Hemos entrado en una nueva fase. Este debate hoy en día ha saltado las murallas de la ciudadela filosófica y se está apoderando de la calle. La sospecha de que hemos seguido un camino errado y de que hemos estado profundamente equivocados está llegando al ciudadano común. Él y ella están pidiendo una forma diferente de encarar la vida, una manera distinta de observarse a sí mismos. Ellos se están armando para tomar por asalto la ciudadela de filosofía, a la que hasta ahora se les negaba el acceso.
No estamos sosteniendo el exterminio de los filósofos. Muy por el contrario. Ellos serán cada vez más importantes. Pero esas murallas que han separado por tanto tiempo el quehacer filosófico del quehacer de los hombres y mujeres comunes, están por venirse abajo. Vemos brechas en ellas por todos lados. Sospechamos que estamos por presenciar un reencuentro entre los filósofos y el resto de los ciudadanos. Nuestro propio quehacer se ha definido desde siempre como un puente que busca concretar ese acercamiento, a través de modalidades diversas. Nuestros alumnos lo saben. Ellos salen de nuestros programas enarbolando banderas filosóficas. Salen hablando de Heráclito, de Sócrates, de la metafísica, de Nietzsche, de Heidegger, de la alternativa ontológica. Es un buen comienzo.
Pero no basta que enarbolen banderas. Es preciso también que penetren en el propio quehacer filosófico. Que a su manera, participen en el ejercicio de una forma de pensar desde la cual se generan respuestas que nos afectarán a todos. Es preciso que les arrebatemos a los filósofos el monopolio de la reflexión filosófica. Es preciso advertir que no pensamos que todos podremos realizar lo que personas adecuadamente adiestradas serán capaces de hacer. La filosofía es un área de especialidad y, como tal, requiere como toda profesión de especialistas.
Pero ha pasado algo curioso con la filosofía. Yo no soy músico, pero me permito disfrutar de la música. No soy deportista, pero me gusta asistir a espectáculos deportivos. Tampoco soy político y no por ello dejo de participar en política. Quizás entienda que en áreas muy delimitadas que se concentran y requieren de un particular nivel de especialización, como sucede en determinados campos científicos, podamos aceptar en paz quedarnos fuera.
Pero este no es el caso de la filosofía. Sin negar que existan áreas en la filosofía que requieren de un alto nivel de especialidad, no es menos cierto que la filosofía tiene un vasto territorio de reflexión general. En ellos, lo que la filosofía muchas veces realiza es un pensar sobre nosotros, sobre la vida. Sus reflexiones, como sus conclusiones, debieran comprometernos, afectarnos, inquietarnos, interesarnos. Lo sorprendente es que esas reflexiones hayan llegado a interesarnos tan poco y que parecieran ser completamente irrelevantes a la forma como conducimos nuestras vidas. Eso nos habla de un serio problema, no tanto de nosotros, sino de la filosofía. ¿Qué ha pasado con ella?
Son muchos los filósofos que, de una u otra forma, han estado denunciando este problema durante el último tiempo. Algunos de ellos han mirado a la filosofía con desprecio e ironía. Russell y Wittgenstein han mostrado cómo muchos argumentos filosóficos resultan de una falta de rigor con el lenguaje. Heidegger procura, desde la filosofía, reivindicar el quehacer del hombre y la mujer comunes. Este ridiculiza a Descartes por haber entendido al ser humano según el modelo del filósofo y por terminar haciendo del pensamiento el fundamento de la existencia. Nietzsche abandona la academia para lograr la libertad que le permite una reflexión desde afuera. Moore nos insiste en alejarnos de la jerga filosófica y reivindica el lenguaje ordinario. Por desgracia, muchos de ellos –es el caso, por ejemplo, de Heidegger– suelen llevar a cabo esta crítica a partir del lenguaje hermético de los propios filósofos.
Decíamos que la ontología del lenguaje es un discurso emergente, un discurso incipiente. Ello implica que su potencial está muy lejos de haberse alcanzado. Que es mucho más lo que desde él queda por reflexionar si lo comparamos con lo que a la fecha ha logrado acometer. Que los territorios por ser explorados desde el «claro» ontológico son ilimitados y que es preciso comenzar a conquistarlos. El «claro» ontológico nos anuncia un nuevo mundo por descubrir. Un mundo que ha estado siempre acá pero que requiere de nuevas luces para comenzar a develarlo. Un mundo que requiere también ser construido, más allá del nivel discursivo, y que será muy diferente de aquel que hasta ahora hemos conocido. Mundos de sentido que podremos observar y mundos que requeriremos construir con nuestra capacidad de acción.
Uno de los propósitos más importantes que posee la noción del «claro» ontológico consiste en el hecho que nos entrega una plataforma con capacidad generativa. Nos proporciona las coordenadas básicas desde la cuales podremos construir nuevos sentidos y, a partir de ellos, orientar nuestra acción en la construcción de nuevos mundos. Terminó la época en la que nos era posible descubrir en la faz de la tierra nuevos continentes, territorios previamente inexplorados. A nivel de la geografía, el mundo está al descubierto. Sin embargo, los seres humanos tenemos una capacidad ilimitada para construir nuevos mundos en las mismas tierras. Los nuevos mundos del futuro no serán aquellos que buscaban los exploradores de los mares y de los nuevos continentes del pasado. Serán aquellos nuevos mundos que podremos inventar con la capacidad que nos proporciona el lenguaje, tejiendo nuevos sentidos y desplegando nuestra capacidad de acción.
Para concretar esas nuevas conquistas requeriremos de nuevos mapas y de nuevas maneras de construir mapas. Esto es precisamente lo que nos ofrece la distinción del «claro» ontológico. Para hacerlo, no requerimos necesariamente ser filósofos. Y el aporte que ellos puedan realizar será importante y bienvenido. Pero, desde el «claro» ontológico surge una invitación a todo el mundo a utilizar sus propias experiencias de vida para participar activamente en este proceso de conquista. Todos estamos en condiciones de poder contribuir en él.
¿Estamos diciendo que los filósofos no son indispensables? No estoy seguro. Pero de lo que no tengo dudas es del hecho que, a la vez, estamos sosteniendo que todos, que cada uno, deben darse el permiso para comenzar a hacer filosofía. Se trata también, de alguna forma, de despertar el filósofo que todos llevamos dentro. Poder ayudar a ello es uno de los objetivos de este libro.
Weston, mayo de 2006
20 Me refiero a los graduados de los tres programas de formación de coaches ontológicos que diseñara a partir de 1991. En su momento, los programas «Mastering the Art of Professional Coaching» (MAPC) y «El Arte del Coaching Profesional» (ACP) y, actualmente, nuestro programa «The Art of Business Coaching» (ABC).
21 Para los efectos del argumento que busco desarrollar, estoy dejando fuera las respuestas que aludían específicamente a las competencias de coaching.
22 Esta distinción está hecha en el primer capítulo, «Antecedentes de la ontología del lenguaje» del libro Actos de Lenguaje, Vol. I: La Escucha, J. C. Sáez Editor, Santiago, 2006.
23 Johann J. Winkelmann, Historia del arte en la Antigüedad, Folio, Barcelona, 2002.
24 Quienes han estado expuestos al discurso de la ontología del lenguaje conocen la experiencia de un aprendizaje que los expone a una mirada diferente de lo que siempre han tenido ante sus ojos. Es la revelación de lo mismo como diferente. Es lo obvio hecho novedad.
25 Ver a este respecto, mi capítulo «El nacimiento de la filosofía en Grecia» en Raíces de Sentido: Sobre egipcios, griegos, judíos y cristianos, J.C. Sáez Editor, Santiago, 2006.
26 Eugen Fink, La filosofía de Nietzsche, Alianza Universidad, No.164, Madrid, 1976.
27 Martin Heidegger & Eugen Fink, Heraclitus Seminar, Northwestern University Press, Evanston, Il, 1993, p. 6.
28 Ver Rafael Echeverría, El búho de Minerva, J. C. Sáez Editor, Santiago, 2004.
29 Desde entonces, he abandonado la noción de paradigma adoptando, en