Autobiografía de un viejo comunista chileno. Humberto Arcos Vera. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Humberto Arcos Vera
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Социология
Год издания: 0
isbn: 9789560013293
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Si metíamos la pata con el manejo de los aparatos eléctricos podíamos electrocutarnos. Me sentía muy orgulloso, pero también con mucha responsabilidad por mi ayudante.

      Ese mismo año, en una reunión regional de la Juventud, me eligieron secretario de organización. Aprovechábamos los fines de semana para salir a tratar de organizar “la Jota” en distintas localidades. Coordinábamos con los viejos militantes para que les contaran a sus hijos que iríamos a conversar en tal fecha. Así reunimos a jóvenes y formamos las bases de la Juventud Comunista en Lago Ranco, La Unión, Paillaco, Lanco y Panguipulli. En ellas había hijos de colonos y también mapuches.

      Una de las peleas que recuerdo de esos tiempos, en Lago Ranco, fue por la tierra. Las tierras “legalmente” eran fiscales, pero estaban ocupadas desde hace años por colonos y mapuches que las compartían sin mayores problemas. Pero el gobierno planificó hacer caminos –tanto para facilitar la llegada de gente nueva como para sacar la producción local– sin considerar la realidad de la ocupación de esas tierras. El trazado, diseñado solamente mirando los mapas, pasaba por el medio de todos los terrenos que ellos usaban para la producción. Y esto, lógicamente, molestó a la gente, que empezó a pedir que el camino no cortara los campos, sino que fuera bordeando el lago.

      Otra experiencia, maravillosa para mí, fue la de Mantilhue, una localidad cercana a Río Bueno, con un paisaje muy hermoso y con un orden y una organización que parecía de otro planeta. Eran terrenos fiscales que habían sido tomados por los campesinos y los mapuches. Los viejos nos contaban que ganaron por cansancio. Llegaban los carabineros a desalojarlos y ellos arrancaban para las montañas. Se iban los carabineros y ellos volvían, y así hasta que se cansaron. Y como el interés del Estado por esos terrenos no era tan grande como para dejar una guarnición permanente, al final los mapuches y los campesinos se quedaron y se organizaron para repartirse la tierra y trabajarla.

      Había un sentido tan evidente de amistad, de hermandad entre los campesinos chilenos y los mapuches de Mantilhue, que era tanto o más hermoso que su maravilloso paisaje. Allí me hicieron pleno sentido los versos del himno de la Internacional que cantábamos:

       El día que el triunfo alcancemos ni esclavos ni hambrientos habrá la tierra será el paraíso de toda la humanidad. Que la tierra dé todos sus frutos y la dicha en nuestro hogar. El trabajo es el sostén que a todos de la abundancia hará gozar.

      Para mí, esos versos dejaron de ser las palabras que expresaban un sueño bonito y pasaron a graficar una realidad que yo había visto. Como dirían hoy, Mantilhue me mostró que otro mundo era posible.

      En 1955, en un congreso de la Juventud, me eligieron secretario regional de la Jota. Los temas que impulsábamos para discutir en el movimiento social eran las reivindicaciones económicas entre los trabajadores industriales y los mineros, y “la tierra para el que la trabaja” entre los campesinos y los mapuches. Durante esos años, al menos en Valdivia, no era un tema la demanda de viviendas. Tampoco había demandas propias de los estudiantes.

      Por ese tiempo empezaron mis lecturas “políticas”. Aproveché que mi padre tenía una gran biblioteca, naturalmente, sobre temas mayoritariamente vinculados a su gran interés: la lucha por una sociedad mejor. Obviamente, me interesó el Manifiesto Comunista de Marx y Engels, y lo leí, más bien lo estudié, con mucha dedicación. Después, seguí con El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre y, de verdad, “me quedó como poncho”. Para mí fueron mucho más interesantes los escritos de Dimitrov cuando impulsaban el frente antifascista en la Tercera Internacional y algunos escritos de Recabarren. Recuerdo que leí los Poemas pedagógicos de Makarenko. Sin embargo, lo que más me atraían eran las novelas con trasfondo político pero novelas al fin y al cabo: Así se templó el acero, La madre, Acero y escoria y las del escritor brasileño Jorge Amado.

      A nuestras reuniones de la Jota, en Valdivia, llegaban, a veces, Manuel Cantero, en ese entonces secretario general de las JJCC, y Mario Zamorano, secretario de organización de la Juventud (el que muchas veces se alojaba en nuestra casa). Casi siempre nos acompañaba Braulio León Peña, que había sido miembro del Comité Central del Partido, encargado de trabajar en Valdivia y cubrir toda la zona sur como funcionario del PC.

      A fines del 55 tuve un encontrón familiar que me llevó a mudarme a Concepción.

      Resulta que en nuestra casa vivíamos mis padres; una sobrina, Blanca; mi hermano Delfín, y yo. No nos sobraba la plata pero nos arreglábamos bastante bien. Mi padre hacía su aporte con las pegas de canales y caminos, además de la pensión. La sobrina trabajaba en una farmacia y Delfín tenía empleo en una joyería, así que ambos cooperaban con parte de sus sueldos. Y yo, maestro soldador en Immar, entregaba todo el sobre de mi paga sin abrir. Esto no era por pura generosidad, también me daba cuenta de que todo lo que necesitaba, incluyendo plata para ir a alguna fiesta, mi madre me lo proporcionaba. Entonces, no era un mal negocio.

      Pero a fines de ese año llegó mi hermano Pancho del norte. Había estado trabajando con los gringos en tareas para habilitar la mina de Chuquicamata. allí tenían almacenes con productos de EE.UU. y les pagaban bastante bien. Así que llegó con cajones de ropa y zapatos y harta plata. Empezó a sentirse la autoridad de la casa y a mangonearnos a todos. Hasta que una vez lo vi manduqueando a mi mamá, y exploté.

      Yo, además de la práctica de boxeo en el regimiento con mi amigo campeón, hacía ejercicios en una barra que, con Delfín, teníamos en el patio de la casa. Así que era más o menos fortacho, sentía que sabía pelear y no le tenía miedo a nadie a pesar de tener apenas 14 años (o tal vez precisamente porque tenía 14 años). La cosa es que agarré del cuello a mi hermano Pancho, de unos 25 años, y lo empujé aplastándolo contra una pared. Y le dije: “Venís llegando y te creís el perro más lanudo. Mira, huevón, aquí tenís que respetar o si no te voy a sacar la cresta”.

      Pancho quedó tan sorprendido que no supo cómo reaccionar. Podría decir que eso me dejó ganador de ese round. Pero el ambiente en la casa se puso tenso. Entonces decidí hablar con mi padre. “Papá”, le dije, “como están las cosas voy a terminar agarrándome con el Pancho y eso va a ser muy triste para ustedes. Así que prefiero irme a Concepción. Al principio, puedo llegar donde mi hermana Ester y con todas las obras que están haciendo allá, siendo soldador, no me va a faltar donde encontrar trabajo”.

      Mi padre me respondió: “Humberto, nuestra casa está abierta para todos nuestros hijos. Nunca voy a echar de ella a ninguno de ustedes ni tampoco nunca los voy a retener contra su voluntad. Así que si tú lo quieres, ándate, pero ten en claro que esta es también tu casa y que estará siempre abierta para ti”.

      Así que me las eché para Conce.

      Al llegar, resultó que mi cuñado, el marido de Ester, estaba trabajando en las obras de construcción de la planta de la CAP –Compañía de Aceros del Pacífico– en Huachipato (ya había, y de mucho antes, una planta de la CAP en Corral). Me llevó con él y me probaron como soldador en uno de los talleres. Quedé al tiro. Esa era la manera que se usaba en ese entonces. Nadie, o muy pocos, tenían títulos. Así que en vez de certificados estaban las pruebas prácticas. Te miraban cómo trabajabas: si les parecía que sabías lo que estabas haciendo te enrolaban, y si no … a buscar pega en otro lado.

      Establecido como “allegado” donde mi hermana Ester, asegurado un trabajo y un ingreso para aportar a la casa, me fui a presentar al Comité Regional de Concepción de las JJCC. Allí, después de conversar un rato sobre mis actividades y responsabilidades en Valdivia, decidieron incorporarme como integrante.

      El trabajo era también fundamentalmente con los obreros y los mineros. La novedad, para mí, fue el trabajo con los estudiantes universitarios. A diferencia de Valdivia, en Concepción no desarrollaban ningún trabajo hacia los campesinos ni había un periódico local, pero les llegaba regularmente el periódico nacional, El Siglo. Algunos días en la semana, después del trabajo, asistía –con otro(s) compañero(s)– a reuniones de bases de la Jota en Concepción. Y los fines de semana casi siempre los reservaba para visitar las organizaciones de los jóvenes comunistas en otras ciudades, como Lota, Coronel y Lirquén.