Memoria del frío nos introduce, a través de los mecanismos de la ficción, en uno de los aspectos menos conocidos de la represión del régimen: la persecución, tortura y prisión de las militantes antifranquistas, las que los agentes de la represión llamaban por defecto «putas rojas». Ellas eran el reverso del modelo de mujer del franquismo basado en la sumisión al hombre en todos los aspectos de la vida (política, economía, moralidad, sexualidad) e institucionalizado gracias a la Sección Femenina, la Iglesia y las nuevas leyes que aniquilaban los avances de la Constitución de 1931 y condenaban a la mujer a una eterna minoría de edad legal. Pilar Primo de Rivera, fundadora de la Sección Femenina, concebía así la misión de la mujer en la nueva sociedad: «Cada uno tiene su manera de servir dentro de la Falange, y lo propio de la Sección Femenina es el servicio en silencio, la labor abnegada… Como es el temperamento de las mujeres: abnegación y silencio». Las mujeres de la «España Nacional» eran buenas madres y esposas, serviciales y piadosas, ángeles del hogar, descanso del guerrero, mientras que las «otras» eran mujeres monstruosas, encarnación del mal y el pecado, había que exterminarlas o redimirlas a través del sufrimiento, la tortura y la humillación. Como señaló Shirley Mangini en Recuerdos de la resistencia: la voz de las mujeres de la guerra civil española, «de los testimonios orales y de los textos memorialísticos se infiere que después de la guerra civil las presas recibieron el mismo trato que las mujeres “perdidas” de los siglos anteriores. Los sentimientos básicos no habían cambiado: estas mujeres habían transgredido y tenían que ser castigadas por “putas rojas”» (p. 116). El insulto «puta roja» condensa cómo la mujer disidente es doblemente perseguida: por sus ideas y activismo político y por el hecho de ser mujer que se rebela contra la norma moral. El castigo que los represores consideran purificador, el tratamiento como «perdidas» que diría Mangini, va desde el escarnio público (rapadas, aceite de ricino, paseos desnudas por los pueblos) hasta las torturas sexuales (violaciones, mutilaciones, quemaduras y golpes en vagina, ovarios, útero y pechos), a la «reeducación» nacionalcatólica en las cárceles de mujeres o al robo de sus recién nacidos. Cuenta Consuelo García en su introducción a Las cárceles de Soledad Real que mientras grababa el testimonio de Soledad para después transcribirlo, notaba que hablaba en voz bajita, como con miedo a que la escucharan. Un día le contó que el marido de su vecina era guardia civil y que «los niños, cuando la veían en el patio, decían en voz baja, de modo que casi solo la marcaban con los labios, la palabra puta. O con la cara pegada a los cristales de su ventana la repetían una y otra vez: Pu-ta, pu-ta» (p. 9). Era el año 1982, Soledad Real tenía sesenta y cinco años y llevaba más de veinte fuera de la cárcel.
Las experiencias de las mujeres antifranquistas que pasaron buena parte de sus vidas en prisión no entraron en el archivo histórico, aunque sí sus expedientes judiciales. Su sufrimiento, el intento de deshumanización al que fueron sometidas por parte de las instituciones penitenciarias y la Iglesia, las torturas, el hambre, las enfermedades, el hacinamiento, la explotación, no se recogieron en la ficha que de cada una guardaban sus carceleros, pero algo de ello se filtró en las cartas que enviaban a sus familias, mucho más en las clandestinas. No pudieron expresarse, denunciar su situación, apelar sus sentencias, reclamar derechos, si acaso alguna se acogió a un indulto, una conmutación de pena. De sus largos años en las cárceles quedaron unas pocas fotos, muchas cartas, expedientes incompletos. Y, sobre todo, quedó su memoria, su testimonio y su voz.
Durante finales de los años setenta y principios de los ochenta del siglo XX comenzaron a salir a la luz testimonios de «los vencidos». Nos han llegado muy pocos testimonios y memorias de lo que fue la experiencia de las mujeres en la guerra y la militancia antifranquista, de la tortura, la cárcel y la clandestinidad. Estamos, de nuevo, ante el problema de la invisibilidad de la experiencia femenina, ya que el relato de la resistencia antifranquista y la represión lo dominaron los hombres. Ellos fueron los protagonistas y los principales narradores, relegando a segundo plano tanto el compromiso político de sus compañeras de lucha y resistencia como la persecución y represión que sufrieron. Además, las propias mujeres se autocensuraron, a veces por miedo —recordemos a esos niños llamando puta a Soledad Real—, a veces por no considerarlo tan válido como el relato masculino, a veces por pudor, a veces por pensar que lo importante era el trabajo político y no lo que ellas consideraban un sufrimiento personal. Muchas, también, quisieron hablar pero no encontraron interlocutores. En 1978, Juana Doña, militante comunista, publicó la novela-testimonio Desde la noche y la niebla, en la que narraba, a través de su alter ego Leonor, su militancia y vivencias durante la guerra, sus dieciocho años en prisión, su compromiso en la clandestinidad. Doña había escrito el libro en 1967 pero no encontró quien se lo publicara, y la culpa no solo era de la censura oficial: «Se contaban las epopeyas de las cárceles masculinas y las heroicidades de sus protagonistas, se rompía el cerco de la censura y en la más negra clandestinidad se divulgaban acciones y sufrimientos protagonizados por luchadores-hombres. Rara vez se hablaba o escribía sobre las heroicidades de las luchadoras-mujeres» (p. 28). Los testimonios que nos han llegado están narrados con la necesidad y la urgencia (a pesar de los años transcurridos entre los acontecimientos y la escritura) de denunciar las injusticias que vivieron y de las que fueron testigos. Todas testimoniaron para describir unas vivencias que, si no fuera por ellas, serían olvidadas. También porque el hecho de testimoniar significaba reafirmar el compromiso, la lucha y la propia vida. Rebecca Solnit, en un contexto muy diferente, diría que «ser incapaces de contar nuestra historia es una muerte en vida» (p. 27). El testimonio de estas mujeres se alza contra el olvido, que es también una muerte en vida. Además de la obra de Juana Doña, es imprescindible el ya citado Las cárceles de Soledad Real, una transcripción de la larga entrevista que Consuelo García hizo a Soledad Real sobre su militancia en las Juventudes Socialistas, su participación en la guerra y sus casi veinte años de prisión. Son indispensables también los tres volúmenes que editó la militante comunista y expresa política Tomasa Cuevas y que bajo el título Cárcel de mujeres recoge los testimonios de presas políticas de toda la península. En todos los testimonios se narra el dolor, el hambre, la tortura, el miedo, la muerte, las enfermedades, los castigos, la humillación, el aislamiento, la experiencia de maternidad, y frente a ello la solidaridad, el ansia de vivir a pesar de las condiciones, la necesidad de seguir luchando y aprendiendo. Todas narran cómo los años pesan y pasan, cómo las cicatrices de la tortura y la desnutrición provocan amenorreas, menopausias tempranas, enfermedades crónicas. Y aun así, cuando salen a esa otra prisión que era la España franquista de finales de los años cincuenta y principios de los sesenta, la mayoría continúa la militancia clandestina.
El testimonio, según el historiador Paul Ricoeur, «constituye la estructura transicional fundamental entre la memoria [individual] y la historia» (p. 21). Es también una forma de reorganizar la realidad, de desmantelar y transformar representaciones hegemónicas, una narración que abre la puerta a nuevas formas de representación colectiva (Narváez, 240). El testimonio, ese género que en los países latinoamericanos tiene una tradición mucho más arraigada que en España, es hacer pública la propia voz para hablar de una lucha colectiva y denunciar abusos de poder (Yúdice, 46). El yo del testimonio es un nosotras. La misma Soledad Real así lo expresa en su dedicatoria: «A todas las mujeres que, habiendo vivido una vida como la mía, no han sabido o