Autobiografía de un viejo comunista chileno. Humberto Arcos Vera. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Humberto Arcos Vera
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Социология
Год издания: 0
isbn: 9789560013293
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que fue apenas de 35.000 votos.

      Después de la elección, en especial los jóvenes, sentimos una gran frustración por la derrota tan estrecha de nuestro candidato. Más tarde, analizando con más calma y escuchando a los viejos comunistas, valoramos que durante todo el proceso de las elecciones habíamos logrado grandes avances. No solo en la cantidad de votos, sino también en las ideas y en el mejoramiento de nuestra democracia. Nuestras ideas de la reforma agraria, de la nacionalización de las riquezas básicas, de la necesidad de políticas que corrigieran la desigualdad, estaban siendo asimiladas por nuestro pueblo. Y nuestra democracia estaba mejor, no solo porque ya no existía la ley maldita, sino también porque ahora las votaciones eran con cédula única y eso hacía mucho más difícil la práctica del cohecho y las encerronas para la compra de votos a las que la derecha estaba acostumbrada. Y así, aunque ganó el candidato derechista, fue solo con un tercio de los votos. La conclusión era clara: no echarse a llorar sino seguir luchando y trabajando junto al pueblo.

      El año 59 me cambié de trabajo. Dejé Immar y me fui como maestro soldador a la Metalúrgica Española, de los hermanos Diez. No había ningún problema con Immar, sencillamente necesitaban un maestro soldador, me ofrecieron el trabajo y me pagaban harto más. El gringo Ale fue de lo más comprensivo, ni la menor recriminación, todo lo contrario, me expresó sus deseos de que me fuera bien.

      Y me fue bien durante un tiempo... hasta que formé un sindicato. Era una empresa relativamente pequeña, con unos sesenta trabajadores. Legalmente, para formar el sindicato necesitaba juntar a veinticinco trabajadores que estuvieran dispuestos a participar en una asamblea frente a un inspector del trabajo o un notario, aprobar los estatutos y elegir su directiva. A mí me pagaban mejor que en Immar, pero la situación del resto era mucho peor, así que no me costó reunir a los compañeros, formar el sindicato y liderarlo, aunque no podía ser dirigente porque todavía tenía 17 años.

      Cuando se informaron de la constitución del sindicato, uno de los hermanos Diez, español y cascarrabias, me ubicó y empezó a gritonearme que estaba despedido y tenía que irme de inmediato de la empresa o me echaba con la ayuda de carabineros, porque estaba en su propiedad y no podía permanecer allí si él no quería. A mí también me entró la rabia y le dije: “Que te creís, coño chucha de tu madre, que me podís echar así no más” y agarré una barra de acero y me le fui encima. El coño salió arrancando, llamando a su hermano y a otra gente para que me sujetara, y yo detrás de él blandiendo mi barra. Afortunadamente, la sangre no llegó al río. Me calmé y negociamos mi salida. El sindicato estaba constituido legalmente y por lo tanto permanecería. A mí me cancelaron el sueldo y una indemnización por el despido. Y… volví a Immar, donde de nuevo me recibieron con los brazos abiertos.

      ¡Lo que son las cosas de la vida! Muchos años más tarde, cuando, en Santiago, estaba clandestino durante la dictadura de Pinochet, me volví a topar con los hermanos Diez. Resulta que un vecino con el que había establecido buenas migas me contó que trabajaba como contador en una empresa metalúrgica en San Miguel y me preguntó qué hacía yo. Maestro soldador, le respondí. Entonces me ofreció ir a su empresa a dar un examen, pues, según él, si sabía soldar bien, iba a quedar porque necesitaban maestros. Después me dijo que los dueños eran los hermanos Diez. Me preocupé pero aposté a que era difícil que yo les recordara a ese muchacho furibundo que los perseguía con una barra de acero, después de los años pasados y los cambios físicos que traen consigo. Tuve suerte. Me vieron en el examen y no me reconocieron, les pareció bien mi técnica de soldar y quedé con la pega. El problema era que no podía darles mi nombre, porque ahí, sí relacionaban mis datos, lo más probable es que la cosa pasara mucho más allá de un simple despido; incluso, podía llegar a las manos de la CNI (Central Nacional de Informaciones). A mi amigo contador le dije que había perdido la libreta del SSS (Servicio de Seguro Social), que me pagara sin contrato, sin cotización previsional y así sacaba un poco más de sueldo. Él lo hizo por cuatro meses y siempre insistiendo en la regularización del contrato. Al final le agradecí e inventé que me había salido algo mejor y ya no era necesario firmar el contrato. Aunque a ellos probablemente no les guste mucho, la verdad es que el buen sueldo que recibí de los hermanos Diez durante cuatro meses me sirvió durante el tiempo de la clandestinidad y, precisamente, en un periodo en que enfrentábamos una situación de crisis en las finanzas partidarias.

      El 21 y 22 de mayo de 1960 hubo una conferencia regional del Partido a la que fui invitado en mi calidad de secretario regional de la Juventud. Se hacía en la casa de una camarada, en una población llamada Las Ánimas, en el sector norte de Valdivia. Del Comité Central, participaba Víctor Galleguillos, que al año siguiente sería elegido diputado comunista por Antofagasta. Discutimos distintos temas del trabajo partidario y una de las tareas centrales, en esos días, era la solidaridad con los obreros del carbón de Lota y Coronel que estaban en huelga. El 21, poco después de las seis de la mañana, hubo un terremoto en las cercanías de Concepción que causó mucho daño. No sabíamos si la huelga iba a seguir o iba a ser suspendida, pero acordamos mantener las tareas de solidaridad, que servirían, de todos modos, para los obreros en huelga o para los damnificados del terremoto. Habíamos terminado nuestra reunión como a las dos de la tarde y mientras una comisión designada para redactar los acuerdos trabajaba en una pieza en el segundo piso, el resto esperábamos el almuerzo que estaban preparando allí mismo, para ir después a nuestra última plenaria. Y en eso estábamos, cuando empezó a temblar.

      Nos mirábamos, asustados, sin atinar a reaccionar todavía (uno siempre espera que sea un temblor no más y se resiste a ser el primero en arrancar), cuando los de la comisión redactora llegaron corriendo desde el segundo piso. La casa, de madera, se movía entera; sonaba, más bien, crujía, por todas partes. Recuerdo que Víctor Galleguillos, mirando la chimenea de ladrillos y concreto, agarró de un brazo a la dueña de casa tirándola para un lado y la libró, casi milagrosamente, de ser aplastada por la chimenea. Ahí nadie más se las dio de valiente y salimos rápidamente para afuera.

      No era solo un temblor, era terremoto y tan grande que no podíamos sostenernos en pie, teníamos que hincarnos. Y veíamos cómo se movían y crujían las casas frente a nosotros. De madera, la mayoría de ellas resistía, pero las rejas, también de madera, se ondulaban y después saltaban palos para todos lados. Y se movía y se movía, como si nunca fuera a terminar. Apenas se calmó un poco, se suspendió la conferencia y nos dijeron que fuéramos a ver la situación de nuestras casas y familias, y al día siguiente tratáramos de contactarnos, porque parecía que era necesario reorientar las tareas de la solidaridad, ya no hacia los mineros y los damnificados de Concepción, sino hacia los sectores más afectados de nuestra propia ciudad.

      Volvimos a Valdivia. Teníamos que atravesar el puente del Calle-Calle, pero lo encontramos caído como un metro o metro y medio. Los vehículos no podían utilizarlo, pero, por suerte, todos andábamos a pie, así que era cosa de bajar, cruzar y subir al otro lado. Se veía una inmensa destrucción en todas partes: grietas enormes en muchas calles, parte del hospital regional en el suelo, un desastre con mayúsculas. Cuando llegué a mi casa, pude ver que sus dos pisos seguían en pie, pero más inclinados que la Torre de Pisa. Con Delfín y algunos amigos de la población le pusimos unas vigas para apuntalarla y evitar que se nos cayera. Seguía temblando de cuando en cuando. Los de mi casa, y todos en la población, sacamos las camas y ropas para dormir afuera. Nadie se sentía seguro al interior de su vivienda.

      Esa noche salimos, con los cabros de la Jota de la población, a recorrer la ciudad para tener una idea de los daños. Eran tremendos. Tal vez lo único bueno del terremoto fue que, por un tiempo al menos, se borraron las diferencias de clases. En la plaza estaban juntos ricos y pobres, todos con sus camas, toldos y fuegos para calentar las comidas. También todos juntos viviendo con los miedos que nos causaba esa enorme fuerza incontrolable de la naturaleza. Al día siguiente, los jóvenes comunistas de Valdivia nos pusimos a las órdenes de los militares en la escuela Nº 1, para ayudar en las tareas de repartir comida en los albergues donde estaban los más damnificados.

      En el aspecto productivo, el desastre en Valdivia fue terrible y peor en Corral, que sufrió lo central del maremoto. Nuestra empresa, Immar, quedó en pie pero con enormes daños en su interior. Lo mismo pasó con toda la industria valdiviana. No había trabajo, salvo de reparación, y lo más malo era que no se