Para Apel, la semiótica de Peirce o los análisis de los «juegos de lenguaje» de Wittgenstein podrían ayudar a tratar «el problema de la reflexión sobre el lenguaje mediante el lenguaje». Aquí se percibe la relación de estas cuestiones con lo apuntado en la sección anterior: el relativismo implica que cada lengua es una concepción del mundo cerrada o separada de las otras, por lo tanto, una especie de “cárcel” conceptual. Como salida a esta problemática, Apel recurre a la noción wittgensteiniana de “juegos de lenguaje”.[35] «Las más distintas formas de vida socioculturales se pueden encontrar qua juegos de lenguaje». [Ibíd., p. 321]
A partir de estos planteamientos aflora a su vez una problemática hermenéutica: ¿cómo logran comprenderse entre sí los hablantes dentro de un mismo juego de lenguaje, o incluso a través de distintas tradiciones lingüísticas? ¿Cómo puede lograrse que una lengua deje de ser una “cárcel” que encierra al hablante y le impide comprender lo que se piensa o se dice en otras lenguas? Identificar esta problemática prepara el terreno para la construcción de una filosofía hermenéutica del lenguaje. Y aquí Apel se remite directamente a Heidegger al afirmar que, en contraste con la filosofía analítica del lenguaje, el enfoque hermenéutico es capaz de explicar cómo la «apertura del mundo» se realiza con base en la intervención del lenguaje. Así, «si las personas no pudieran construir mediante el lenguaje un entendimiento mutuo sobre el mundo, entonces no podrían encontrarse con “algo como algo”». [Ibíd., p. 322] Esta cuestión implica que el lenguaje articulado es la condición de posibilidad de la comprensión del mundo. E insiste Apel en que el Wittgenstein de la madurez y el enfoque hermenéutico de raíz heideggeriana confluyen:
La teoría del lenguaje de Wittgenstein, que otorga al entretejido de trabajo, interacción y comunicación un valor trascendental-pragmático, confluye aquí muy bien con el enfoque lingüístico-hermenéutico. [...] Cada niño [...] al aprender una lengua aprende también la comprensión de un uso lingüístico, lo cual lo habilita para aprender lenguas extranjeras y para traducir de una a otra, es decir, para comprender formas de vida extrañas.
El artículo se cierra refiriéndose al estatuto de la filosofía misma. [Cfr. Ibíd., pp. 325-326] Ésta es, como todos sabemos, una actividad basada en la palabra (escrita, hablada o ambas), y estoy convencido de que es necesario reflexionar a fondo sobre esa circunstancia. El que los filósofos utilicen exclusivamente el lenguaje verbal tiene profundas implicaciones y explicaciones, así como muchos efectos y causas. Todo esto debe ser explorado con seriedad, si queremos comprender qué hacemos cuando filosofamos en Occidente o a la manera occidental. No se trata ya, entonces, de las condiciones de posibilidad del conocimiento, sino de las condiciones que hacen posible a la filosofía misma. [Ibíd., p. 326]
En el segundo artículo[36] Apel desarrolla con más detalle su propuesta de una hermenéutica lingüístico-trascendental; o, en otros términos, de realizar una transformación de la filosofía trascendental hacia una filosofía del lenguaje. Puntualiza para empezar que casi todas las disciplinas y corrientes de pensamiento han puesto en el centro de sus preocupaciones al lenguaje. En conjunto, estos enfoques han conducido a que se supere la concepción del lenguaje como un mero instrumento o medio de comunicación y a que, en cambio, se lo conciba en sus dimensiones míticas y metafísicas. Antecedentes de esto se encuentran en la doctrina heracliteana del logos (que identificaba razón y lenguaje), en la afirmación de Hölderlin según la cual «somos desde que hay un discurso», y en el concepto heideggeriano del lenguaje como «la casa del ser». Con ese cambio, la filosofía del lenguaje logró diferenciarse a fondo de las «ciencias del lenguaje». [Ibíd., p. 332] Por tanto,
con el lenguaje se trata de una dimensión trascendental en el sentido kantiano, esto es, de una condición de posibilidad y validez del entendimiento y el autoentendimiento, y con ello del pensamiento conceptual, del conocimiento de los objetos y de la acción con un sentido. Preferimos por tanto hablar de una concepción trascendental-hermenéutica del lenguaje. [Ibíd.]
La «transformación de la filosofía trascendental» que propone Apel debe realizar dos tareas en relación con el pensamiento anterior:
a) Una «destrucción crítica y una reconstrucción de la historia de la filosofía del lenguaje» que demuestre que los enfoques del lenguaje como medio de comunicación o de designación son «filosóficamente insuficientes».
b) Una «reconstrucción crítica de la idea de la filosofía trascendental», una «corrección de ésta» de modo que se «concretice el concepto de “razón” en el sentido del concepto de “lenguaje”». [Ibíd., pp. 333-334]
En la primera tarea está contemplado destruir el tradicional concepto del lenguaje que lo explica como parte del Commonsense (esto es, un instrumento de comunicación entre seres que tienen en común la razón). Según este concepto, en la comunicación se dan varios pasos:
Primeramente reconocemos —cada quien en su fuero interno y con independencia de los demás— los elementos del mundo dado sensible (después llamados «datos de los sentidos»); luego captamos, mediante la abstracción y con ayuda de los instrumentos de la lógica humana universal, la estructura ontológica del mundo; después describimos —de modo convencional— los elementos del mundo ya ordenado mediante dichos intrumentos y representamos los hechos mediante signos concatenados; finalmente comunicamos a los demás, con ayuda de dichas concatenaciones de signos, los hechos que hemos descubierto. [Ibíd., pp. 338-339]
Para Apel este modelo se remite hasta Aristóteles y todos los teóricos antiguos y medievales de la expresión verbal, quienes veían en cada encuentro entre hablantes un doble proceso: por un lado, una relación de las palabras con las cosas, y por otro lado, una relación de las palabras de un hablante con su oyente. De acuerdo con ello, las palabras eran únicamente un conjunto de sonidos que, por convención, se relacionaban con determinados objetos, ideas “internas” o acciones: eran signos referidos a las cosas, y ajenos a ellas. Y, en otro sentido, eran formas de influir sobre los demás, provocando en ellos ciertos efectos previstos por el emisor. [Ibíd., pp. 334-337]
Derivada de ese modelo, se encuentra una variante del solipsismo. Por ejemplo, Locke dice: «las palabras, en su significado primario o inmediato, están en lugar de las ideas en la mente de quien las usa, por muy imperfectamente o sin cuidado que estas ideas se formen a partir de las cosas que se supone representan…» [Essay... II, 2, 2] Pero tal explicación genera más problemas de los que resuelve, el principal de los cuales es: «¿cómo puede el individuo […] estar seguro de que los demás […] relacionan con sus palabras los mismos significados inmediatos, o sea, las mismas representaciones intramentales?». [Ibíd., pp. 340-341]
Apel propone como salida real al problema del solipsismo la seguida por el Wittgenstein maduro al distanciarse de sus propias concepciones en el Tractatus, proponiendo «el modelo de los “juegos de lenguaje”, y […] la tesis de la imposibilidad de un “lenguaje privado”». [Ibíd., p. 346] Wittgenstein, en su época de madurez, señaló que nadie puede utilizar el lenguaje sin quedar envuelto en una red de reglamentaciones: todos los que hablan son participantes en un juego público, sin importar lo que ocurra en su “privacidad”. Ni siquiera los filósofos están exentos de esta situación: ellos son unos integrantes más, puntualiza Apel, de una comunidad de comunicación.
Y aquí es donde el autor da el gran salto que le interesa: postula que esos «juegos de lenguaje» pueden ser entendidos idealmente como la condición de posibilidad de la comunicación: «ese juego de lenguaje ideal es anticipado por