Luego vendría la hora de las reformas constitucionales y del pragmatismo. De las largas y tensas negociaciones que culminaron con la primera reforma que arregló algo la Carta Magna que había sido aprobada en el polémico plebiscito de 1980. De reuniones en casas y oficinas no conocidas donde, como en un tablero de ajedrez, se iban moviendo las piezas con cuidadas estrategias que llevaron finalmente al texto sometido a otro plebiscito en julio de 1989, antes de las elecciones presidenciales y parlamentarias. No tuvo ese acto el atractivo ni la mística del que había dado el triunfo al No el año anterior, pero las cifras dieron más del 85% a la Constitución reformada. A lo que fue el anticipo de la “democracia de los consensos”.
Después de todo, de mucha discusión no sabida y de mucha “cocina” –como se le llama hoy– se logró poner fin a la dictadura y el aire que se respiró en Chile desde esos mismos días marcó otro clima. La sensación de libertad lograda a partir de marzo del 90 nos acompañó y es algo indescriptible, aunque el temor en la ciudadanía dejó su huella y estuvo siempre presente por años.
Pero, como señalan los autores, citando al periodista Rafael Otano, en su libro Crónica de la transición, escrito años después, “las reformas constitucionales no surgieron de una común mística hacia una construcción unitaria de futuro, sino de un cálculo mutuo de mal menor”.
Y en un elocuente párrafo los propios autores resumen: “La épica del No quedaba rápidamente atrás. Las protestas, la campaña, la franja, las movilizaciones, el coraje y la creatividad. El heroísmo. Todo había sido necesario para la acumulación de voluntades que requería el triunfo. Vendrían ahora los tiempos del pragmatismo, de la negociación, las componendas y la ‘medida de lo posible’ como la marca de hasta dónde se podrían llenar los vasos”.
Casi inevitable resulta que nos alcance una cierta nostalgia al leer y rememorar esas líneas.
Tanta como el recuerdo a los medios de comunicación que existían en dictadura y después fueron muriendo, sin que nadie desde los gobiernos de la Concertación de entonces ni de los que vinieron después entendiera cuál debía ser el rol de la comunicación y los periodistas en una democracia. Sin que se preocuparan del necesario pluralismo ni de la regulación. Sin que comprendieran que el debate público requiere espacios y la libertad de expresión no puede limitarse a una declaración de principios. En esa línea que hoy plantea desafíos urgentes y claros hay también contenido para meditar en este libro en su capítulo dedicado a la “Transición en la cultura y la prensa”.
Les expreso un entusiasta “gracias” a los autores por haberme entregado la responsabilidad de escribir estas palabras introductorias. La oportunidad de esta lectura anticipada en un momento crucial para el país, en medio de la pandemia y cuando estamos en un proceso constituyente que ha sido un estímulo para rememorar y reflexionar, así como en la sucesión de elecciones de este 2021, no pudo ser mejor ocasión para volver la mirada atrás.
Y para finalizar, un comentario al cierre: los protagonistas de todas esas bien relatadas conversaciones y decisiones de hace tres décadas fueron solo hombres. No es extraño ni “culpa” de los autores el que no aparezcan más mujeres; lo que ocurría por aquel entonces es que las mujeres no estaban en el primer plano de las decisiones políticas, aunque desde el primer instante en los duros años desde septiembre de 1973 hubo muchas que estuvieron en las agrupaciones de víctimas de la dictadura y luego, en organizaciones que fuimos formando, en movimientos, en la calle y en los medios de comunicación, colaborando activamente en la conquista de la democracia, pero –la gran mayoría– fuera de la estructura de poder de los partidos.
Entre las nombradas se puede observar, en el desfile de personajes apenas unas pocas –caben en los dedos de la mano– que llegaron a ser parlamentarias.
Sin duda la decisión del Congreso en 2019 que aprobó la paridad de género para la elección de representantes en la Convención Constitucional marca un avance que abre una esperanza y un punto de atención a nivel mundial. Al menos es una muestra de que las cosas han cambiado al hacerse cargo la sociedad de esta gran ausencia que existía hace tres décadas, cuando se inició la transición. Y así en esta Convención también tendrán por primera vez posibilidad de expresarse los pueblos originarios con cupos reservados, después de tanta marginación.
El 25 de octubre de 2020 marcó otro hito en nuestra historia, cuando el Apruebo una nueva Constitución bordeó el 80% de los votos, con una inesperada concurrencia a pesar de las cuarentenas y cuidados sanitarios.
El momento actual plantea así una paradoja: en un momento en que todas las instituciones –incluyendo los partidos políticos, el Congreso y el Ejecutivo, las iglesias, el Ejército, Carabineros y la justicia– se han visto fuertemente cuestionadas y afrontan una crisis sistémica, por primera vez se puede abrir la posibilidad de recuperar confianzas perdidas o gastadas. Pero para que eso ocurra no bastarán las palabras. Habrá que poner sobre la mesa de las discusiones temas que se han abierto, a la luz de necesidades y experiencias fallidas y que están pendientes. Asuntos como el rol del Estado –o el término del Estado subsidiario que muchos esperan–, los derechos sociales, los ineludibles desafíos de la innovación y el desarrollo de la ciencia y tecnología, la descentralización y regionalización, entre diversos y candentes asuntos están en espera de discusión y de respuestas.
Pero, sobre todo, habrá que concordar estrategias y métodos para enfrentar en profundidad la abrumadora desigualdad expresada en los diferentes planos que se ha resumido en cifras elocuentes que indican que el 1% de la población concentra el 30% del Producto Nacional. Los cambios parecen necesarios si se quiere vivir en un país que se desarrolle respetando y asegurando los derechos básicos de todas las personas. Y que genere estabilidad y paz. A esta altura ya eso no parece una opción, sino una obligación ética y política. Lo demás sería tapar el sol con un dedo, después de releer estos pedazos de nuestra historia y –sobre todo– si se perciben a fondo los alcances de lo ocurrido y lo vivido en los últimos dos años.
María Olivia Mönckeberg Pardo
Premio Nacional de Periodismo 2009
Profesora Titular Universidad de Chile
Prefacio
La idea de hacer este libro surgió a comienzos de 2018, a propósito de que se iban a cumplir 30 años del plebiscito del Sí y el No del 5 de octubre de 1988, hecho que cambió la historia del país. Consistía en revisitar los dramáticos sucesos que ese día permitieron a Chile encauzarse hacia la democracia, abrir paso hacia una transición e impedir que el dictador se perpetuara en el poder. En esa fecha comenzó un proceso que bautizamos inicialmente como El amanecer de la democracia, y que después, al calor de los cambios que se gestan en la sociedad, rebautizamos como Los años que dejamos atrás, algo esencial de comprender adecuadamente para explicarnos el presente.
Usamos la metáfora del amanecer porque, desde el comienzo de esta iniciativa, advertíamos que este proceso tuvo luces y sombras, en ocasiones, más de las primeras, y en otras, de las segundas, tal como ocurre en ese cotidiano periodo incierto, en que todavía no predomina del todo la claridad que arroja el sol de la mañana, ni termina de quedar por completo en el pasado la oscuridad de la noche.
La transición fue pactada porque, en la práctica, ya no había otros caminos posibles. La acumulación de fuerzas que lograron las protestas fue insuficiente para cambiar el itinerario previsto en la Constitución; pero a la vez, la represión y las medidas coercitivas no pudieron conseguir que los opositores desistieran de su desafío a la dictadura. La vía insurreccional había sido estratégicamente derrotada años atrás y tampoco podía alterar el escenario. Así, el país llegó a una transición considerada singularísima –siempre, Chile, un laboratorio–, en que el poder saliente conservaba el control de las Fuerzas Armadas y la joven