Mujeres letales. Graeme Davis. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Graeme Davis
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789876286053
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llegaban desde todos los puntos cardinales: ¡trueno, relámpago, granizo y lluvia! El señor estaba acostado en su majestuosa cama y estaba preocupado; apenas podía creer que Amelie hubiera dicho las palabras que él había oído: por más insensible y egoísta que fuera, era también un hombre perspicaz y era la verdad que había en ellas lo que le impactaba. Pero su corazón todavía estaba endurecido; había dado órdenes de que encerraran a Amelie con llave en su aposento y de que detuvieran y apresaran a su enamorado cuando viniera al lugar habitual de los encuentros. Monsieur, como dije, estaba acostado en su majestuosa cama, mientras los relámpagos iluminaban, a intervalos, el oscuro aposento. Yo me había echado en el piso junto a la puerta de ella, pero no alcanzaba a oírla llorar, aunque sabía que estaba dominada por la pena. Mientras estaba allí sentada, con la cabeza apoyada en el dintel de la puerta, una figura pasó desde el aposento a través del roble macizo, sin que se descorrieran los cerrojos. La vi con tanta nitidez como veo ahora las caras de ustedes, bajo la influencia de diversas emociones; nada se abrió, sino que pasó a través, una figura sombría, oscura y vaporosa, pero claramente definida. Supe que era “La Femme Noir” y temblé, porque nunca venía por capricho, sino siempre con un propósito. No tenía miedo por Amelie, porque “La Femme Noir” jamás combatía con las personas magnánimas o virtuosas. Pasó despacio, más despacio de lo que estoy hablando yo, por el corredor, haciéndose cada vez más alta a medida que avanzaba, hasta que entró en el aposento de monsieur por la puerta ubicada exactamente enfrente de donde estaba yo. Se detuvo a los pies de la cama de plumas y el relámpago, ya no más intermitente, con sus amplios destellos mantenía una iluminación continua. Se quedó un rato inmóvil por completo, aunque en tono alto el señor le demandaba de dónde había venido y qué quería. Por fin, durante una pausa de la tormenta, ella le dijo que todo el poder que él poseía no iba a evitar la unión de Amelie y Charles. Oí esa voz yo misma; sonaba como el viento nocturno entre los abetos: fría y estridente, algo que helaba tanto los oídos como el corazón. Aparté la vista mientras ella hablaba y, cuando volví a mirar, ¡había desaparecido! La tormenta continuó aumentando su violencia, y la rabia del señor seguía el ritmo de la guerra de los elementos. Los sirvientes temblaban de terror indefinido; tenían miedo de no sabían qué: los perros les acrecentaban la aprehensión con sus terribles aullidos y luego con ladridos en el tono más alto posible; el señor caminaba por su aposento, llamando en vano a su personal doméstico, pataleando y maldiciendo como un maníaco. Por fin, en medio de destellos de relámpago, se dirigió al extremo de las grandes escaleras y de inmediato el estruendo de la campanilla de alarma se mezcló con el trueno y el rugido de los torrentes montañeses; eso aceleró la llegada de los sirvientes a su presencia, aunque no parecían muy capaces de entender lo que les decía: insistía en que llevaran a Charles ante él. Todos temblábamos, porque estaba loco y lívido de rabia. El guardián, a cuyo cuidado estaba el joven, no se atrevía a entrar en el vestíbulo donde resonaban esas sonoras palabras y pasos pesados, pues, cuando fue en busca de su prisionero, encontró todos los cerrojos y trancas descorridos y la puerta de hierro totalmente abierta: había desaparecido. Monsieur pareció encontrar alivio cuando sus energías fueron convocadas a la acción: ordenó una persecusión instantánea y montó en su corcel, a pesar de la tormenta, a pesar de la furia de los elementos. Aunque los enormes portones se sacudían y el castillo se agitaba como una hoja de álamo temblón, salió, con su senda iluminada por el relámpago: por más osado y valeroso que fuera su caballo, le resultó casi imposible hacerlo avanzar; hundió profundo las espuelas en los flancos del noble animal, hasta que el rojo de la sangre se mezcló con la lluvia. Finalmente se precipitó alocado por la senda hacia el puente que el joven debía atravesar; y cuando llegaron allí, el señor divisó flotando la capa del perseguido, unas pocas yardas más adelante. De nuevo el caballo se reveló contra la voluntad de él, en cuyos ojos destelló el relámpago, y el torrente pareció una masa de fuego rojo; no se oía ningún ruido más que las rugientes aguas; los asistentes al avanzar se aferraron al pasamanos del puente. El joven, inconsciente de la persecusión, continuaba con rapidez: y de nuevo provocado, el caballo se lanzó hacia delante. Al instante, la figura de “La Femme Noir” pasó con la ráfaga que se precipitó por el barranco; el torrente la siguió en su trayectoria, y más de la mitad del puente resultó barrida para siempre. Mientras el señor refrenaba al caballo que antes había impulsado tanto hacia delante, vio al joven de rodillas con los brazos extendidos en la orilla opuesta, de rodillas en gratitud por haberse librado de ese doble peligro. Todos quedaron impactados por la piedad del joven y se alegraron fervientemente de que se hubiera librado, aunque no se atrevieron a decirlo ni a mostrar que lo pensaban. Nunca vi a una persona tan cambiada como al señor cuando reingresó por el portón del castillo: sus mejillas habían empalidecido, sus ojos se habían apagado; su pluma feroz pendía quebrada encima de su hombro, su paso era desigual y con la voz de una muchachita débil dijo: “Tráiganme una copa de vino”. Yo era su copera, y por primera vez en su vida me agradeció con cortesía, y en el calor de la gratitud me palmeó el hombro; la caricia casi me arroja a través del vestíbulo. Qué pasó en su habitación reservada no lo sé. Algunos dijeron que la “La Femme Noir” volvió a visitarlo: yo no sé decir, no la vi; hablo de lo que vi, no de lo que oí decir. La tormenta se fue con un trueno restallante, comparado con el cual los ruidos anteriores no eran más que el sonajear de los guijarros bajo la rompiente de una ola veraniega. A la mañana siguiente monsieur envió en busca del pasteur.1 El buen hombre parecía aterrado cuando entró en el vestíbulo; pero monsieur lo tapó con un cuarto de monedas de oro extraídas de una bolsa de cuero, para que reparara su iglesia, y rápido; y aferrándole la mano cuando se iba, lo miró fijo a la cara. Mientras lo hacía, grandes gotas le brillaban como abalorios en la frente; sus facciones adustas, toscas, parecían extrañamente conmovidas mientras observaba al calmo, pálido ministro de la paz y el amor. “Usted”, dijo, “le pide a Dios que bendiga al más pobre de los campesinos que pasa a su lado en la montaña; ¿no tiene una bendición para darle al señor de Rohean?”.

      ”“Hijo mío”, contestó el buen hombre, “yo te doy la bendición que puedo dar: que Dios te bendiga y que tu corazón se abra a dar y recibir”.

      ”“Yo sé que puedo dar”, respondió el orgulloso hombre; “pero ¿qué puedo recibir?”.

      ”“Amor”, contestó el otro. “Toda tu riqueza no te ha traído felicidad, porque no amas ni te aman”.

      ”El demonio regresó a la frente de él, pero no permaneció allí.

      ”“Usted va a darme lecciones sobre esto”, dijo; y así el buen hombre se marchó.

      ”Amelie siguió siendo una estricta prisionera, pero a monsieur le sobrevino un cambio. Al principio se encerró en su aposento y no toleraba que entrara nadie en su presencia; recibía la comida con su propia mano del único asistente que se aventuraba a acercarse a su puerta. Se lo oía caminar de un lado a otro de la habitación, día y noche. Cuando nos íbamos a dormir, oíamos sus pesados pasos; al amanecer, allí estaban otra vez; y el personal doméstico que se despertaba a intervalos durante la noche decía que eran incesantes.

      ”Monsieur sabía leer. Ah, pueden sonreírse; pero en aquellos tiempos, y en aquellas montañas, hombres como “el señor” no se preocupaban ni preocupaban a otros con el saber; pero el señor de Rohean leía latín al igual que griego, y ordenó que le trajeran El Libro que jamás había abierto desde su infancia. Lo sacaron de un estuche de terciopelo y se lo llevaron de inmediato; y vimos su sombra desde afuera, como la sombra de un gigante, inclinada sobre El Libro; y leyó de ahí durante unos días; y teníamos grandes esperanzas de que suavizara y cambiara su naturaleza; y aunque no sé decir mucho en cuanto a la suavización, sin duda se operó un gran cambio; dejó de andar con paso airado y malhumor por los pasillos y de dar portazos y de maldecir a los sirvientes; parecía más bien poseído por un demonio alegre, bramando una vieja canción:

      Aux bastions de Genève, nos cannons

      Sont branquex;

      S’il y a quelque attaque nous les feront ronfler,

      Viva! les canonniers!

      y luego se detenía y chocaba las manos como un par de címbalos y se reía. Y una vez, cuando pasaba yo, se abalanzó