Veo y escucho. Las voces se me hacen insoportables. Las voces que son quejidos. Que son clamores. Que son gritos. También susurros. Las palabras que salen de los cuerpos. Que imaginan, que inventan, que tiemblan. Las voces altas de los torturadores. Llamando. Gruñendo. Insistiendo. El tableteo de una máquina de escribir. Las voces apagadas de los torturados. Casi inaudibles.
También huelo. El sudor huele. La sangre huele. La mierda huele. Huele. El blanco de cloro que está por encima no esconde el hedor que impregna cada estancia. Deambulo, buscando olores. Vago por el pasillo. Los sonidos se me vuelven insoportables. Veo las caras, las miradas. Veo los cuerpos.
Luego los sonidos callan de repente. Se asustan, huyen. Silencio. Rumio el silencio. Es el mismo silencio. El silencio de mi madre al hablar de este lugar. Al callar. El silencio de todos esos lugares. No-lugares. No-expresión. No-ruido. No-luz. Me desplazo a otros espacios iguales, llenos de sombras de cuerpos. Estoy en la antigua ESMA, en Buenos Aires, silencio. En Mauthausen, en sus celdas, silencio. En Tuol Sleng, en la calle 113 de Phnom Penh, silencio. El mismo silencio se apodera de todos. Cuerpos en silencio.
Los agentes de la inmobiliaria me devuelven a la realidad. «¿Alguna duda, quiere saber algo más? ¿Qué le parece este piso, se adapta a sus condiciones?». «No lo sé, quizá se nos queda pequeño». «¿Pequeño…? Son mil metros cuadrados». Contesto firme. «Como le dije, represento a un importante estudio de arquitectura francés que quiere instalarse ahora en Madrid y quizá necesitemos un espacio más diáfano. ¿Este piso se puede reformar?». «No, es un edificio protegido». «Ya supongo». «¿Siempre ha sido así, está como el original?». «Creemos que sí, esta es una finca histórica, un sitio de prestigio, un privilegio tener aquí una oficina, un local con reputación…». «¿Ustedes saben quién estaba antes aquí?». «No, pero siempre ha sido un lugar distinguido. Excepcional. Por eso no se puede tocar».
No se puede tocar. No se puede enmendar. Un lugar poblado de sombras. Lleno de fluidos. Lleno de miasmas. Lleno de cuerpos. Estoy por explicarles a los agentes qué lugar es este. Pero me contengo.
¿Quién nos salva? Cuerpos anónimos que gritan y que sobreviven, que resisten. Cuerpos enfebrecidos que se amontonan. Se tocan. Se miran. Se consuelan. Almagro, 36, segunda planta. El Servicio de Información de la Policía Militar (SIPM) franquista abrió ese espacio cuando entró en Madrid, nada más llegar. Un centro de tortura. El 1 de abril de 1939 ya estaba abierto. Se cerró en agosto. Cinco meses. Mi madre cumplió en este sitio diecinueve años, en abril. Diecinueve años.
Salgo de nuevo a la calle tratando de recuperar el aire. Delante de la fachada, tres acacias despojadas como fantasmas. Sin hojas, amenazantes. ¿Estarían entonces, cuando llegaron los apresados por docenas, verdes porque era primavera? ¿Miraron sus ramas desde las ventanas después de los interrogatorios? ¿Se veía la luz azul de la ciudad desde el suelo donde se amontonaban?
Silencio. El silencio me aturde. Saco el móvil y los cascos. Me los pongo. Ligeti. Réquiem. Ligeti que estuvo en Auschwitz. La polifonía negra del réquiem me envuelve. Voces corales de fantasmas. Busco en internet. Almagro, 36, noble edificio construido en 1902 por el marqués de Aldama. Viviendas de carácter distinguido en una vía de prestigio de la ciudad, «la más lujosa casa de Madrid».
La segunda brigada del SIPM ocupó la primera y la segunda planta tras la guerra. La segunda devino en un depurado centro de tortura. Cuando se fueron, ahí quedó la Sección Femenina de la Falange. Ahora compañías de prestigio habitan los mismos espacios. Como El Laboratorio, que ocupó este piso. Se disolvió luego, involucrada en una trama de empresas dedicadas a falsear facturas para el Partido Popular de Madrid en 2007. La realidad como una farsa.
Espacio de silencio. De silencio impuesto. Nada. Ni una placa. Ni un letrero. Nada en la memoria de la ciudad indica que este no-lugar existió. Solo se deja ver por la presencia terca de los cuerpos. Por sus rastros. Por sus sombras. Recupero la referencia catastral de la casa para seguirle la pista. 1460203VK4716A0009TR. Eso queda. Un régimen que apuntó todo. Que anotó todo. Que registró cada cosa. Ahora no dice nada. Desaparecidos. Cunetas.
Sentado en un banco de la calle Almagro frente al edificio. Aquí estoy. El hijo de esa mujer que va en un tren con una multicopista escondida en un bolso de viaje. Ochenta años después. El dolor llega mientras uno desayuna. O cierra la ventana. O se sienta en un banco sin objeto. Desposesión.
¿Quién me salva ahora?
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