Dos días antes, lo había visitado en su domicilio el ministro del Interior, Carlos Cáceres y su jefe de gabinete, Gonzalo García, con una carta de Pinochet felicitándolo por el triunfo e invitándolo a La Moneda para conversar sobre el cambio de mando.
Aylwin aceptó, a pesar de que la tradición republicana era a la inversa: el presidente en ejercicio visitaba al presidente electo. Era un momento simbólico, especial, tanto para el gobierno entrante como para el saliente.
Los opositores lo sentían como una ratificación del reconocimiento del triunfo del presidente electo. De que no habría jugadas en los descuentos para impedir que Aylwin asumiera. La reunión les servía cual señal de tranquilidad y confianza para todos sus votantes.
Para La Moneda era también importante el encuentro con el futuro presidente. La reunión del gobernante saliente y el entrante era una tradición de la democracia, a la que Pinochet quería sumarse, sin pudor.
La derrota de Büchi no había constituido una sorpresa en La Moneda. Era esperada, aunque por menos diferencia. El escenario para la reunión fue preparado con antelación y cuidadosamente.
Toda la prensa pudo asistir al encuentro de Aylwin y Pinochet.
También se prepararon en la Concertación. Uno de los problemas que preocupaba a los dirigentes de la coalición era la forma facial de expresarse de Aylwin, que a veces generaba percepciones equivocadas en quienes lo veían en televisión o en fotos. Ante los problemas y tensiones, el presidente electo tendía a sonreír en forma algo nerviosa, quizá con cierta ansiedad, en ocasiones de manera sarcástica e inclusive irónica. Pero sonreía, y eso era visto como un gesto de cordialidad.
Los caricaturistas se solazaban dibujando a menudo un Aylwin sonriente ante cualquier tipo de mensaje que recibiera. Los humoristas se deleitaban imitando su sonrisa y voz de púlpito. Lo que solo sus conocidos comprendían era que su sonrisa no siempre significaba aceptación, simpatía o aquiescencia con el interlocutor.
Enrique Krauss recuerda que el tema inquietaba a Enrique Correa, el futuro ministro secretario general de Gobierno.
Las futuras autoridades no podían evitar que Aylwin saludara a Pinochet, dado que ambos se iban a reunir. Pero los opositores no querían la imagen de un Aylwin sonriente junto al dictador, tomados de la mano. Ellos creían que Pinochet iba a tratar de hacerlo sonreír porque esa imagen quedaría registrada en la historia. Tal como antes, con astucia, Pinochet había logrado en 1987 la foto con el Papa Juan Pablo II saludando desde un balcón de La Moneda a una multitud, como se narra en el capítulo VI.
Los consejos de los cercanos a Aylwin fueron claros: el saludo debía ser distante, lejano, algo adusto y cortés. Lo cortés no quita lo valiente, creían. Le pedían que no pareciera el reencuentro de dos amigos que se veían después de un tiempo, porque no lo eran. Apenas se conocían en persona. Tampoco debía parecer como un civil subordinado al general.
Preocupaba la imagen.
Como tenían escolta de un radiopatrulla, Aylwin y Krauss llegaron con anticipación a la reunión. “No podíamos entrar antes, porque era feo”, recuerda Krauss. “Aylwin me preguntó: ¿Qué hacemos?”. El futuro ministro del Interior, conocido como un bromista empedernido, una de esas personas ocurrentes que, en cualquier circunstancia, incluso las más solemnes, son capaces de una salida inesperada, respondió: “Podemos ir al zoológico”. “A don Patricio no le pareció”, dice y ríe. Dieron una vuelta y llegaron con puntualidad a La Moneda.
Unas mil personas con carteles de Aylwin y banderas chilenas lo vitorearon cuando arribó a La Moneda: “¡Dale duro, dale duro!”. Cuando los funcionarios de La Moneda se asomaron a mirar la escena desde los balcones, los manifestantes les gritaban: “¡Chao, chao!”.
En la puerta del Palacio los recibió el jefe de la casa militar, coronel Sergio Moreno y su ayudante, el capitán Alfredo Repenning. Moreno subió con Aylwin al salón amarillo. Pinochet, que lo esperaba con uniforme militar en la sala de audiencias acompañado por su jefe de prensa, el periodista Andrés Saiz, había instruido poco antes a los reporteros gráficos: “Yo me voy a quedar aquí, y el señor Aylwin va a entrar por esa puerta y vendrá a saludarme”.
El saludo de ambos fue formal. Sin solemnidad. El presidente electo mantuvo la distancia y permaneció serio, mientras Pinochet lo miraba. “¿Cómo está señor Aylwin ?”, le dijo el general, mientras tardaba en soltar la mano del presidente electo, como si quisiera forzar una sonrisa.
Más que un ritual fue un duelo de gestos.
Durante los 55 minutos de reunión, en la que estuvieron presentes Cáceres y Krauss, además de Ballerino, resolvieron establecer una coordinación para el traspaso del poder en tres ministerios. En Interior, Cáceres y Krauss; en Hacienda, el ministro Martín Costabal y Alejandro Foxley, quien iba a ocupar este cargo; en la Presidencia, el ministro, general Jorge Ballerino y Edgardo Boeninger.
Primero abordaron la fecha en la que asumiría Aylwin . El nuevo gobernante no quería recibir de manos del dictador la banda presidencial. Su deseo tenía una sólida base legal. Como la Constitución establecía que el nuevo presidente asumiría 90 días después de su elección, no le correspondía asumir el 11 de marzo de 1990, sino tres días después, el 14 de marzo. También según la Constitución, Pinochet debía dejar la presidencia el 11 de marzo. Si la ceremonia era en la fecha que querían Aylwin y la Concertación, el nuevo primer mandatario no recibiría la banda presidencial de Pinochet. El gobierno quería hacer el traspaso el 11 de marzo por el símbolo que significaba el capitán general entregando la presidencia a su sucesor electo en las urnas.
Acordaron dejar la resolución de esta disputa en manos del Tribunal Constitucional.
También Aylwin planteó reparos sobre la Ley Orgánica Constitucional de las Fuerzas Armadas. Resolvieron que le haría llegar por escrito al gobierno sus objeciones, para buscar acuerdos.
Además, criticó el nombramiento de senadores designados que hicieron el Consejo de Seguridad Nacional y Pinochet. Cáceres replicó que en el acuerdo de las reformas de 1989 se había establecido un aumento del número de senadores electos a cambio de que se mantuvieran los senadores designados. La dúplica de Aylwin fue que el nombramiento de designados habría correspondido hacerlo una vez que funcionara el Congreso, después que él asumiera. Esto implicaba que el nuevo presidente podría nombrar senadores designados e influir en el nombramiento de otros.
El tema quedó sin resolver.
Finalmente, en lenguaje jurídico, pero claro, Aylwin le planteó a Pinochet que quería gobernar con apego a la Constitución y que quería tener las mejores relaciones con las Fuerzas Armadas. En ese espíritu, agregó, tenía clara la facultad de Pinochet de decidir si permanecía o no en su cargo de jefe del Ejército después de dejar la presidencia.
–Creí mi deber hacerle presente –explicó después Aylwin en una conferencia de prensa– que creía preferible para el país que él no hiciera uso de esa facultad.
Era una forma muy diplomática de pedirle que no siguiera al mando del Ejército en democracia.
“Don Patricio entró al área chica”, recuerda Krauss. La respuesta del dictador fue tranquila. Estaba preparado para esa petición. Aylwin no lo sorprendió. Pinochet replicó:
–La mayor garantía de lealtad del Ejército al respeto a la Constitución y a las futuras autoridades es mi propia permanencia en la jefatura de la institución3.
Pinochet quería seguir al mando del Ejército.
Hoy, 30 años después, Krauss cree que Pinochet tuvo entonces razón: “Él era el muro de contención de cualquier ambición que viniera después”.
Al término de la reunión, Aylwin la calificó como “seria, recíprocamente muy respetuosa”, mientras Cáceres también la valoró positivamente: “Grata y fluida”, en un ambiente de “extrema cordialidad”, dijo.
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