Ambos tenían muy presente el fracaso del gobierno del presidente Raúl Alfonsín, en Argentina, quien llegó a la Casa Rosada en diciembre de 1983, después de siete años de dictaduras militares en el país vecino, precedido de enormes expectativas. Las Fuerzas Armadas debieron devolver el poder a los civiles tras la derrota en la guerra de las Malvinas, enfrascadas en recriminaciones mutuas entre sí y con el baldón de los atropellos a los derechos humanos. El primer gobierno civil en Argentina había enfrentado problemas como los que podía tener la democracia chilena a partir de 1990.
Aunque Alfonsín, un abogado radical, tenía respaldo, no supo lidiar con la economía de su país durante la llamada “década perdida” de los años ochenta, asfixiado por la deuda externa y la deuda social heredadas, y por una rebelde y desbordada inflación.
Tampoco Alfonsín terminó los juicios que inició su gobierno contra los altos mandos de las Fuerzas Armadas por los crímenes cometidos por la represión en dictadura. En medio de los chantajes, amenazas y hasta tres levamientos fallidos de los militares en su contra –conocidos como los carapintadas por la pintura de camuflaje que usaron en sus rostros–, y presiones políticas, dictó a fines de 1986 la Ley de Punto Final, que acotaba los juicios por violaciones a los derechos humanos a los jefes militares y a mediados de 1987 otra de Obediencia Debida, que estableció el perdón para mandos medios y subalternos. Ambas fueron rechazadas por las organizaciones defensoras de los derechos humanos y familiares de las víctimas. El gobierno que sucedió a Alfonsín enfrentó un cuarto alzamiento9.
En medio de la crisis política y económica, Alfonsín puso término anticipado a su mandato de seis años, que iba a culminar en diciembre de 1989. Seis meses antes, en julio, entregó la presidencia al peronista y opositor Carlos Menem, quien se impuso al candidato de la Unión Cívica Radical en mayo.
El fracaso económico y las asonadas de los carapintadas que ocurrían en el país vecino fueron analizados con cuidado por los líderes de la oposición chilena, que estaban en plena campaña presidencial. También las observaban los empresarios y La Moneda.
Las lecciones que dejó el naufragio del gobierno de Alfonsín marcaron a los dirigentes de la Concertación. No querían repetir sus errores. El manejo de la economía debía ser responsable, planteaban, y en materia de derechos humanos, la fórmula iba a ser “aylwinista”, con avances, pero en la medida de lo posible.
En la perspectiva de los concertacionistas, “lo posible” en Chile era todo aquello que no tentara al destino: evitar que los militares salieran de sus cuarteles. Exigía, creían ellos, un equilibrio delicado entre un buen manejo económico y político, y las reivindicaciones legítimas de justicia.
–El fracaso de Alfonsín nos golpeó mucho –recuerda Foxley–. Desde el punto de vista político sentíamos mucha afinidad con lo que estaba intentando hacer Alfonsín. La consolidación de la democracia en Argentina nos parecía un gran ejemplo para América Latina y, por lo tanto, fue extremadamente decepcionante cuando se demostró que los ajustes de la economía no estaban dando resultados y estaban sufriendo en un desajuste muy fuerte.
Los dirigentes concertacionistas entendían que debían generar en democracia un clima que imposibilitara asonadas golpistas y el descrédito económico. Ambos factores, combinados, eran explosivos.
El fantasma de Alfonsín estaba muy presente.
“Alfonsín era bastante parecido a Aylwin ”, plantea Ominami.
Agrega:
– Aylwin no entendía de economía, pero tenía una gracia. Confiaba en nosotros. Nos preguntaba mucho. No podíamos fallar y teníamos que hacer que la economía fuera funcional. Debíamos tener una economía en crecimiento, pagar la deuda social, y todo esto con respeto a los equilibrios macroeconómicos. Si no, nos íbamos a la cresta.
Para quienes como Ominami provenían de la izquierda, existía otro fantasma presente: el de no repetir la crisis económica de la Unidad Popular.
Foxley tenía patente la experiencia de otras transiciones a la democracia, un tema que habían estudiado en Cieplan con cientistas políticos y economistas de países de América Latina, Europa y Estados Unidos. Examinaban gobiernos autoritarios –en los años ochenta hubo muchos– y cómo eran las transiciones a la democracia.
En uno de esos encuentros internacionales correspondió examinar el caso de Chile. Era el país que aparecía con menos probabilidades de transitar a la democracia. Los factores eran varios: el control férreo de Pinochet sobre las Fuerzas Armadas, el extenso periodo de consolidación que tuvo, la fragmentación de los opositores, la represión.
“Salí de ese encuentro medio deprimido”, cuenta Foxley.
El economista Albert Hirschman, nacido en Alemania pero radicado en Estados Unidos después del triunfo de Hitler, uno de los que estudiaba estas transiciones, se refería al “posibilismo” y decía: “Nunca los dados están echados”. Esto significaba que el tránsito del autoritarismo a la democracia dependía “de la capacidad de la gente de transformar sus propias condiciones y las de otros en forma gradual. Así las cosas pueden cambiar”, recuerda Foxley.
Cercano a Aylwin desde que estudió en la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile, Enrique Krauss, militante democratacristiano, resolvió desde temprano en la campaña vincular su destino político al de “don Patricio”.
Siendo estudiante de Leyes, Krauss eligió cursar con Aylwin la asignatura de Derecho Procesal Administrativo. Esa decisión cambió su vida. Aunque no fue el primero del curso y era 15 años menor que su profesor, se hizo amigo del democratacristiano riguroso, que dictaba por primera vez ese ramo, y lo había preparado en el verano. Quizás los unieron tanto sus diferencias como sus semejanzas.
Krauss, un hombre jovial y con la simpatía a flor de piel, capaz de reírse de sí mismo –y de los demás– sin trepidar, fue cultivando su relación con Aylwin . Se conocieron más en los años sesenta, cuando Krauss fue funcionario de la Cámara de Diputados, mientras paralelamente Aylwin era senador.
Todavía con el impulso de los primeros años de la marea azul de su gobierno, el presidente Eduardo Frei Montalva llamó a Krauss en 1966 para el cargo de subsecretario del Interior. Dos años después lo designó ministro de Economía, hasta que Krauss partió a la secretaría de la campaña presidencial de Radomiro Tomic, quien quería proseguir la “revolución en libertad”, como la llamaban entonces, que había iniciado el mandatario falangista en 1964.
La oratoria portentosa y florida de Tomic, capaz de hablar horas seguidas de una variedad de temas en forma coherente, y de seducir auditorios como pocos en la historia chilena, no fue suficiente en la reñida elección del 4 de septiembre de 1970. Con un programa que tenía parecidos con el de la Unidad Popular, Tomic terminó tercero, detrás de Allende y Alessandri.
Krauss se integró en 1973 a la Cámara Baja como diputado por la provincia de Cautín, en la actual región de la Araucanía. No perdió el vínculo con esa zona del país en la dictadura. Su aspiración en 1989 era ser candidato por Cautín.
Ese año, mientras caminaban por la terraza cercana a la playa Torpederas, en los faldeos del cerro Playa Ancha, en la zona sur de Valparaíso, Aylwin sondeó a Krauss. “¿Qué quieres hacer?”, le preguntó.
La pregunta era de largo aliento y no baladí.
Krauss le contó a Aylwin que mantenía sus contactos en Cautín. Este último reflexionó y le dijo que prefería que siguiera en la campaña con él. Krauss accedió. Sentía que Aylwin era su amigo y camarada de partido.
Fue el jefe inicial de la campaña presidencial cuando Aylwin era el candidato democratacristiano. Al pasar a ser el abanderado de toda la coalición opositora, nombró en reemplazo de Krauss al radical