El último viaje. Terry Brooks. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Terry Brooks
Издательство: Bookwire
Серия: Las crónicas de Shannara
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788417525569
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Shannara y la otra se dirigió hacia las ruinas de Bastión Caído. Este segundo grupo era más pequeño, pero estaba capitaneado por la aeronave más grande. En formación lineal, los buques planearon sobre las ruinas y se prepararon para aterrizar.

      —No creo que debamos quedarnos aquí, expuestos de esta manera —sugirió Panax al cabo de unos instantes.

      Enseguida, buscaron el amparo de los árboles y se retiraron hacia las colinas, donde encontraron un punto de avanzada desde donde observar lo que sucedía. No tardaron mucho en admitir que habían tomado la decisión correcta. Las aeronaves lanzaron escaleras de cuerda, que colgaban a pocos metros del suelo, y puñados de mwellrets las descendieron y se esparcieron por la zona. A bordo de las aeronaves, la tripulación se quedó en sus puestos. Sin embargo, había algo raro en su porte. Estaban quietos, petrificados, como estatuas, no había trajín ni hablaban con los demás compañeros. Quentin los observó durante un buen rato, con la intención de detectar algún tipo de reacción en ellos. No se produjo ninguna.

      —Dudo que sean aliados —anunció Panax en voz baja. Hizo una pausa—. Mira eso.

      Un elemento nuevo había aparecido: un puñado de criaturas que carecían de una identidad reconocible. Las colocaban en redes de carga y las hacían descender mediante cabestrantes desde la aeronave mayor, una tras otra. Parecían humanos demasiado crecidos, con unas espaldas y brazos enormes, las piernas gruesas y los torsos peludos. Caminaban encorvados, usando las cuatro extremidades, como los primates del viejo mundo. Sin embargo, las cabezas tenían un aspecto lobuno: tenían el morro estrecho y marcado, las orejas puntiagudas y unos ojos penetrantes. Incluso desde la distancia, esos rasgos eran inconfundibles.

      —¿Qué son? —dijo Quentin, que soltó una bocanada de aire.

      Las partidas de búsqueda se abrieron en abanico por las ruinas, con una docena de mwellrets en cada una, armados y protegidos: sin duda, era un invasor hostil. Llevaban esas peculiares criaturas encorvadas atadas de largas cadenas y les habían dado la orden de buscar, como si fueran perros. Con el hocico amorrado al suelo, avanzaron entre los escombros en distintas direcciones y los mwellrets las siguieron. En las ruinas no se produjo ninguna reacción por parte de Antrax. No aparecieron escaladores y ningún filamento de fuego hendió el aire. Al parecer, los rindge tenían razón sobre lo que había ocurrido. Sin embargo, eso tan solo consiguió que Quentin no dejara de pensar en lo que le habría sucedido a Bek.

      Kian, el elfo fornido de tez morena, surgió de repente de entre los árboles y se acercó a ellos. Saludó a Quentin con un asentimiento de cabeza, pero no dijo nada.

      —Tenemos un problema, tierralteño —anunció Panax sin mirarlo.

      Quentin asintió.

      —Nos están buscando. Y tarde o temprano, nos encontrarán.

      —Y yo diría que será más temprano que tarde. —El enano se irguió—. No podemos quedarnos aquí. Hay que irse.

      Quentin Leah observó cómo sus perseguidores se adentraban en la ciudad, a lo lejos, eran figuritas, como juguetitos. Quentin entendía a Panax, pero no quería expresarlo en voz alta. Panax le sugería que debían abandonar la búsqueda de Bek, que tenían que poner tanta distancia como pudieran entre ellos y quienes los estuvieran persiguiendo.

      Notó que una parte de sí mismo se marchitaba y se moría ante la perspectiva de volver a abandonar a Bek, pero sabía que, si se quedaba, lo encontrarían. Con eso, no conseguiría nada de provecho y podría acabar muerto. Trató de reflexionar sobre ello a fondo. Quizá Bek poseía magia, Tamis así lo afirmaba. Lo había visto usarla, un poder con el que podía hacer trizas a los escaladores. Su primo no estaba completamente indefenso. En realidad, era posible que él tuviera más opciones que ellos de salir con vida. Quizá incluso había encontrado a Walker, así que, tal vez, estaban juntos. Tal vez ya habían salido de las ruinas y habían huido a las montañas.

      Se detuvo, enfadado. Lo estaba racionalizando. Trataba de hacerse sentir mejor por abandonar a Bek, por romper su promesa por enésima vez. Pero, en realidad, no se creía ni una palabra de lo que se decía. El corazón no se lo permitía.

      —¿Qué hacemos ahora? —preguntó al final, resignado a realizar la única cosa que se había prometido que no haría.

      Panax se rascó la barbilla, ya cubierta con una barba incipiente.

      —Nos adentraremos en el Arca Aleutera, esas montañas que quedan detrás, con Obat y su pueblo. Nos adentramos en el corazón de Parcasia. Las aeronaves se dirigían hacia allí; tal vez alcancemos alguna. Quizá podamos hacerle señales. —Se encogió de hombros, cansado—. Tal vez podamos sobrevivir.

      No mencionó una palabra sobre volver a por Bek y los demás o sobre reanudar la búsqueda más adelante. El joven comprendió que algo así no ocurriría, que quizá nunca regresarían a las ruinas, y no le haría una promesa que no podría cumplir.

      Nada de eso ayudaba a Quentin a desembarazarse de su sentimiento de traición, pero era mejor ser realista con las perspectivas que había que aferrarse a falsas esperanzas.

      «Lo siento, Bek», se dijo a sí mismo.

      —Vienen hacia aquí —anunció Kian de pronto.

      Uno de los grupos de batida había aparecido en el extremo de las ruinas que había más abajo y había encontrado los cuerpos de los rindge que la abominasquión de Patrinell había matado hacía dos días. Las criaturas encorvadas ya olisqueaban el suelo en busca de un rastro. Una cabeza lobuna se alzó y miró en la dirección en la que se encontraban ellos, agachados entre los árboles, como si fuera consciente de su presencia, como si fuera capaz de divisarlos.

      Sin mediar palabra, el enano, el elfo y el tierralteño se mezclaron con los árboles y desaparecieron.

      * * *

      Les llevó casi una hora llegar hasta el claro donde estaban reunidos Obat y los rindge. Se encontraban en la ladera de la colina que se alzaba ante el Arca Aleutera, que atravesaba Parcasia de noroeste a sureste como una espina dorsal escarpada. Los rindge tenían aspecto andrajoso y desalentado, aunque no conformaban un grupo desorganizado o poco preparado. Habían apostado centinelas y se encontraron con ellos antes de llegar a la columna de rindge. Habían recuperado las armas, así que los hombres iban todos equipados. Sin embargo, la mayor facción de supervivientes estaba formada por mujeres y niños; algunos de estos solo eran bebés. Al menos había un centenar de rindge, aunque era más probable que se acercarán a los doscientos. Sus pertenencias formaban montones a su alrededor, atadas en fardos o metidas en sacos de paño. La mayor parte de ellos estaban sentados y quietos en las sombras, mientras charlaban entre ellos y aguardaban. En la luz moteada del bosque, parecían tener las cuencas de los ojos vacías y que fueran espectros indefinidos.

      Obat se acercó a Panax y se puso a hablar con él de inmediato. Panax lo escuchó y le respondió con la antigua lengua de los elfos que había usado con buenos resultados cuando se habían conocido. Obat le escuchó y sacudió la cabeza. Panax lo volvió a intentar y señaló la dirección de la que procedían. Para Quentin era evidente que le explicaba que habían llegado los intrusos que habían visto en las aeronaves. No obstante, a Obat no le hacía ninguna gracia lo que oía.

      Con la exasperación cincelada en el rostro, Panax se volvió hacia el tierralteño:

      —Le he dicho que tenemos que irnos a toda prisa, que deben dejar todas las pertenencias aquí. Tal y como están las cosas, nos costará bastante trasladar a toda esta cantidad de gente sana y salva sin tener que, además, lidiar con todas sus cosas. Pero Obat dice que es todo lo que les queda, que no lo dejarán.

      Se volvió hacia Kian:

      —Vuelve al camino con un par de rindge y montad guardia.

      El elfo cazador giró sobre los talones sin mediar palabra, gesticuló a un par de rindge para que lo acompañaran y desapareció entre los árboles al trote.

      Panax se volvió hacia Obat y lo intentó de nuevo. Esta vez realizó ademanes que no dejaban lugar a dudas sobre lo que pasaría si los rindge