Cuando se vuelve a abrir la puerta, la llaman a ella. Se levanta y sale al pasillo, mira a cada lado y ve el revuelo constante del sitio, la gente amontonada, las puertas cerradas. Quiere ir al baño, pero no lo dice. La puerta de la habitación del fondo se abre y entra en un lugar con ventanas tapiadas con maderos informes y luz en el techo. Paredes sucias. «Hombre, esta es la secretaria de Mendezona, y de Pepe Díaz. De los asesinos, que se han largado y te han dejado aquí tirada. Mírate niña, ven, siéntate aquí». Cuando otro policía le aprieta el hombro y se sienta, solo tiene en los ojos la luz de la lámpara. Un destello. Y silencio.
Piojos. Y chinches. Se lo dice la de Vallecas. No sabía lo que eran, solo era rascarse, no los había visto hasta ahora. Luego los verá mucho más, aún no lo imagina. No hay ninguna higiene, dos minutos para lavarse las manos y la cara una vez al día, cuando las llevan al baño. Una manta que le ha traído Angelines es lo único que tiene, sobre lo que duerme. Como todas. Reparten lo que una vez a la semana traen las familias, las que pueden. Pero no están hundidas, no están desalentadas, ni siquiera después de las sesiones de golpes. Piensan que ya se va acabar. No puede durar. Van a salir indemnes. La de Vallecas, que es la mayor del grupo de catorce mujeres amontonadas en el cuarto, es la menos animosa. «Nos matarán aquí, o nos matarán fuera de aquí, vamos a envidiar a los que ya se murieron antes», dice de repente cuando ve a alguna de ellas llegar hecha un sudario tras algún interrogatorio. Pero luego pasan horas, incluso días sin que la puerta se abra salvo para ir al baño. Y entonces todas piensan que ese tiempo ha de acabar. Se cuentan sus vidas, algunas se conocen de vista, o conocen a gente común. Una malla que se teje y se desteje.
Se abre la puerta y otra vez llaman. Todas están en tensión. Se levanta de nuevo. Ya sabe.
Ve al hombre con la camisa sucia, el más mayor. En la mano sujeta una taza. Quizá de café, pero no logra verlo ni olerlo. Mantiene la taza en el aire sin probarlo mientras la observa en silencio. Sentada en una silla con tapicería color burdeos, una silla de patas torneadas, espera. Los primeros golpes llegan sin preguntas. Luego los dos que la golpean comienzan a hablar. No interrogan, solo hablan. Acusan. Desde el suelo al que ha caído, le parece imposible lo que escucha. «¿A cuánta gente matabais en tu oficina del partido, la escondíais allí mismo? ¿Dónde están los cuerpos de las monjas a las que habéis matado? ¿Dónde habéis enterrado a los niños?». Escucha, pero no escucha. Se dobla en el suelo tratando de protegerse de las patadas en la tripa, en los costados, en la espalda. La suben de nuevo a la silla. La boca le sabe a sangre. Tiene tanta sed. Desplaza los ojos y lo sigue viendo, frente a ella, con la taza suspendida en la mano.
«Dinos el nombre de tu jefe. Quién era tu jefe. ¿En la carbonería escondías las armas? ¿Mataste a gente en la carbonería?». Piensa en su tío Pedro, en su tía Mariana. Tan mayores, trabajando aún con el carbón para que ella estudiara. Por dentro se ríe. Es como una defensa. Escucha por primera vez la voz del hombre de la camisa sucia. «Atadla». Ve entonces cómo inclina la taza sobre su boca y se la bebe de un trago. Un solo trago. Sí, parecía café.
Cuando regresa al cuarto no es capaz de sentarse en el suelo. De apoyarse en la pared. Le han guardado un poco de agua en un frasco y se lo dan cuando se tiende. Sabe que tiene que esperar un rato. Aguardar. No dice nada. Con los ojos cerrados trata de imaginar lo que ha pasado. En medio del dolor, duerme.
Ya no tiene hambre. ¿Qué día es hoy? Ya no lo saben, pero ayer trajeron a cuatro mujeres nuevas, tres habían salido por la mañana. Vienen de la calle Jorge Juan, otro lugar como este. «Hay muchos lugares como este, chicas. Y las cárceles están llenas». ¿Qué día es hoy? Es miércoles. ¿Miércoles qué? Miércoles 19. 19 de abril de 1939. «Mañana cumplo diecinueve años», dice Manoli. «Lo vamos a pasar en grande, ya verás». Y se ríen.
La puerta se abre otra vez. Otra vez. Se callan. Silencio.
Modesta, la de Vallecas, está deshecha. «No puedo más. Firmaré lo que me pidan, por mis hijos. No puedo más». «Aguanta, aguanta…». «¿Para qué? Igual voy a salir con las piernas por delante. Ya no puedo». «Aguanta, aguanta…». «¿Para qué?». «Para no ser una chivata…». «¿Chivata?».
Modesta aguanta callada, pero aprovecha un descuido del tipo que la lleva al baño por la mañana, abre la pequeña ventana, se sube al alféizar. Y se tira al patio. Se desploma. Se vence en el espacio hueco y parece suspendida mientras cae. Así se siente. El ruido de los cristales rotos, el sonido de algo que retumba, un clac de un golpe seco. Ellas lo oyen desde su celda. No saben qué es. No se atreven a imaginar. Cuando el guardia abre la puerta por la noche le preguntan. «La de Vallecas se ha ido». «¿Se ha ido?, ¿cómo que se ha ido? ¿Adónde?«. «Se ha ido. A callar». Cuando cierra la puerta se miran pero no se dicen nada. No saben qué decir. Miran el suelo y la rubia jovencita que no ha dicho su nombre acaricia el dibujo de la baldosa y llora. Nadie se mueve. Todas miran el recorrido de sus manos en el suelo. «Se ha ido».
Esa mañana hay más movimiento del habitual. Se oyen ruidos en el vestíbulo, voces, gente que llega, golpes de puertas. Mira a Cloti y a Ciri en la penumbra, casi las adivina. Tiradas en el suelo. Tienen hambre y sobre todo tienen sed. Siempre tienen sed, porque no les dan agua. Esa mañana tienen mucha sed, porque desde el mediodía anterior no les han dado nada. Como cada mañana cuando se despiertan y un poco de luz se filtra entre las lamas cerradas de las ventanas, se ponen a patear. Rítmicamente, como si fuera un ensayo de un paso de baile. En un crescendo que no cesa hasta que entran y les gritan, las golpean, las arrastran. Pero finalmente traen agua. Hay algo incomprensible en la falta de agua, el agua que sale por los grifos de ese sitio improvisado. Agua en una ciénaga, un no-lugar.
«Levántate y sal. Y tú. Y tú. Y tú. Y tú…». Las empujan hacia otra habitación. La luz del sol que entra por las ventanas las deslumbra, una luz a raudales se come el escenario blanco, blanquísimo, de la estancia. Tres hombres con papeles las miran como si no estuvieran ahí, como presencias fantasmales. «Tu nombre». «A ver, Manuela. Pues hoy te vas para tu casa, tu domicilio es calle Caracas, 3, 2.º centro. Pero ahí no puedes volver, esa casa va a ser recuperada para el Estado, vete con tu familia. Este papel es tu salvoconducto. Tienes que presentarte en la comisaría de Hospicio, en la calle San Mateo, 25. Con este papel, para que te lo sellen, un día sí y otro también, hasta nueva orden. Sabrás de nosotros. Ahora, largo». Va con el papel hacia la salida y se detiene a esperar a sus compañeras. «Lárgate ya, ¿o prefieres que te dejemos?». En el vestíbulo, camina hacia la puerta. Con lo puesto, nada tiene que recoger, nada se ha llevado, nada trajo.
Un muchacho vestido de falangista se dirige con ella al descansillo. Ahí, la detiene y, entonces sí, otras cuatro o cinco mujeres se paran junto a ella. No ve a Cloti, ni a Ciri, ni a la chica rubita. «Andando». Bajan las escaleras del inmueble, la luz tamizada de las vidrieras modernistas que se asoman, la sensación del lujo, del buen gusto. ¿Puede ser que ese espacio de ausencia, ese espacio que no existe, se esconda allí y que nadie lo vea? Mientras baja piensa en los vecinos, en la gente que vive en esa finca, que escuchan los gritos de dolor, el trasiego de personas. Nunca sabrá que ese piso es enorme y lleno de recovecos con gente encerrada, a la que no ha visto, que en apariencia nunca estuvo allí. Un agujero negro en la realidad.
En la calle se despiden como autómatas. Se tocan y se desean suerte. Ella vive al lado, apenas a unas manzanas. El sol la calienta, la envuelve. Al llegar a la esquina de la calle Caracas, su calle, se mira en el reflejo de un portal y se ve con un aspecto deleznable, de abandono, como si llegara de un hospicio, de una batalla, de una guerra. Y de ahí es de donde llega. Con rapidez sube la calle, pasa por delante del portal de su casa, mira la oscuridad del zaguán y sigue de largo. ¿Será alguno de los vecinos de su escalera quien la ha denunciado? ¿Quién? ¿Alguien que también pretende quedarse con el piso? Junto al portal, la vieja carbonería de su tío está a medio abrir, con el cierre a la mitad. ¿Quién está ahí? Desde la muerte de su tío hace apenas un año, la carbonería está cerrada. No puede evitar agacharse y asomarse por debajo. Siente como un vómito en la garganta cuando ve a varios hombres dentro, hablando entre ellos, uno de ellos un primo suyo lejano, y también el portero de una finca del paseo del Cisne. Se incorpora rápida