Por fin reacciona, se levanta y muy sonriente, lo recoge y, dándose la vuelta y poniéndose de puntillas, vuelve a poner el rollo en su sitio, dentro del saco de piel, y lo cierra con empeño. Se vuelve exhausta:
—Muchísimas gracias por molestarse.
—Las que la adornan. No es molestia. Veo que pesa…
—Son rollos de una máquina de coser, para hacer distintos tipos de costura…
—Ah. No sabía. ¿Se dedica usted a la costura?
—No, son para mi tía. Se los llevo a Madrid.
—Pero usted no es de San Sebastián.
—Pero vivo aquí hace ya tiempo. Como si lo fuera.
—¿Le gusta vivir en San Sebastián?
—Me gusta mucho. La ciudad es tan hermosa. Me gusta mucho el mar, voy mucho a pasear por la Concha, cada vez que puedo.
—¿Vive usted cerca de la playa?
—Bueno, relativamente cerca sí… ¿Y usted?
—Yo no, yo vivo más a las afueras, por Aiete.
—Un precioso barrio, Aiete.
El falangista saca un paquete de tabaco del bolsillo de su pantalón, ofrece rápidamente al señor mayor que se sienta junto a él y se enciende un cigarrillo. A ella, claro, no le ofrece ninguno. Pero ella está tan nerviosa que le encantaría poder encenderlo. Tiene la sensación de estar sometida a un interrogatorio, de que él no se fía, de que no puede imaginar qué hace con ese bolsón. Vuelve a pensar cómo escapar, cómo salir ilesa de este embrollo. El tren sigue su lento discurrir y aún queda tanto viaje.
Decide levantarse y salir al corredor. Pero le da miedo que vuelva a caerse algo del saco y todo se venga abajo. Le falta el aire, mientras sigue poniendo cara de nada frente a la mirada de él, que parece escrutarla entre el humo. ¿De verdad la observa? ¿O simplemente mira sin más, y es ella la que concentra en su cara la curiosidad de él? Tiene la sensación de estar roja, de sofocarse. Se levanta sonriente, abre la portezuela y sale al pasillo de primera clase. Para no alejarse, por si acaso, simplemente se apoya en la ventana y mira hacia fuera.
El paisaje se ha aquietado. Van entrando en los llanos castellanos que están verdes en primavera. En esta continuidad sin aspavientos piensa en que no hay pasado ni presente alguno, solo el perpetuo cambio en el que se haya imbuida… Un cambio que quiere llevarla hacia el futuro, pero ¿llegará hacia él? ¿Adónde la conduce este tren que serpentea entre la nada, como si no hubiera peligro? Pero sabe que está amenazada. En realidad, siempre está amenazada.
Se da la vuelta y regresa a su sitio. Suavemente se sienta y saca de nuevo el libro para tratar de leer. De repente, el tomo primero de La montaña mágica le resuena a peligro. Y saca el otro, el que debería servirle de señuelo para su cita en Madrid, Alicia en el País de las Maravillas. Lo abre por donde está señalado y lee para sí: La cuestión es, dijo Alicia, si puedes hacer a las palabras significar cosas diferentes. La cuestión es, dijo Humpty Dumpty, quién va a ser el amo, eso es todo.
¿Cómo puede hacer para que las palabras signifiquen otras cosas? Levanta los ojos y mira al falangista que la mira. No es una figura inocente, no es un simple peligro en su camino. Ese hombre quiere ser el amo, ahora también. Representa justo todo aquello que ella aborrece: el orden, la misa diaria, las mujeres sometidas a dictados que no quieren, en el que son figuritas decorativas o sirvientas dóciles, o las dos cosas a la vez. Ese hombre no la dejará fumar. Ese hombre no es un enigma, ella lo sabe. Necesita saberlo ahora que tiene que llegar a su cita y entregar la multicopista en piezas. Necesita seguir. La cuestión es quién va a ser el amo, sí. Y no quiere amos. Quiere un cigarrillo.
Apagan el cigarrillo en la terraza de la azotea de Feli y Manola. Manoli y Manola lo han fumado como si fuera el último. Luego, ha ido con Manola hasta casa de su prima Angelines. Caminando casi escondidas, parapetadas bajo los muros de los edificios de la calle Santa Engracia. Las dos tocayas han avanzado sin apenas hablarse, cogidas del brazo, mientras a su alrededor hay un ambiente viscoso, gente como ellas que deambula sin ojos, huecas las cuencas mientras avanzan por la acera. Están tan asombradas que no son capaces ni de mirarse, y solo se aprietan con las manos y respiran esa tarde del 27 de marzo. Algunas detonaciones, más cercanas, más lejanas. Una tarde de lunes de Madrid con las tropas del ejército de ocupación a punto de entrar en sus calles.
Angelines la mira con tristeza. No sabe qué decirle. Intuye que todo está en peligro, intuye sobre todo que su prima está en peligro.
—Te esfumaste de tal modo que entramos en pánico. Luego nos dijo Manola, o Feli, no me acuerdo, que todo estaba muy revuelto y que había una asonada, que Casado y otros socialistas habían dado un golpe contra Negrín. Y que estaban deteniendo a los de Negrín y a vosotros. No sabíamos qué hacer, todo se puso peor porque te puedes imaginar los vecinos reaccionarios, se les oía respirar, nos miraban con rabia en la calle y en la escalera. Tú no estabas, yo sola con los niños, Justi aún en el frente. Estaba hecha un lío, solo se oían tiros por la calle. Se armó una que no te imaginas en la glorieta de Bilbao, pero no nos atrevimos a salir. Los nuestros contra los nuestros. No entiendo nada… Bueno, lo importante es que ya estás aquí, entera y verdadera.
No se oye nada desde la casa de Santa Engracia. No hay ruido, mira por la ventana y trata de ver los movimientos de las calles. Tiene que salir a averiguar, tiene que saber qué hacer. Su amiga Mercedes ha llegado casi de noche y le ha dicho que Pepe Suárez está desaparecido. En realidad ha venido para decirle que se va, que sale para Valencia o Alicante y que se vaya con ella. «Ven conmigo, Manoli. Esto va a ser una ratonera. Ven conmigo. Dicen que están llegando barcos ingleses y franceses y que podremos salir. Y luego ya veremos. Vámonos, yo me voy de madrugada, tenemos un furgón grande que nos espera en el Puente de Vallecas. Los muchachos están todos yendo para allá. Hay que salir, niña. Vente conmigo».
—Es demasiado tarde, Mercedes. Ya están aquí, están entrando, ya están en el Clínico, mañana estará esto plagado con la guardia mora. Hay que pensar en resistir aquí. Nos cogerán como a tontas en la carretera de Valencia, antes de que lleguemos a Arganda. Yo me quedo, aquí está mi gente. No sé…
Sentada en la cama, piensa en si se arrepentirá o no. No sabe aún que se pasará la vida pensando esto. Optando y dudando. Optar será el futuro, hasta el final. Será su gran herencia, su principal patrimonio, su bagaje fundamental. Pero aún no lo sabe, le faltan unas semanas para cumplir diecinueve años, y cuando repasa los últimos días le parece que algo se ha metido en su vida como una turbina, dándole energía al mecanismo, una energía incontrolable, una fuerza que la arrastra, que no controla. Como durante toda la guerra, pero la guerra se ha acabado. Se ha acabado y la ha perdido. ¿Se ha acabado?
Es sábado. Primero de abril de 1939. La ciudad está tomada, llena de banderas monárquicas y de gente en las calles que parecen celebrar. Lo observa desde la ventana de la cocina de la casa de su prima Angelines. Cree que allí escondida va a poder pasar de largo. Arrebujada en la silla, destemplada aunque no hace frío, mira por el único espacio del piso interior que asoma a la calle, por encima del cine de verano de Luchana. Mira gente lejos, y escucha en su cabeza los distintos consejos, cada sugerencia, cada mirada muda. «Quédate aquí, nadie va a venir a buscarte aquí, irían a tu casa». «Vete de aquí, vete hacia algún pueblo, cerca de Madrid y te iremos diciendo cómo trascurre todo. No paran de coger gente desde el día 28 cuando entraron, y todo el mundo dice que los matan, que los pasean, que los desaparecen». «¿Por qué no te vas al norte, al pueblo, a Carranza? Allí podrías estar segura». «Si todos se van, ¿cómo vamos a resistir? No podemos conformarnos».
Lleva