Mis pretensiones en el presente trabajo van más allá de examinar como problema central una parcela tan movediza como el asunto de la prioridad entre palabras e imágenes. A lo que aspiro es más bien a plantear y desarrollar una filosofía de la imagen. Ambición ciertamente desmesurada o temeraria si se pretende satisfacerla en un solo trabajo y mediante el esfuerzo individual y aislado, pero sin duda estimulante cuando se sabe que tiene antecedentes y cuando se espera secuelas y respuestas. Ahora explicaré algunos antecedentes que he encontrado, así como los principales ejes temáticos cuyo estudio organizado hará posible construir una filosofía de la imagen.
Se ha afirmado tantas veces que la cultura moderna de matriz europea es una cultura de la palabra, de la lógica y el discurso, que tiende a soslayarse un hecho: ha sido, al mismo tiempo, una cultura de la imagen. En esta dualidad residen las raíces de la añeja contraposición entre imágenes y palabras, fenómeno típico del pensamiento occidental, y que ha originado los incesantes debates sobre la preeminencia de la palabra frente a la imagen (o viceversa), o bien sobre los “peligros” de que las palabras se vean desplazadas por las imágenes (o viceversa).
Durante la Edad Media, las luchas entre iconódulos e iconoclastas con respecto a la conveniencia de representar visualmente a Dios o a la Virgen abonó el terreno para que se desarrollaran complejas argumentaciones de carácter doctrinal, moral y filosófico. Las prohibiciones bíblicas de crear y adorar “ídolos” servían de base a quienes se oponían a toda figuración de lo divino. Pero, al mismo tiempo, la persona de Cristo era invocada como representación material de Dios y, por tanto, era legítimo valerse de diversas representaciones de lo divino, no importando que fueran de creación humana. En el aspecto moral, por un lado se reprobaba la concupiscencia oculorum que estimulaban las imágenes. Pero, por otro, se exaltaba el poder de las imágenes materiales para acceder a Dios: era la llamada vía anagógica o método de elevación espiritual. En cuanto a las discusiones filosóficas —que se amalgamaron con las otras dos—, el movimiento neoplatónico y sus secuelas se mantuvieron fieles a la entronización de lo intelectual en detrimento de lo sensorial, pero dando a esto último un valor positivo en la anagogía, o ascenso a la divinidad. Y al mismo tiempo surgió y se desarrolló la teoría medieval de los signos (según la cual todo objeto puede ser un signo de lo divino, y es válido recurrir a imágenes que nos remitan a Dios). La filosofía medieval de la imagen osciló entre la afirmación de las “imágenes espirituales”, que no se ven sino que se contemplan con el “ojo del alma” platónico, y la reivindicación de las imágenes físicas, de los íconos[1] como vehículos privilegiados del conocimiento.
Hay pocos conceptos tan ambiguos y a la vez tan ricos en connotaciones como el de “imagen”. A lo largo de la Edad Media, y en relación con todas estas polémicas, circularon distintas terminologías (de origen hebreo, griego, latino y germánico) que son afines a nuestro vocablo “imagen” y cuyos usos y significaciones se entrecruzaban y combinaban. Para la filosofía de la imagen, uno de los aspectos más importantes de lo anterior radica en la gran diversidad de implicaciones que puede tener la expresión “ser una imagen de...” Es decir, en el problema de la representación referido a las imágenes materiales o sensibles.
En la antesala de la modernidad, durante el movimiento humanista, ocurrió la misma oscilación que durante la Edad Media entre la valoración, ya de la palabra, ya de la imagen, como herramienta básica o principal del pensamiento y del conocimiento. Unido al florecimiento de los estudios filológicos, el invento de la imprenta de tipos móviles dio un enorme impulso al libro impreso como vehículo básico en la difusión del saber. Así, el nacimiento del homo tipographicus tuvo repercusiones no sólo sobre las herramientas del pensamiento, sino también sobre las modalidades del pensamiento: la existencia del texto impreso estimuló el análisis, la comparación, el enlistado de ideas, el desglose y ordenamiento de datos, la clasificación, las secuencias, la cronología, la exposición clara y secuencial. Esto llevó a que lo escrito y lo pictórico se separaran. Y una de las consecuencias de tal separación fue que la forma de leer y de escribir adquirió sus características modernas: silenciosa, intelectual, poco o nada sensual, lineal. Pero al mismo tiempo hubo en el campo de la imagen un florecimiento sin precedentes. Las nuevas técnicas de impresión permitieron el surgimiento de un verdadero “nuevo mundo de la imagen” renacentista. Se desarrolló la perspectiva artificialis, que fue festinada como un método exacto, científico y realista de representación visual, “superior” a los sistemas de representación sobre el plano usados anteriormente. Al adquirir un carácter matemático y científico, la representación visual perdió sus funciones anagógicas. Se estableció la ecuación ver = conocer; visión fisiológica y certeza se identificaron.
En este contexto volvieron a polarizarse las posiciones con respecto a la conveniencia de elaborar y adorar imágenes religiosas. El movimiento reformista desembocó en otra rabiosa oleada iconoclasta. Razones doctrinales y filosóficas no distintas de las que se esgrimieron durante la Edad Media eran el argumento para destruir imágenes. Pero en ese mismo tenor se dio la respuesta de la Iglesia Católica. El Concilio de Trento, a la manera de otros realizados durante el medioevo, defendió y fomentó el uso didáctico, religioso y político de las imágenes, tanto en Europa como en las recién adquiridas posesiones americanas.
Empiristas y racionalistas, más adelante —y aparte de sus profundas diferencias—, coincidieron en su menosprecio de lo imaginario. John Locke se refería peyorativamente a la imaginación como «asociación de ideas», y como una «fuente de errores» relacionada con la locura, distinguiéndola así del pensamiento racional. Malebranche la consideraba no sólo una forma de la locura, sino una peligrosa tendencia fomentada especialmente por las mujeres. Se coincidía en relegar los productos de la imaginación al desván de la locura, el primitivismo o la infancia. Se desarrolló la noción de “imagen mental”: tanto racionalistas como empiristas postularon la existencia de ideas o «imágenes» que, ubicadas «en el cerebro», se corresponden punto por punto con las cosas. Esta concepción se abrió paso y ha llegado hasta nuestros días, arraigándose en el sentido común.[2]
Habría que esperar hasta Kant para que se revalorara la imaginación como mediadora entre las intuiciones y los conceptos. La filosofía crítica, al sintetizar los enfoques empirista y racionalista, abrió el camino hacia la exaltación de lo imaginario por los románticos alemanes en la filosofía y en la literatura, así como por los artistas plásticos. Pero en el mismo Kant se aprecia la tensión entre imagen y palabra. En la primera Crítica la imaginación tiene un lugar subordinado frente al entendimiento en el proceso de conocimiento. Aquí, el único conocimiento posible es aquel que se configura de modo estrictamente discursivo: estamos condenados a pensar, y a pensar discursivamente, no imaginalmente. En cambio, en la tercera Crítica adquiere la imaginación un valor más positivo, si bien acaba por difuminarse frente a las esferas de lo sublime, ante las cuales se ve avasallada.
La frontera trazada por el trascendentalismo kantiano entre el conocimiento posible, fenoménico, y la esfera del noúmeno (la cosa en sí), parecía una barrera inexpugnable. El mundo posible era sólo el de la razón, acotado por las fronteras del tiempo-espacio y por los conceptos discursivos. Sin embargo, el romanticismo y las artes visuales, por un lado, y la reflexión filosófica, por otro, se esforzaron en tender puentes entre la realidad fenoménica y el mundo transfenoménico. La ensoñación, el simbolismo, la exacerbación de los sentidos eran sendos caminos hacia lo inefable. Para los poetas, los filósofos y los creadores artísticos, lo imaginal ofrecía un modo de acercarse