El último viaje. Terry Brooks. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Terry Brooks
Издательство: Bookwire
Серия: Las crónicas de Shannara
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788417525569
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mirada.

      —Intentémoslo, jinete alado. Hasta que podamos. Les debemos eso, como mínimo.

      Hunter Predd no necesitaba preguntar a quién se refería. Asintió.

      —De acuerdo, nómada, pero ten cuidado.

      Bajó de la cabina del piloto de un salto y corrió por cubierta hasta la borda de popa, donde saltó. Obsidiano ya se había colocado donde lo necesitaba y, en cuestión de segundos, ya volaban hacia Po Kelles para avisarlo. Rue Meridian viró la nave hacia las ruinas, se adentró en ellas y escudriñó entre los escombros.

      Entonces se le ocurrió, de forma un tanto repentina y sorprendente, que pilotaba una aeronave enemiga y los que estaban en tierra no sabían que era ella. En lugar de salir y quedar al descubierto, se esconderían todavía más. ¿Por qué no se había dado cuenta antes? Si lo hubiera hecho, quizá habría ideado el modo de comunicarles sus intenciones. No obstante, ahora ya era demasiado tarde. Tal vez, la presencia del jinete alado indicaría a cualquiera que mirara al cielo que no se trataba de Ilse la Hechicera. Quizá, comprenderían lo que trataba de conseguir.

      «Solo unos minutos más —no dejaba de decirse—. Dadme unos minutos más».

      Y tuvo esos minutos, y unos cuantos más, pero no divisó ni un solo indicio de que hubiera alguien. Los nubarrones se aproximaron y taparon el sol. El ambiente se tornó tan gélido que, aunque se cubrió con la capa, no dejó de temblar. El paisaje se llenó de sombras y, allá donde miraba, todo tenía el mismo aspecto. Seguía buscando, determinada a no rendirse, cuando Hunter Predd se colocó justo enfrente de ella y le hizo señales.

      Se volvió para mirar. Dos docenas de aeronaves habían aparecido entre la penumbra; eran motas negras en el horizonte. Una encabezaba a todas las demás: la perseguida que, por su silueta, supo que se trataba de la Jerle Shannara. Po Kelles ya volaba a lomos de Niciannon hacia la nave y Hunter Predd le indicaba a la piloto que virara hacia el este y se dirigiera a las montañas. Tras echar un último vistazo hacia abajo, eso hizo. La Fluvia Negra dio una sacudida cuando tiró con fuerza de las palancas de dirección y la oleada de energía pura de las pasaderas de radián llenó los tubos de disección y los cristales diapsón. La aeronave se estremeció, se enderezó y cobró velocidad. Rue Meridian oía los gritos de la tripulación encarcelada de la Federación, pero ahora no tenía tiempo para ellos. Habían elegido su bando y ahora tenían que aceptar las cosas tal y como eran, les gustaran o no.

      —¡Silencio! —chilló, no tanto a los hombres, sino al viento que le azotaba los oídos, burlón y agresivo.

      Voló hacia las montañas a toda velocidad; su rabia era un catalizador que la predisponía tanto a luchar como a huir.

      8

      Durante las horas oscuras y frías que precedían a la madrugada, Quentin Leah enterró a Ard Patrinell y a Tamis. No disponía de una herramienta para cavar con la que abrir una tumba, así que los metió en la trampa para abominasquiones y la llenó de rocas. Le llevó mucho tiempo encontrar las rocas en la negrura y luego trasladarlas hasta el hoyo, a veces desde muy lejos, para colocarlas donde debía. El agujero era profundo y no se cubría con facilidad, pero se empeñó en terminar el trabajo, incluso después de que su cuerpo estuviera tan exhausto que se quejaba con cualquier movimiento que hacía.

      Cuando hubo terminado, se arrodilló junto al túmulo agreste y les habló para despedirse como si todavía vivieran. Les deseó que encontraran la paz, les dijo que esperaba que ahora estuvieran juntos y les comunicó lo mucho que se les echaría de menos. Una elfa rastreadora y un capitán de la Guardia Real, malhadados en todos los sentidos de la palabra, quizá se habrían reencontrado donde fuera que estuvieran. Trató de evocar a Patrinell como capitán antes de su transformación, como un guerrero con habilidades de lucha inigualables, como un hombre de honor y coraje. Quentin no sabía qué les esperaba después de la muerte, pero pensaba que debía de ser algo mejor que la vida y que, quizá, ese algo les permitiría aprovechar las oportunidades perdidas y los sueños rotos.

      No lloró, pues ya había derramado lágrimas suficientes. Con todo, se sentía vacío y desamparado; sentía una desolación tan penetrante que amenazaba con aniquilarlo.

      Despuntaba el día cuando se puso de pie: por fin había terminado. Fue a buscar la espada de Leah, allí donde la había lanzado al terminar la lucha, y la recogió. Su superficie brillante y oscura no tenía marcas excepto por las vetas de sangre y suciedad. Limpió la hoja con cuidado mientras reflexionaba. Le parecía que la espada le había fallado estrepitosamente. Por muchas propiedades mágicas que tuviera, por muchos logros que se dijera que había cosechado a lo largo de su larga historia de renombre, había demostrado ser de poca utilidad aquí, en esta tierra desconocida. No había sido suficiente para salvar a Tamis ni a Ard Patrinell. No había sido suficiente para permitirle proteger a Bek, a quien había prometido defender pasara lo que pasara. Poco consuelo le ofrecía el hecho de que Quentin hubiera sobrevivido por el simple hecho de poseerla. Le parecía que había comprado su propia vida a costa de la de otros. No creía merecerlo. Se sentía muerto por dentro y dudaba de si algún día volvería a sentir algo más.

      Envainó la hoja y se colgó la espada a la espalda. El sol había coronado el horizonte y tenía que decidir qué haría ahora. Encontrar a Bek era la prioridad, pero para conseguirlo debía abandonar el amparo que le ofrecía el bosque y regresar a las ruinas de Bastión Caído. Eso significaba arriesgarse a volver a toparse con escaladores y abominasquiones, y no sabía si sería capaz. Lo que sí que sabía era que necesitaba alejarse de este pozo de muerte y decepción.

      Así, comenzó a andar y vio cómo las sombras que lo rodeaban retrocedían entre los árboles a medida que el sol se filtraba entre la bóveda de hojas y salpicaba el suelo del bosque. Descendió de las colinas que rodeaban Bastión Caído hasta las llanuras de las que había partido mientras huía de la abominasquión en la que habían convertido a Patrinell hacía dos días. Caminar le hizo sentir mejor, de algún modo. La desolación que le pesaba en el corazón no desapareció, pero la sensación de falta de dirección y de propósito desapareció a medida que se planteó las posibilidades que tenía. No sacaría nada si se quedaba de brazos cruzados. Lo que debía hacer, sin importar lo que le costara, era encontrar a Bek. La insistencia de Quentin de enrolarse en la travesía había convencido a su primo de acompañarlo. Si no conseguía otra cosa, al menos debía devolver a Bek a casa sano y salvo.

      Aunque sabía a ciencia cierta que muchos otros miembros de la compañía habían muerto, estaba convencido de que este seguía con vida porque Tamis había estado con su primo antes de encontrarse con Quentin y porque, en el fondo, donde los instintos dictaban cosas que los ojos no veían, sabía que nada había cambiado. Sin embargo, eso no significaba que Bek no estuviera en peligro ni necesitara ayuda y Quentin estaba decidido a no decepcionarlo.

      Una parte de él comprendía que su intensidad nacía de la necesidad de aferrarse a algo para salvarse a sí mismo. Era consciente de que, si flaqueaba, la desesperación lo abrumaría. La desolación sería tan absoluta que no podría obligarse a moverse. Si se derrumbaba, estaba perdido. Tomar cualquier dirección, marcarse un propósito le evitaba precipitarse al vacío. No sabía hasta qué punto era realista tratar de encontrar a Bek, solo y sin la ayuda de una magia útil, pero las probabilidades no importaban si se mantenía cuerdo.

      No estaba lejos de las ruinas cuando divisó una aeronave que surcaba el cielo, distante y pequeña, recortada sobre el horizonte. Le sorprendió tanto que, durante unos segundos, se quedó petrificado y la contempló, incrédulo. Estaba demasiado lejos para que pudiera identificarla, pero decidió que debía ser la Jerle Shannara, que buscaba a los miembros de la expedición. Lo embargaron esperanzas renovadas y se dirigió hacia la nave enseguida.

      Sin embargo, en cuestión de segundos, la aeronave planeó rumbo a la neblina de un banco de nubarrones que procedía del este hasta que desapareció de su vista.

      El joven se encontraba en un claro mientras trataba de localizarla de nuevo, cuando oyó que alguien lo llamaba:

      —¡Tierralteño!