Camina lentamente siguiendo las indicaciones que le ha dado. Ha regresado a la ciudad donde nació. Un lugar desconocido. Va como flotando, se siente de repente muy cansada. Una sensación de tristeza y de desazón, ese sabor amargo en la boca. No hay marcha atrás. Sí, es verdad, está perdida en la niebla, pero no en medio del mar como pensó, sino en la bruma pesada de esa ciudad oscura.
Vuelve el falangista a darle el rollo envuelto en tela y vuelve ella a colocarlo en el saco de viaje, tratando de nuevo de cerrar muy bien la apertura para que no vuelva a pasar. «Gracias de nuevo, es usted muy amable, siento molestar». «No se preocupe, siempre es agradable ayudar a una señorita como usted».
Se sienta y trata de volver sobre el libro. Está tensa, pero no quiere mostrarlo. Lo siente en sus manos y se ve perdida. Quizá él no sospeche nada, pero cuando llegue a Madrid tiene que poder alejarse de él, de la estación, seguir hacia su cita. Recuerda el viaje al revés, metida en el tren nocturno que la llevaba a Bilbao desde Madrid, la guerra recién perdida. Hace ya dos años. Aún sigue huyendo, porque esto es una huida. ¿O no? Quiere huir. ¿Quiere huir? ¿Qué es huir? Absorta mientras mira las páginas de Carroll sin leerlas, piensa en que podría escapar desde San Sebastián hacia Francia, y entonces se metería de bruces en otra guerra, en otro espacio ocupado, en otra andanza. O dejarse diluir en Madrid, quizá pasar desapercibida en la gran ciudad, olvidada de todo y de todos, a lo suyo. O bajarse del tren en la próxima estación, que debe ser Medina del Campo. Sonríe al pensarlo, en Medina, donde está la sede de la Sección Femenina de la Falange. Sonríe porque pensar en todo esto le resulta gratis, sabe que no lo hará. Porque no quiere, porque lo tiene claro, desde la guerra, desde antes, desde que aquel cura le dio una bofetada cuando con catorce años ella le dijo que no podía entretejer en su cabeza la presencia de un ser sobrenatural. Más claro lo supo cuando la golpeaban como a una estera los del SIPM en la comisaría de Almagro, y no entendía nada. Sabe que va a continuar porque le va la vida en ello. No la vida por perder, sino la vida por hacer. Algo que le corre por dentro, pero sobre todo algo que le permite vivir, algo que tiene que ver con la manera de entender el mundo.
Pero se cansa, le cuesta entender qué pasa. La idea de que este régimen no puede durar, que pronto va a acabar, que la guerra mundial la va a perder el fascismo. Aunque los partes de guerra de los aliados no son tan optimistas, los nazis no dejan de avanzar, y los italianos. Pero no lo puede imaginar. No puede imaginar todo reducido a cenizas, después de tantas llamas.
Mira a su alrededor en ese departamento de primera clase. Una mujer de unos treinta años está al frente en el extremo. Con los ojos entornados, ve cómo mueve los labios en silencio mientras maneja en la mano un rosario. Ausente, alejada, acunada por su propia salmodia. A su lado el que parece su marido, un hombretón rotundo, de traje, con chaleco, un maletín entre las piernas, el periódico que le oculta la expresión de fastidio. A su lado otra mujer, mayor, con un velito azul oscuro sobre la cabeza y que lleva dormitando un buen rato apoyando la cabeza en el hombro del que parece ser su hijo, peinado y repeinado, con una insignia del requeté en la solapa y que levantó el brazo arrobado cuando llegaron a Valladolid mirando al falangista.
El falangista. Frente a ella, que mira y no mira. La pistola al cinto. Por sus formas no parece uno de esos matones del régimen. Debería averiguar más de él, es ella la que debe preguntar y saber, eso quizá le dé pistas para salir de este tren ilesa. De ese departamento que explica por qué no puede huir, esa gente bien comida, bien vestida, a resguardo. Tan distinto del vagón de tercera que la trajo a Bilbao.
No puede escabullirse, no puede salir indemne. Vuelve de nuevo la mirada al libro de Alicia, las palabras son a menudo lo único a su disposición para afrontar la realidad, los sobresaltos de cada día. Por eso adora las palabras.
—Ya nos falta menos. Estoy deseando llegar. A ver si en Madrid hace bueno. ¿Va usted por mucho tiempo? —pregunta al falangista.
—Yo viví un tiempo en Madrid, hasta junio del 36. Estudiaba allí, pero justo cuando el alzamiento yo estaba en mi casa, en Pamplona. Afortunadamente. Pero vuelvo de vez en cuando para algunos trámites.
—Ah, entonces usted no es guipuzcoano. Es navarro.
—Sí, navarro, pero ahora vivo en San Sebastián, ya le dije. El deber me ha llamado ahí.
—¿A qué se dedica en San Sebastián?
—Uhmm, a Abastos y a Aduanas. Estoy en la Comisaría Central de Abastos y me ocupo sobre todo de los pasos aduaneros. Para servirla.
—Tendrá usted mucho trabajo, tan cerca como estamos de la frontera.
—Pues sí, y también por los puertos.
—¿Los puertos?
—Sí, me ocupo de las entradas y salidas de los puertos, sobre todo de Pasajes, y también de Bilbao.
Manoli se estremece.
—¿De Bilbao también? Pero está lejos…
—Sí, pero tengo que ir una vez a la semana, a Bilbao llegan grandes mercantes de América, y ahora con la guerra europea tenemos que estar muy vigilantes.
—¿Por qué?
—Porque puede haber mercancías de contrabando, o para actividades sediciosas, y tenemos que estar muy alerta.
—¿Actividades sediciosas?
—El enemigo no descansa, el enemigo nos odia porque hemos sido los primeros defensores de la civilización cristiana, de la nuestra. Ahora afortunadamente nos siguen nuestros amigos en Europa y vamos a ganar en todas partes, pero no podemos bajar la guardia, hay que estar muy atentos. Hay muchos marinos extranjeros de ideas liberales, o masones, o aun peor, y nuestra labor es saber qué ocurre en las aduanas».
A medida que hablaba, el falangista ha subido el tono, ha afinado alto y su voz suave se ha vuelto enfática, como en un púlpito, buscando la atención de todo el departamento. Y lo ha conseguido, hasta la joven del rosario se ha vuelto hacia él. Erguido hacia delante, mientras la sigue mirando intensamente, se sabe observado por todos. Sonríe, y se lleva la mano a la cartuchera en el lado derecho de su cinto, y luego al bordado de la camisa, al yugo y las flechas.
Satisfecho, baja de nuevo el tono, dirigiéndose solo a ella en tono suave:
—Pero no me he presentado. Soy Javier Salazar. Encantado, señorita…
—El gusto es mío. Yo soy Dolores García.
Cuando pronuncia el nombre y recuerda su cédula falsa en el bolso, se siente sin embargo segura. Es un parapeto. Es la impostura que la hace libre. Vuelve de nuevo la mirada al libro, y fija su atención en la ilustración de Alicia con el gato. ¿Podrías decirme, por favor, qué camino he de tomar para salir de aquí? Depende mucho del punto adonde quieras ir —contestó el Gato—. Me da casi igual dónde —dijo Alicia—. Entonces no importa qué camino sigas, dijo el Gato.
Alicia, Alicia. Se llama como su madre. Ve la cara de su madre mientras mira la ilustración, el camino que la llevó hasta ella. Que la salvó. ¿Qué milagro nos salvará esta vez? ¿Quién me va a salvar? Y recuerda su llegada, su primer encuentro con la madre desconocida.
Su primer encuentro con la madre. El edificio de la calle Colón de Larreátegui. Una buena casa de Bilbao. Sube las escaleras hasta el cuarto, el último piso. Unas escaleras arregladas, ostentosas, hasta el tramo final, el tramo de los sirvientes. Allí