrar la burbuja del otro; y la seguridad de que nadie entra a mi mundo me releva del compromiso de entender o intentar entender a cualquier otro individuo. Pero además de estas implicaciones —de tipo ético y hermenéutico— hay otra muy delicada: se grava al lenguaje con una carga ontológica demasiado pesada. Pues se le erige como la medida de lo que es y de lo que no es, de lo que tiene sentido y de lo que no lo tiene. He aquí una forma radical de relativismo lingüístico.
Se ha llamado “solipsismo” a esa especie de encierro que consiste en no querer o no poder ver nada más allá del propio mundo. Y cuando este mundo propio, inaccesible a los demás e independiente de ellos (como una especie de mónada leibniziana o una cárcel), es configurado por el lenguaje del individuo, lo que se da es un solipsismo lingüístico; o, de otro modo, un logocentrismo radical. Así es como lo podemos encontrar formulado por Wittgenstein en el Tractatus logico-philosophicus:
5.6 Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo.
5.62 Lo que el solipsismo quiere decir es totalmente cierto.
El que el mundo es mi mundo, se muestra en que los límites del lenguaje (el lenguaje que sólo yo comprendo) significan los límites de mi mundo.
Después de Wittgenstein, Urban hizo suya esta afirmación sobre los límites del mundo, intentando