“No fui el generalísimo. Esa palabra no nos gustaba”, recuerda Krauss.
Todavía no terminaba la campaña y la mayoría de las encuestas daba como ganador al candidato de la Concertación en primera vuelta, con mayoría absoluta, cuando Aylwin nuevamente conversó con Krauss.
Otra vez el tema fue el futuro. “¿Qué quieres hacer?”, le preguntó Aylwin.
Krauss recordó el papel destacado de Gabriel Valdés como canciller de Frei Montalva, que era reconocido en toda la oposición. Además, le atraía el trabajo en el exterior. Le respondió que quería ser ministro de Relaciones Exteriores.
Aylwin se sorprendió. “Me puedes pedir todo, menos ese cargo, que ya está reservado. Es el único que no puedes escoger”.
Krauss permaneció en silencio y Aylwin le dijo:
–Quiero que seas mi ministro del Interior.
Krauss no dudó. Es el cargo más importante del Poder Ejecutivo después del presidente. Asume como vicepresidente ante la ausencia del jefe del Estado. La mayor responsabilidad de su vida, en el primer gobierno democrático después de la dictadura.
Era quedar en la historia.
Los nominados se sentían imbuidos de la épica envuelta en las tareas que Aylwin les asignaba.
Dos personas fueron clave en las designaciones ministeriales: Edgardo Boeninger y Enrique Correa. De profesiones diferentes, el primero ingeniero y economista, el segundo con estudios en filosofía y antes para ser seminarista, compartían un ávido interés por la política y el análisis. Ante los problemas, estructuraban escenarios y desenlaces posibles, lo que los hacía parecer calculadores. Ambos provenían del tronco común democratacristiano, pero estaban en trincheras distintas.
Boeninger tenía trayectoria académica –fue decano de Economía y después rector de la Universidad de Chile, cargo que ocupó hasta poco después del golpe militar de 1973– y había sido director de Presupuestos del presidente Frei Montalva. Fue un activo opositor a la Unidad Popular.
Correa, en cambio, tras su paso por la Juventud Demócrata Cristiana se había desplazado hacia la izquierda en los años sesenta bajo el influjo de la teología de la liberación y el acercamiento que hubo de sectores cristianos y marxistas. Partió hacia las filas del Movimiento de Acción Popular Unitaria (MAPU), que se escindió de la DC, con críticas a las insuficiencias de las transformaciones que encabezaba Frei Montalva, y desde este partido se incorporó a la Unidad Popular. Después del golpe se asiló en la embajada de Perú, de donde partió al exilio, y después reingresó a Chile en varias oportunidades, con identidades falsas e incluso modificando su apariencia física, para trabajar en la clandestinidad contra la dictadura.
El acercamiento de sectores de la izquierda y la DC en los años ochenta, las protestas sociales que comenzaron en 1983, y su cercanía mutua con Aylwin generaron el terreno propicio para que ambos trabajaran en armonía, primero en el plebiscito de 1988 y después en la organización de equipos en la campaña de 1989.
Confiesa Correa que en 1989 aspiraba a ser el “subsecretario de Boeninger”, en el gobierno democrático que partiría en marzo de 1990. No dudaba que Aylwin nombraría a Boeninger en un cargo ministerial en La Moneda. Pero no se esperaba uno para él.
Y menos el que le ofrecieron.
Al día siguiente del triunfo opositor en las elecciones del 14 de diciembre, Correa fue a la casa del presidente electo. Aylwin estaba con Boeninger. Inesperadamente, ambos recibieron una reprimenda cariñosa de Leonor Oyarzún, esposa del presidente electo. Ella venía llegando de compras.
–Ustedes metieron a este señor en este lío.
“Fue inolvidable”, sonríe Correa.
Aylwin les dijo que debía hablar con ellos sobre el gabinete ministerial.
Meses antes, cuando todavía no comenzaba la campaña electoral, Aylwin les había pedido a ambos que prepararan el programa y los equipos de gobierno, porque de ahí saldría el gabinete. “Nos dijo que no quería que estuviésemos en la campaña, sino en esta tarea”, recuerda Correa.
Alquilaron una vivienda en calle Almirante Simpson, muy cerca de Plaza Baquedano, que les facilitó el dueño del Hotel Principado de Asturias. Nadie más quiso arrendarles. La bautizaron como “La Moneda chica”.
–Ahí hicimos el programa –recuerda Correa–, lo que íbamos a hacer en cada ministerio. Creamos los equipos y cada jefe de equipo pensó que iba a ser el ministro. Fue así, con algunas excepciones.
En una celebración por el triunfo electoral a la que asistió todo el equipo, Mariana Aylwin le deslizó una advertencia a Correa sobre su futuro en el siguiente gobierno: “Tus ideas no son las que está pensando el presidente”.
Al día siguiente, Boeninger, Correa y Aylwin se reunieron en el jardín de la casa del presidente electo. Este les preguntó:
–¿Ustedes saben la distinción que hay entre las dos secretarías ministeriales de La Moneda?
“Esto no va bien”, recuerda Correa que pensó.
Contestó él.
Explicó que la Secretaría General de la Presidencia lleva las relaciones con el Congreso y la marcha de las leyes, mientras que la Secretaría General de Gobierno es la vocería del Ejecutivo y se preocupa de las comunicaciones.
Su explicación era correcta. Así es hasta el presente.
–He pensado que tú, Edgardo, seas secretario general de la Presidencia, y usted secretario general de Gobierno –dijo Aylwin.
Correa intentó una réplica:
–Presidente, yo tenía otra idea…
–No, usted va a ser secretario general de Gobierno –insistió Aylwin–. Ahora tienen que proponerme un equipo ministerial. Ustedes están a cargo.
Mientras caminaban con Boeninger hacia la puerta para irse, Correa miró hacia atrás y esbozó un nuevo argumento para cambiar la decisión de Aylwin:
–El secretario general de Gobierno es el vocero, y yo voy a tener muchos problemas para aparecer en la televisión.
–Ya se va a acostumbrar –replicó Aylwin, con el tono de “no ha lugar” de un juez.
Correa se quedó sin posibilidades de apelar.
“Ahí conocí a Aylwin como presidente”, cuenta.
El criterio ordenador que adoptaron Boeninger y Correa fue que todos los partidos del conglomerado tuvieran asiento en el gabinete. La coalición gobernante quería evitar estrenarse con fisuras o polémicas internas. El segundo criterio fue que los cargos recayeran en quienes encabezaron las comisiones programáticas sectoriales de la Concertación.
Así fue en la mayoría de los casos.
Sobre varios puestos no había dudas. Uno era el cargo de ministro del Interior, que iba a ser Krauss, con quien ambos tenían muy buenas relaciones. Tampoco tenían dudas respecto de que Foxley debía ser el titular de Hacienda. Lagos ya estaba resuelto en Educación.
En cuanto a Economía, sí hubo ciertas dudas. Lagos pensaba que también podía ser Sergio Bitar, recuerda Correa. Pero finalmente fue Ominami, que hacía dupla con Foxley, y que también era muy cercano a Lagos.
Defensa era otro cargo estratégico. Esperaban que quien fuera designado tuviera bajo su mando las relaciones con las Fuerzas Armadas y en especial con el dictador, pero ahora como comandante en jefe del Ejército. No era una decisión sencilla: el terreno era con campo minado.
Boeninger y Correa creían que el ingeniero Alberto Etchegaray era una muy buena carta como ministro. Durante la visita del Papa Juan Pablo II, en 1987, había logrado capacidad de interlocución con todos los sectores, desde la Iglesia Católica a los militares, políticos y empresarios. Conseguía consensos, pero también tenía capacidad