Esta vez hubo algunas afirmaciones más, pero descubría que mi aclaración no había logrado producir un consenso.
- Les voy a decir cómo yo lo veo. De hecho podríamos seguir ambos caminos. Para algunos esa frase es una afirmación; para otros es una declaración. La pregunta que yo me hago es esta: para quien sostiene que ‘Dios existe’, ¿cuál de estos dos actos es? Yo sostengo que para esa persona se trata de una afirmación. Para esa persona, insisto, Dios existe en el mundo. Es Dios quien lo ha creado a él. No es él quien con su palabra crea a Dios. Por lo tanto, si yo tomo la frase como una declaración no sólo parto por no escuchar lo que me quiere decir, sino que le falto el respeto. La decisión debo tomarla no en razón de consideraciones conceptuales (que por lo demás no me dan una opción), sino estrictamente en función de la ética de la convivencia que quiero establecer entre nosotros.
Me miraban no sin cierto desconcierto.
- Entonces, me dijo uno, ¿Dios existe?
- No tan rápido le contesté yo. Sólo estamos iniciando un proceso. Si ustedes me aceptaran que debemos tratarla como una afirmación, ¿cuál es la próxima encrucijada que enfrentamos?
- Si la afirmación es verdadera o es falsa, saltó uno de ellos.
- ¡Perfecto!, exclamé yo. ¿Y cómo resolvemos eso?
- De acuerdo a las evidencias que todos podamos aceptar o los testigos que esa persona sea capaz de proveer.
- Hmm!... de acuerdo. Entonces, ¿verdadera o falsa?
Se miraban en silencio.
- No se pueden proveer evidencias, ¿verdad? ¿Implica eso que es falsa?
- No necesariamente, exclamó uno de ellos.
- Muy bien, ¿en qué categoría entonces la colocamos?
- Indeterminada, dijo uno.
- Muy bien. No podemos proveer evidencias para declararla verdadera. Pero ello no implica que sea necesariamente falsa. Se trata por tanto de una afirmación cuya verdad se invoca basada simplemente en la fe. ¡Y eso lo sabemos!
Uno de ellos, que yo sabía que se declaraba ateo, se sonreía viendo donde esto estaba conduciendo.
- Pero ahora tomamos la proposición contraria. La proposición «Dios no existe». Porque si logramos resolver el estatus de esta, quizás ello nos ayude a despejar la verdad o falsedad de la primera. Veamos entonces, «Dios no existe», ¿afirmación o declaración?
- ¡¡Afirmación!!, gritaron todos.
- ¡Bien!, les dije yo. Veo que nos estamos poniendo de acuerdo.
- ¿Verdadera o falsa?
Silencio.
- ¿Verdadera o falsa?, insistí yo, ¿Cuáles son los criterios?
- Convenciones, evidencias, testigos, dijeron varios a la vez.
- ¿Y entonces?
- No podemos proveer ninguno, dijo uno.
- ¿Y entonces?
- ¿Indeterminada?
- Pues, claro. No tenemos otra opción, ¿verdad?
- Pues, no.
- Y el que dice que «Dios no existe», ¿en qué se basa entonces?
- ¿En la fe?, preguntó extrañado uno de ellos.
- Evidentemente, les dije yo. No tiene otra opción. Quienes afirman tanto lo uno como lo opuesto, sólo pueden hacerlo como un acto de fe. Ambos hacen sus opciones basados en la fe. ¿Qué quiero decirles con esto? Que la ontología del lenguaje no puede resolver esta disyuntiva. Sólo puede advertirles que cuando se enfrenten a ella, asuman responsablemente el hecho que, de acuerdo a la respuesta que den, la vida tendrá un sentido diferente. Pero la opción final le corresponde a cada uno. La ontología del lenguaje sólo los invitará a respetar a quienes den ambas respuestas.
- Muy bien, Rafael, me dijo uno. Pero tengo la impresión de que te nos has escapado. Quizás la ontología de lenguaje no pueda dirimir este asunto. Pero tú, ¿cuál opción tomas tú? ¿Tú crees que Dios existe o que no existe? ¿Cuál es tu respuesta? ¿Por cuál de las dos «fés» te inclinas?
- Nuevamente, por consideraciones éticas, no es pertinente que yo les responda esa pregunta. Mi rol frente a ustedes es de maestro y desde él hago un esfuerzo importante para que me sigan y aprendan. Este esfuerzo debo concentrarlo en lo que es pertinente que les enseñe. Pero no es pertinente que abusando de la autoridad que ustedes me confieren como maestro, los haga partícipe de mi opción personal. Y no descarto que algunos de ustedes la puedan vislumbrar a partir de las cosas que haré y que les diré. Pero será siempre vuestra interpretación y yo me negaré en todo momento a validarla.
Me miraban sonriendo. No sé si ello se debía a que creían que yo los había engañado o ello era el resultado del proceso que habíamos vivido juntos. Los dos alumnos que se me habían acercado en el refrigerio y que habían provocado esta experiencia en el grupo optaron por quedarse en el programa, se certificaron y por lo que sé, hicieron muy buen uso en sus carrera de lo que aprendieron.
Mientras daba por terminado este episodio, me volvía a acordar de Michael Graves y, en la distancia, le daba las gracias. Sentía que su consejo me había sido útil.
Palabras de cierre
Estamos llegando al final de este capítulo. Su objetivo ha sido mostrar que el discurso de la ontología del lenguaje –tal como sucede con nuestros programas de formación– representa algo bastante más importante que lo que obtenemos cuando procuramos dar cuenta del conjunto de sus temáticas. Representa por sobre todo una plataforma particular de observación, plataforma desde la cual muchas de esas temáticas pudieron ser desarrolladas. Reducir el discurso de la ontología del lenguaje a los temas que hoy en día hemos sido capaces de desarrollar en su interior es reducir la capacidad futura de proyección de este discurso.
La ontología del lenguaje es un discurso nuevo, emergente, y como tal tiene un potencial de desarrollo futuro que somos incapaces de medir. Abrigamos la esperanza que este nuevo discurso pueda contribuir en el futuro a remodelar nuestro sentido común, tal como en el pasado lo hiciera el discurso de la metafísica. Es curioso. Sin saber mucho de filosofía, los individuos occidentales representan la encarnación de una propuesta filosófica que fuera desarrollada hace más de dos mil trescientos años. Las premisas de esa propuesta filosófica devinieron los presupuestos desde los cuales se levantó el sentido común del hombre y de la mujer occidentales, de hoy y del pasado. Tal sentido común, que nos fue muy útil por largo tiempo, se ha convertido actualmente en un obstáculo para que podamos vivir con plenitud y de una manera que nos sea a todos mutuamente satisfactoria.
Para salir de él, para poder despegarnos de los supuestos del programa metafísico, estamos obligados a repensarnos nosotros mismos. Ese es su núcleo problemático y ese es el gran «talón de Aquiles» del programa metafísico. Hoy entramos en una confrontación cuyo campo de batalla es la comprensión del ser humano. Nunca ha sido tan urgente volver a preguntarse, ¿cómo somos?, ¿qué tipo de ser es el ser humano? Esa es la pregunta fundamental que guía, como el relámpago de Heráclito, las preguntas que se hace la ontología del lenguaje.
Hay momentos en la historia en los que prevalecen las respuestas. Hay, sin embargo, otros momentos en los que lo que predomina son determinadas preguntas. Estamos viviendo uno de esos momentos. Y la pregunta que hoy observamos que está siendo enarbolada es la pregunta sobre nosotros mismos. Durante mucho tiempo vivimos de respuestas que nos parecían satisfactorias. Hoy, sin embargo, sospechamos que hemos estado profundamente equivocados. Esta ya no es sólo una sospecha intelectual. Nuestras vidas nos ofrecen el mejor testimonio de que se hace necesario revisar las respuestas que en el pasado dábamos por válidas y de rectificar el camino. De lo que se trata es de rectificar la manera de cómo hemos estado viviendo.