La ciudad en el imaginario venezolano. Arturo Almandoz Marte. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Arturo Almandoz Marte
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788412337129
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disputa intelectual, política, casi que religiosa, fundamental para comprender el imaginario venezolano. Está trazando un capítulo esencial en nuestra historia de las ideas de la mano de los que denomina argos y aristarcos, detrás de quienes asoma la crítica feroz, sobre todo en Uslar, de la democracia de partidos (después mal llamada «puntofijismo»). Otras voces literarias del ensayo y la novela, Luis Beltrán Guerrero y José León Tapia, se unen bajo estos argumentos, según los cuales la patria es lo que era y no lo que quiere ser. Sin duda, aunque no es el tema de este cuarto libro, el petróleo sobrevuela en el imaginario como ave del mal y el excremento del diablo subyace a toda la polémica, porque es finalmente la riqueza petrolera (bien o mal administrada, ya eso es otra discusión) la que permitió los cambios que, para algunos, como puede desprenderse, fueron el detrimento de la venezolanidad.

      En esta controversia José Balza apunta una posición conciliadora de los extremos. Lo propio, la creación venezolana, no es solamente una virtud de la «tierra», es también una contribución a los valores universales, y enumera los nombres que lo manifiestan en la música, el arte, la cultura en general. Otros autores en esta postrimería de la Gran Venezuela, como Salvador Garmendia, Adriano González León, Orlando Araujo, Igor Delgado Senior, desarrollan también en sus ficciones y ensayos el deterioro urbano y el crecimiento de la marginalidad que viene ocurriendo sin remedio, pero sus miradas no se dirigen a una Venezuela rural e idílica, poseedora de la nacionalidad y de lo autóctono, sino hacia la crítica irónica, a veces sarcástica, otras netamente política, de lo que viene ocurriendo en este desplome de los sueños de grandeza que nacieron y murieron en el transcurso de dos décadas. Ofrecen, dice el autor, «metáforas del país mutado y babélico, nuevo rico y urbanizado a empellones». Será José Ignacio Cabrujas quien de alguna manera pone fin al debate entre cultura, civilización e identidad. Acepta el dramaturgo la desmemoria y «la arqueología del derrumbe» como una nueva naturaleza urbana y cultural en su visión desconcertada de la identidad y sentido patrimonial. Ante ese desconcierto la suya es una mirada que habla de resignación y permisividad. Una manera de decir esto somos, esta es también nuestra identidad, de la que partirán las generaciones posteriores.

      No fueron solamente la acelerada urbanización y la expansión de la economía petrolera los factores que transformaron el paisaje, y por consiguiente abrieron fracturas en lo que podríamos llamar la identidad idílica rural venezolana; también actuaron los cambios sociales de la Venezuela de la segunda mitad del siglo XX. La literatura recoge los movimientos de la inmigración foránea y provinciana, los tours internacionales, los viajes y mudanzas del lar provinciano, desde los cosmopolitas a los «tabaratos» de la Gran Venezuela. El país expande sus fronteras imaginarias y los escritores dan cuenta de ello, son ellos mismos, en su errancia y retorno, parte de esa expansión. Las fronteras de la imaginación abren nuevos territorios, y al mismo tiempo la ciudad, que siempre es Caracas, deja de ser un núcleo sólido y compacto. Es lo suficientemente urbana, valga el pleonasmo, para que se produzcan procesos migratorios intraurbanos, cónsonos con el ascenso social que caracteriza la época, y se consoliden arraigos comunitarios que despiertan nostalgia por el lugar abandonado. Las parroquias tradicionales, las nuevas y novísimas urbanizaciones (como se denomina en Venezuela a lo que en otros países llaman barrios residenciales y comerciales), las montañas que rodean el valle, todo, a excepción de El Ávila, único bastión permanente, sigue un ritmo constante de mutación, y adquiere identidades que tampoco serán muy duraderas. Caracas es lo suficientemente grande para que contenga distintas Caracas, que también ocupan sus locaciones literarias. Así el San Bernardino judío espejado por Elisa Lerner en sus crónicas, o Alicia Freilich en su novela Cláper el marchante (1987), pero también La Candelaria y sobre todo Chacao, como enclave de los emigrantes mediterráneos en mi novela El exilio del tiempo (1990), para quienes la modernidad todavía en esplendor, con sus autopistas y automóviles último modelo, causa cierto asombro. O La Florida, Altamira, La Castellana en las referencias burguesas de Federico Vegas.

      Se ensancha también el imaginario del mundo con los escritores viajeros, antes muy contados (Picón Salas, Uslar, Liscano, Díaz Rodríguez, de la Parra); ahora encontramos los textos de Elisa Lerner, Adriano González León, Victoria de Stefano, Antonieta Madrid, Antonio López Ortega, Ednodio Quintero, mezclando sus vivencias cosmopolitas con los recuerdos caraqueños y provincianos. Es muy interesante el contraste, y muy visible en los tres trujillanos (Adriano, Antonieta y Ednodio), pero también en otros escritores venidos de la provincia, como Balza. Hay un inevitable retorno a las raíces en su escritura, y al mismo tiempo una voluntaria y decidida escapada de ellas. Así vemos en Madrid el recuerdo intacto de las visitas a las tías, en González las huellas del caserón arruinado y los parientes fantasmagóricos, en Quintero la niebla «en un lugar agreste de la alta montaña». O el permanente regreso a los orígenes deltanos de Balza. Son ellos, quizás, la última generación de escritores que tuvo que vérselas con esta dualidad ciudad aldea. Los que siguen son ya caraqueños sin remedio que tienen como recuerdo rural un tinajero del que hablaba la abuela. O simplemente son escritores que viven en la provincia, y ni sienten el desarraigo ni la tensión de la huida; por ello escriben los imaginarios de sus propias regiones, como sería el caso de Rubi Guerra en las costas de Cumaná.

      Pero hay otros movimientos a registrar, son los testimonios humanos de la modernidad truncada. Como una respuesta a Casas muertas (1955) y Oficina No. 1 (1961), las novelas del petróleo de Miguel Otero Silva, Memorias de una antigua primavera (1989), de Milagros Mata Gil, vuelve al pueblo fundado por y para la extracción petrolera, pero ahora en su decadencia, en las ruinas en que se han convertido los sueños en busca del vellocino de oro para los que llegaron arrastrando la nostalgia provinciana y el desgaste de la trashumancia. Son, quizás, las «gentes nómadas y escoteras» de las que hablaba Picón Salas. Son, en fin, la otra cara del milagro venezolano, que paulatinamente en estas décadas de la Gran Venezuela traen masas migrantes de la provincia (y pronto de otros países de la región) que vienen a sustituir los traslados de los antiguos estudiantes de pensión y de las familias interioranas para progresar en la capital, que podrían relatar un Alfredo Armas Alfonso o un Salvador Garmendia. Lo que ocurre ahora es una enorme explosión de pobreza que desemboca en los cerros de la ciudad y constituye la marginalidad urbana en busca de un autor que la lleve a la literatura. Y así se presenta Cerrícolas (1987), título del primer volumen de cuentos de Ángel Gustavo Infante. Hay en este tema –señalaba Manuel Bermúdez– una línea de continuidad que va desde los juambimbas del gomecismo, pasando por los pequeños seres garmendianos, hasta llegar a los joselolos de Infante, que los lleva al cuento, como Román Chalbaud al cine, Rodolfo Santana al teatro, Salvador Garmendia a la telenovela, el grupo Madera a la música, y Pedro León Zapata al dibujo. Aparece entonces lo marginal en el imaginario literario, y se entronca con lo popular en la próxima entrega del mismo Infante, Yo soy la rumba (1992), y desde luego en Calletania (1991), de Israel Centeno. En esa novela, cuyo escenario principal es Catia podemos leer una parroquia popular tradicional mutada en un núcleo de barrios y subculturas que viven en el triángulo de la droga, la delincuencia y la prostitución. No es, por supuesto, esa sumatoria la que define a sus habitantes, pero es el lastre que ocupa el imaginario que captan los escritores.

      El párrafo que cito a continuación de Después Caracas (1995), novela de José Balza, es un «diagnóstico fulminante» de la ciudad posterior al Caracazo de 1989.

      La avalancha petrolera, el despilfarro, la desvergüenza alcanzarían sin embargo alturas increíbles. La riqueza unilateral olvidó al país; comenzaron a paralizarse y colapsar los servicios e hizo su entrada triunfal la delincuencia diaria. El boato gubernamental y la publicidad (autos, trajes, cosas, licores) en vastos cinturones de marginalidad (Caracas creció en dos décadas inmensamente) sintieron como suya aquella riqueza y aquel poder a los cuales no tenían acceso. La violencia se convirtió en vehículo adecuado para vivir.

      Se cierra así lo que Almandoz califica de «fresco sombrío de aquella metrópoli contrastante y descompuesta, azotada y tercermundista», que contiene el final de un ciclo social y político. Comienzan entonces los tiempos signados por dos sacudidas de efectos irreversibles: el Caracazo de febrero de 1989 y los frustrados golpes de Estado del 4 de febrero y el 27 de noviembre de 1992, con una consecuencia política también traumática, la expulsión de Carlos Andrés Pérez de la presidencia