Cepillé al potro y seguidamente me coloqué en el centro del circular. Mi maestro cerró la puerta y se situó a mi lado indicándome lo siguiente:
–Bien, coge al potro del lado diestro por la pared y con la mano derecha, yo, a distancia prudente, haré que te siga, pero sin abusar para que no se te adelante. Si llegara el caso, tú lo paras y le impides que se cuele delante tuyo. Bien, pasadas unas vueltas le vas cediendo cuerda y te vas acercando al centro pero como en una espiral, que el potro siga pegado a la pared, yo detrás de la grupa y un poco también más en medio de los dos.
Sin darme cuenta le di un pequeño tironcito de la cara con la cuerda y el potro se paró mirándome de frente. Quise ponerme detrás, pero él me encaraba. Mi maestro me corrigió:
–¿Ves?, ese tirón no estaba mal, pero hazlo más leve, para que el potro sepa que está cogido por la cuerda y la respete. Si tiras fuerte, sucede esto: el potro se para y te mira como diciendo ¿qué ha pasado? Le has quitado el deseo de ir hacia delante, que es lo que queremos. Empecemos de nuevo y repitámoslo varias veces a ambas manos hasta que tome el picadero solo.
Cuando el potro hizo lo que señor Luis quería, una vez al paso y después un par de vueltas al trote a ambas manos, me mandó pararlo y dio por finalizada la lección. Entonces me dijo que tirase de la cuerda para que al sentir el leve tirón en el cabezón, el potro acudiese al centro, donde yo me encontraba. Fui a acariciarlo y el potro retrocedió, y entonces fue cuando mi maestro me dijo:
–Quieto, no te asustes. La culpa ha sido tuya; a los potros no se les puede acercar uno nunca «mudo». Hay que hablarles siempre, que ellos escuchen y entiendan el tono de voz; si esta es suave, dulce y sin un tono alto, a ellos les tranquiliza mucho, y si tus movimientos son suaves, nunca le cogerán por sorpresa.
Seguidamente le hablé «hola bonito, hoooolaaa, bien», y al estar a su lado lo acaricié con la mano suave y dándole una palmada en el cuello, que interpretó como un cariño. No fue un trabajo de más de quince o veinte minutos, cuando el señor Luis me indicó:
–Amárralo de nuevo en el lavadero; le echaremos un poco de agua fresca en las extremidades, nada más, porque no ha sudado para ducharlo por todo el cuerpo y tampoco hace calor suficiente para que se pueda secar rápidamente aunque le pasemos el fleje. Esto lo relajará y se irá acostumbrando a la ducha poco a poco.
–Maestro, ¿y solo en veinte minutos ya hemos trabajado al potro?
–Amigo Juan, los potros son como los niños: si lo cansamos y le obligamos a correr más de lo que puede, aparte de que no sabe qué es lo que está haciendo porque no estaríamos enseñándole qué es lo que queremos de él, corremos el riesgo de que el próximo día tenga miedo al trabajo. De lo que se trata es de que el animal sea el que nos pida estar en el circular y que cuando te vea con el cabezón en la mano ponga la cara y no se revuelva en la cuadra poniéndote la grupa por miedo a lo que le espera de nuevo.
Una vez hubimos terminado, cogimos el coche para ir a recoger al potro cruzado. El señor Manuel ya tenía la documentación preparada para poder traerlo a la finca.
A pesar de estar relativamente cerca de donde adquirimos el potro, el mejor medio de transporte era un van enganchado a un vehículo; este no es más que un carro o remolque perfectamente equipado para el desplazamiento de caballos.
Al potro, al estar relativamente cerrero y tener solo un cabezón de cuadra del que arrastraba una pequeña cuerda, mi maestro decidió ponerle una cuerda algo más larga para poder controlarlo y hacer que entrase en el van sin riesgo de que se lastimara.
Con un poco de paciencia, dejándolo solo en un corral y apartado de sus compañeros de manada, el señor Luis le puso la cuerda más larga y decidió darle unas vueltas en el corral.
–Cuando quieras lo entramos en el van –dijo el señor Manuel Santos.
–Esperaremos un poco, amigo Manuel. Cuando lo trajiste fue metido en una mangada y entró junto con sus hermanos de manada en el camión y posteriormente los bajaste por el embarcadero que tienes para los animales. Pero nosotros traemos este remolque, que por suerte es bajo, pero él se ve solo y apartado de los demás, y quiero que su primera experiencia no le traumatice, o de lo contrario siempre recordará la mala vivencia pasada y eso será un problema cuando tengamos que viajar con él. Estaré el tiempo que haga falta, el suficiente para que el potro decida entrar por sí solo.
Teniendo el van colocado justo en la puerta del corral con la puerta abierta, mi maestro, sin dejar de dar vueltas, le iba engañando de tal manera que teniendo cierta aproximación al van lo paró y dejó que lo oliese. Entonces le impidió que se fuese del lugar; lo más que hacía era retroceder. A mí me mandó ponerme detrás para que si retrocedía fuera solo lo suficiente, pero nada más. Al ser cerrero, mi maestro repitió el ejercicio varias veces; le daba para atrás y hacía que lo acompañase adelante hasta la puerta del van. El potro se paraba y olía. Pasado un momento, empezó a dar síntomas de curiosidad y querer ver qué era lo que había más allá de la puerta del van, ya que mi maestro entraba y salía de él con frecuencia y naturalidad.
Una de las veces, el señor Luis tiró del potro como dándole a entender que lo acompañara. El potro se resistió, pero a la presión se quedó inmóvil. Seguidamente mi maestro aflojó la cuerda y al verse libre de presión el potro dio un paso adelante, aunque se le impidió que diese más. Los potros son como los niños: a veces sienten curiosidad por algo, y si les impides ver lo que hay dentro, su curiosidad aumenta.
Sin dejar de hablarle y acariciarlo, mi maestro se acercó a él y dándole la espalda se introdujo en el van. El potro lo siguió, pero al poner el casco de su mano por primera vez en el van retrocedió; solo sintió un leve tirón de la cuerda para que retrocediera lo justo. Poniéndose cerca del potro de nuevo, el maestro repitió la jugada, pero en esta ocasión el potro entró hasta dentro; eso sí, tengo que decir que al otro lado del van había una ventana abierta para que viese luz; la claridad es importante.
Tardamos más de una hora en completar este proceso, pero, como decía mi maestro, las primeras experiencias, tanto si son malas como si son buenas, no se olvidan, y se trata de que tarde en subir al van lo mismo que en entrar en su cuadra.
De regreso a casa, pregunté:
–Estaba pensando que los potros no tienen nombre, ¿cómo los llamaremos?
–Los nombres siempre me ha gustado ponérselos por algún motivo o situación. ¿A ti cuál te gusta para este cruzado?
–Podría ser «Campero», ya que lo destinaremos a la doma vaquera, y es una doma de campo.
–Me parece buen nombre. ¿Y al español, cuál?
–Siempre soñé con tener un caballo español como ese. ¿Qué tal «Soñador»?, porque en realidad todo esto es un sueño.
–Genial, ya tenemos a los dos potros bautizados.
Llegamos a las cuadras y sin problema descargamos a «Campero» y lo metimos en la cuadra que ya le teníamos preparada. Parecía más grande y fuerte, por sus aires y movimientos rítmicos y elegantes, pero era debido a que los potros cerreros se crecen cuando se encuentran en sitios que desconocen. Mi maestro me dijo que pasados unos días y con la calma de haberse habituado a su nuevo hogar suelen menguar o aparentar su alzada real.
Llegó el momento de sacar a «Campero» de su cuadra para enseñarle su primera lección. Era totalmente diferente a «Soñador»; tenía mucho temperamento y vivo, se movía como un rayo. El señor Luis me ayudó a sacarlo de la cuadra y atado a la argolla del lavadero le pasamos un cepillo por las crines y el dorso,